Gabriel se preguntó cómo no se había dado cuenta de que lo seguía una beldad italiana de un metro setenta y cinco de estatura, y admitió una vez más que Chiara Zolli era muy buena en su trabajo.
– Me hubiese encantado comer contigo en Piperno -comentó Chiara con un tono travieso-. Pero no me pareció una buena idea.
– ¿Qué sabes del caso?
– Sólo que mis peores temores respecto a Viena se vieron confirmados. ¿Por qué no me cuentas el resto?
Gabriel la complació. Comenzó por el vuelo a Viena y concluyó con la información que le había suministrado Shimon Pazner mientras cenaban en Il Pompiere.
– ¿Quién ha enviado a aquel hombre a Roma para matarte?
– Creo que debe de ser la misma persona que ordenó el asesinato de Max Klein.
– ¿Cómo te han localizado aquí?
Gabriel se había hecho la misma pregunta. Sus sospechas recaían en el regordete rector del Anima, el obispo Theodor Drexler.
– ¿Qué haremos ahora? -preguntó Chiara.
– ¿Haremos?
– Shamron me dijo que te cubriera las espaldas. ¿Quieres que desobedezca una orden directa del Memuneh?
– Dijo que me escoltaras en Roma.
– Es una misión abierta -replicó la muchacha, desafiante.
Gabriel le acarició los cabellos sin decir palabra. La verdad es que le sería muy útil contar con un compañero de viaje y otro par de ojos. A la vista de los riesgos de la misión, hubiese preferido que no fuese su amada. Sin embargo, ella había demostrado su valía en más de una ocasión.
Había un teléfono seguro en la mesa de noche. Marcó un número de Jerusalén y despertó a Moshe Rivlin, que dormía profundamente. Rivlin le dio el nombre de una persona en Buenos Aires, junto con el número de teléfono y una dirección en el barrio de San Telmo. Luego llamó a Aerolíneas Argentinas y reservó dos pasajes en clase preferente en el vuelo que salía por la mañana. Colgó el teléfono. Chiara apoyó la mejilla en su pecho.
– Gritabas algo en aquel callejón cuando corrías hacia mí. ¿Recuerdas lo que decías?
Gabriel no lo recordaba. Era como si se hubiese despertado sin ser capaz de recordar los sueños que habían alterado su descanso.
– La llamabas -dijo Chiara.
– ¿A quién?
– A tu madre.
Recordó la imagen que había aparecido ante sus ojos durante la loca escapada del hombre de la motocicleta. Admitió que era posible que la hubiese llamado. Desde que había leído el testimonio prácticamente no había pensado en otra cosa.
– ¿Estás seguro de que Erich Radek fue el asesino de aquellas pobres muchachas en Polonia?
– Todo lo seguro que se puede estar cuando han transcurrido sesenta años desde los hechos.
– ¿Qué pasará si Ludwig Vogel es Erich Radek? Gabriel levantó una mano y apagó la lámpara.
23
La Via della Pace estaba desierta. El Relojero se detuvo ante la verja del Istituto Pontificio y apagó el motor de la motocicleta. Levantó una mano temblorosa y apretó el botón del interfono. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Esta vez, una voz adolescente lo saludó en italiano. El Relojero, en alemán, pidió ver al rector.
– Me temo que no es posible. Por favor, llame mañana para pedir una cita, y el obispo Drexler estará encantado de recibirlo. Buonanotte, signore.
El Relojero mantuvo el dedo en el botón durante un minuto.
– Dígale que me envía un amigo del obispo de Viena. Es una emergencia.
– ¿Cuál es el nombre del amigo?
El Relojero respondió con la verdad. Hubo una pausa.
– Bajaré en un momento, signore.
El Relojero se desabrochó la chaqueta para mirar la herida, justo debajo de la clavícula derecha. El calor de la bala había cauterizado las venas superficiales. Había poca sangre, sólo un latido muy fuerte y los escalofríos del trauma y la fiebre. Le habían disparado con una arma de pequeño calibre, probablemente un 22. No era una arma que causara grandes lesiones internas. Con todo, necesitaba un médico para que le extrajera la bala y limpiara a fondo la herida antes de que se infectara.
Levantó la cabeza. Una figura vestida con una sotana acababa de aparecer en el patio y avanzaba cautelosamente hacia la verja. Era un novicio, un chico de unos quince años con el rostro de un ángel.
– El rector dice que no es conveniente que venga al seminario a esta hora -le comunicó el novicio-. El rector le sugiere que busque otro lugar para pasar la noche.
El Relojero desenfundó la pistola y apuntó al rostro del novicio.
– Abre la puerta -susurró-. Ahora.
– Sí, pero ¿por qué tuvo que enviado aquí? -La voz del obispo subió de tono bruscamente, como si estuviese advirtiendo a un grupo de fieles sobre los peligros del pecado-. Sería mejor para todos que saliera de Roma inmediatamente.
– No puede viajar, Theodor. Necesita un médico y un lugar donde descansar.
– Eso ya lo veo. -Su mirada se posó brevemente en la figura sentada al otro lado de la mesa, un hombre con el pelo canoso y los hombros de un levantador de pesas-. Sin embargo, debe comprender que está colocando al Istituto en una situación terriblemente comprometida.
– La situación del Istituto será muchísimo peor si nuestro amigo, el profesor Rubenstein, tiene éxito.
El obispo exhaló un suspiro.
– Puede quedarse aquí veinticuatro horas, ni un minuto más.
– ¿Le buscará un médico? ¿Alguien discreto?
– Conozco a la persona adecuada. Me ayudó hace un par de años atrás, cuando uno de los.chicos se cruzó con un matón. Estoy seguro de que podré contar con toda su discreción en este asunto, aunque una herida de bala no es algo frecuente en un seminario.
– Estoy seguro de que encontrará la manera de explicarlo. Tiene usted una mente muy despierta, Theodor. ¿Puedo hablar con él un momento?
El obispo le ofreció el teléfono a su visitante. El Relojero lo cogió con una mano ensangrentada. Luego miró al prelado y, con un movimiento de cabeza, lo echó de su propio despacho. El asesino acercó el teléfono al oído. El hombre de Viena le preguntó qué había salido mal.
– No me dijo que el objetivo tenía protección. Eso fue lo que salió mal.
El Relojero le relató la súbita aparición de una segunda persona en una motocicleta. Hubo un momento de silencio, y después el hombre de Viena murmuró:
– En mis prisas por enviado a Roma, olvidé transmitirle una información muy importante. Ahora comprendo que fue un error grave.
– ¿Una información muy importante? ¿Qué puede ser?
El hombre de Viena respondió que el objetivo había tenido lazos con la inteligencia israelí.
– A juzgar por los hechos de esta noche en Roma -añadió-, dichos lazos continúan siendo muy fuertes.
«Por amor de Dios -pensó el Relojero-. ¿Un agente israelí?» No era un detalle menor. Por un momento consideró regresar a Viena y dejar que el viejo se encargara de solucionar el problema como mejor pudiera. Pero decidió que podía aprovechar la oportunidad de aumentar sus ganancias. También había algo más. Nunca antes había dejado de cumplir un contrato. No era una cuestión de orgullo profesional y de su reputación. Sencillamente, no le parecía prudente dejar que un enemigo potencial rondara por ahí, sobre todo un enemigo vinculado a un servicio de inteligencia tan implacable como el israelí. El dolor en el hombro aumentó. Pensó con agrado en pegarle un tiro a ese asqueroso judío y a su amigo.
– Mi precio por el trabajo acaba de subir -dijo el Relojero-. Sustancialmente.
– No esperaba otra cosa -respondió el hombre de Viena-. Doblaré la tarifa.
– Quiero el triple -replicó el Relojero.
El hombre de Viena titubeó un momento y después aceptó.
– ¿Podrá volver a localizado?