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– Soy Mario.

– No está aquí.

– ¿Dónde está?

– Está ayudando en la librería. Una de las otras chicas está enferma.

Entró por una puerta de cristal en un edificio vecino y se quitó la capucha. A su izquierda estaba la entrada del modesto museo del gueto; a la derecha una atractiva librería, brillantemente iluminada. Una muchacha de pelo rubio, corto, sentada en un taburete detrás del mostrador, se apresuraba a cerrar la caja. Se llamaba Valentina. Sonrió a Gabriel y señaló con la punta del lápiz hacia el ventanal que ocupaba toda la pared y que daba al canal. Una mujer arrodillada en el suelo intentaba secar el agua que se filtraba por las supuestas juntas impermeables del cristal. Era increíblemente hermosa.

– Les dije que las juntas no aguantarían -comentó Gabriel-. Fue desperdiciar el dinero.

Chiara levantó la cabeza de repente. Su pelo era oscuro, rizado y tenía destellos castaños rojizos. Apenas sujeto por un broche en la nuca, caía desordenadamente sobre sus hombros. Sus ojos eran de un color caramelo con chispas de oro. Tendían a cambiar de color según su humor.

– No te quedes ahí como un idiota. Ven y ayúdame.

– No creerás que un hombre de mi talento…

La toalla blanca, empapada, lanzada con una fuerza y puntería extraordinarias, lo golpeó en el centro del pecho. Gabriel la escurrió en un cubo y se arrodilló a su lado.

– Ha habido un atentado en Viena -susurró Chiara, con los labios pegados al cuello de Gabriel-. Él está aquí. Quiere verte.

El agua lamía la entrada de la casa del canal. Cuando Gabriel abrió la puerta, el agua se extendió por el vestíbulo de mármol. Observó el daño y luego, resignado, siguió a Chiara escaleras arriba. La habitación estaba casi a oscuras. Un hombre mayor estaba junto a la ventana salpicada por la lluvia, inmóvil como las figuras del retablo de Bellini. Vestía un traje oscuro y una corbata de color plata. La cabeza calva tenía la forma de una bala; su rostro, muy bronceado y surcado por grietas y fisuras, parecía haber sido tallado en una piedra del desierto. El viejo no lo saludó. Se quedó contemplando el agua que desbordaba el canal, con una expresión fatalista, como si estuviese presenciando el principio del diluvio que acabaría con la maldad del hombre. Gabriel sabía que Ari Shamron estaba a punto de informado de una muerte. La muerte los había unido al principio y la muerte continuaba siendo la base de su vínculo.

3

VENECIA

En los pasillos y despachos de los servicios de inteligencia israelíes, Ari Shamron era una leyenda. Incluso más, era la encarnación del servicio. Había estado en cortes reales, robado los secretos de los tiranos y matado a los enemigos de Israel. Algunas veces con sus propias manos. Su mayor logro lo había conseguido una noche lluviosa de mayo, en 1960, en un suburbio obrero, al norte de Buenos Aires, cuando había saltado del asiento trasero de un coche para capturar a Adolf Eichmann.

En septiembre de 1972, Golda Meir, la primera ministra, le había ordenado que persiguiera y matara a los terroristas palestinos que habían secuestrado y asesinado a once atletas israelíes durante los Juegos Olímpicos de Munich. Gabriel, que entonces era un prometedor estudiante de la Academia de Arte Bezalel en Jerusalén, se había unido a regañadientes a la misión de Shamron, que había sido denominada en código con el muy acertado nombre de Ira de Dios. En el código hebreo de la operación, Gabriel era un Aleph. Armado sólo con una Beretta de calibre 22, había matado a seis hombres.

La carrera de Shamron no había sido un ascenso ininterrumpido hacia la gloria. Se había encontrado con grandes altibajos en el camino e inútiles viajes al destierro. Se había ganado la reputación de ser un hombre que disparaba primero y dejaba las consecuencias para después. Su vehemencia era una de sus grandes ventajas. Aterrorizaba a amigos y enemigos por igual. Para algunos políticos, el carácter impredecible de Shamron era muy difícil de soportar. Rabin a menudo eludía sus llamadas, temeroso de las noticias que podía escuchar. Peres lo tenía como un salvaje y lo envió a las inhóspitas tierras del retiro. Barak, cuando el servicio hacía aguas, rehabilitó a Shamron y lo llamó para que salvara al barco.

Ahora estaba oficialmente retirado, y su amado servicio estaba en manos de un intrigante tecnócrata llamado Lev. Pero para la mayoría de los miembros del servicio, Shamron siempre sería el Memuneh, el que estaba al mando. El actual primer ministro era un viejo amigo y compañero de viaje. Le había dado a Shamron un impreciso cargo y la autoridad suficiente para convertirse en un incordio. Había quienes en el bulevar Rey Saúl, sede del servicio, afirmaban muy convencidos que Lev rezaba en secreto por la rápida muerte de Shamron, y que Shamron, empecinado y tocanarices como siempre, seguía vivo sólo para atormentarlo.

Ahora, de pie delante de la ventana, Shamron le explicó a Gabriel con voz calma todo lo que sabía de lo ocurrido en Viena. Una bomba había explotado a última hora de la tarde del día anterior en las oficinas de Reclamaciones e Investigaciones Guerra. Eli Lavon estaba en coma en la unidad de cuidados intensivos del hospital General de Viena, y las probabilidades que sobreviviera eran de una contra dos. Sus dos documentalistas, Reveka Gazit y Sarah Greenberg, habían muerto en la explosión. Una facción escindida de Al Qaeda, un grupo que se autodenominaba Células Combatientes Islámicas, se había atribuido el atentado. Shamron le explicó todo esto en un inglés chapurreado. El hebreo no estaba permitido en la casa de Venecia.

Chiara trajo café y pastas, y se sentó entre Gabriel y Shamron. De los tres, sólo Chiara estaba sometida a la disciplina del servicio. Era una bat leveyka. Su trabajo consistía en pasar por amante o esposa de un agente encargado de una misión. Como todo el personal del servicio, había pasado por los cursos de combate personal y el uso de armas. El hecho de que hubiese logrado una puntuación más alta que Gabriel en el examen final en el campo de tiro era motivo para ciertas pullas en su casa. Sus misiones a menudo requerían cierta intimidad con su compañero, como las muestras de afecto en los restaurantes y clubes nocturnos, y compartir la cama en las habitaciones de los hoteles y los pisos francos. Las relaciones románticas entre los agentes y sus escoltas estaban prohibidas oficialmente, pero Gabriel sabía vivir en un contacto casi permanente y la tensión natural de las operaciones a menudo los llevaba a intimar. Él mismo había vivido una de esas experiencias con su bat leveyka, cuando estaba realizando una misión en Túnez. Ella era una hermosa judía de Marsella llamada Jacqueline Delacroix, y la aventura casi había acabado con su matrimonio. Gabriel, cuando Chiara estaba en alguna misión, a menudo se la imaginaba en la cama con algún otro hombre. Aunque no era dado a los celos, rogaba en secreto para que llegara cuanto antes el día en que en la sede del servicio decidieran que no era prudente continuar enviándola a ese tipo de misiones.

– ¿Qué son exactamente las Células Combatientes Islámicas? -preguntó.

Shamron torció el gesto.

– Son unos terroristas de poca monta que actúan principalmente en Francia y otro par de países europeos. Les divierte incendiar sinagogas, profanar cementerios judíos y pegarles a los niños judíos en las calles de París.