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– Tenemos una importante ventaja.

– ¿Cuál es?

– Sabemos cuál es el rastro que sigue y sabemos adónde irá ahora. El obispo Drexler se encargará de conseguirle el tratamiento adecuado para su herida. Mientras tanto, descanse. Tendrá noticias mías muy pronto.

24

BUENOS AIRES

Alfonso Ramírez tendría que haber muerto hacía mucho. Era, sin duda, uno de los hombres más valientes de Argentina y de toda Latinoamérica. Periodista y escritor, se había dedicado en cuerpo y alma a la cruzada de derribar el muro de silencio que rodeaba el pasado criminal de su país. Considerado una persona demasiado controvertida y peligrosa, los medios de comunicación argentinos le habían cerrado las puertas, y casi todo su trabajo se publicaba en Estados Unidos y Europa. Eran pocos los argentinos, excepto aquellos que pertenecían a la élite política y financiera, que leían una palabra de lo que escribía.

Había sufrido en carne propia la brutalidad de la dictadura. Durante la guerra sucia, su oposición a la Junta Militar había conseguido que lo encarcelaran, donde había pasado nueve meses y lo habían torturado salvajemente. Su esposa, una activista de izquierda, había sido secuestrada por un escuadrón de la muerte y la habían arrojado viva, desde un avión, a las gélidas aguas del Atlántico sur. De no haber sido por la intervención de Amnistía Internacional, Ramírez seguramente hubiese tenido el mismo final. A él lo dejaron en libertad, convertido casi en una piltrafa humana, y el periodista había reanudado su cruzada contra los generales. En 1983, un gobierno civil elegido democráticamente había reemplazado a los militares. Con la ayuda de Ramírez, el nuevo gobierno llevó a juicio a docenas de oficiales de las fuerzas armadas por los crímenes cometidos durante la guerra sucia. Entre ellos se encontraba el capitán que había arrojado al mar a la esposa del periodista.

En los últimos años, Ramírez había dedicado su considerable talento a desvelar otro desagradable capítulo de la historia argentina que el gobierno, la prensa y la mayoría de sus ciudadanos habían preferido sepultar en el olvido. Después de la caída del régimen nazi, miles de criminales de guerra -alemanes, franceses, belgas y croatas- habían llegado a Argentina, con el entusiasta beneplácito del gobierno de Perón y la infatigable ayuda del Vaticano. Ramírez era despreciado por aquellos sectores de la sociedad argentina donde la influencia nazi todavía era muy fuerte, y su trabajo había resultado tan peligroso como el de investigar a los generales. Habían atentado dos veces contra su despacho, y era tal el número de cartas bomba que le enviaban que el correo se negaba a entregarle la correspondencia. Gabriel estaba seguro de que Ramírez no hubiese aceptado reunirse con él de no haber sido por la carta de presentación de Moshe Rivlin.

Sin embargo, Ramírez no había vacilado en aceptar su invitación a comer y le había propuesto un café en el barrio de San Telmo. El local tenía el suelo de baldosas blancas y negras, y las mesas de madera estaban dispuestas sin orden ni concierto. En las paredes encaladas había estanterías con botellas de vino vacías. Las puertas estaban abiertas de par en par y había mesas en la acera, debajo de una marquesina. Tres viejos ventiladores de techo movían el aire húmedo. Un pastor alemán dormitaba en el suelo, con la lengua fuera. Gabriel llegó puntualmente a las dos y media. El argentino no estaba.

Enero es pleno verano en Argentina y el calor era terrible. Gabriel, que se había criado en el valle de Jezreel y pasaba los veranos en Venecia, estaba habituado al calor; pero como hacía muy poco que había estado en los Alpes austriacos, el cambio de clima había pillado su cuerpo por sorpresa. Olas de calor se levantaban del pavimento de la calle donde el tráfico era incesante y entraban en el local. Con el paso de cada camión, la temperatura parecía aumentar uno o dos grados. Gabriel llevaba puestas las gafas de sol. Tenía la camisa pegada a la espalda.

Chupó una rodaja de limón y luego bebió un par de sorbos de agua helada mientras miraba la calle. Su mirada se demoró un segundo en Chiara, sentada al sol. Bebía un Campari con hielo y picoteaba unas patatas. Llevaba pantalones cortos y tenía la piel de los muslos enrojecida por el sol. Se había recogido los cabellos en un moño. El sudor le corría por la nuca y desaparecía debajo de la blusa sin mangas. Llevaba el reloj en la muñeca izquierda. Era una señal. La mano izquierda significaba que no había visto a nadie que los vigilara, aunque Gabriel sabía que incluso a un agente con la habilidad de Chiara le hubiese costado detectar la presencia de un profesional entre la multitud que ocupaba las aceras de San Telmo.

Ramírez se presentó a las tres. No se disculpó por el retraso. Era un hombre fornido, de brazos musculosos y barba negra. Gabriel buscó alguna huella de las torturas pero no vio ninguna. Su voz, cuando pidió dos filetes y una botella de vino tinto, era afable y tan fuerte que pareció sacudir las botellas de las estanterías. Gabriel preguntó si los filetes y el vino tinto eran una buena elección a la vista del tremendo calor. El periodista pareció considerar la pregunta un insulto.

– La carne es la única cosa buena de este país -respondió-. Además, tal como va la economía… -El resto de sus palabras se perdieron con el estruendo de un camión que pasaba en ese momento.

El camarero trajo el vino. La botella era verde y sin etiqueta. Ramírez sirvió dos vasos y le preguntó a Gabriel el nombre de la persona que buscaba. El argentino frunció el entrecejo al oír la respuesta.

– ¿Otto Krebs? ¿Es su nombre real o un alias?

– Un alias.

– ¿Cómo está tan seguro?

Gabriel le pasó los documentos que se había llevado de Santa Maria dell’Anima. Ramírez se puso unas gafas con los cristales sucios que llevaba en el bolsillo de la camisa. Gabriel se inquietó al ver los documentos tan expuestos a la luz sin el menor reparo. Miró a Chiara. El reloj continuaba en su muñeca izquierda. Ramírez acabó la lectura, y su expresión dejaba claro que estaba impresionado.

– ¿Cómo consiguió tener acceso a los documentos del obispo Hudal?

– Tengo un amigo en el Vaticano.

– No, tiene un amigo muy poderoso en el Vaticano. La única persona capaz de ordenar al obispo Drexler que entregue los documentos de Hudal es el mismísimo papa. -Ramírez levantó el vaso en un brindis-. Así que, en 1948, un oficial de las SS llamado Erich Radek llegó a Roma y se echó a los brazos del obispo Hudal. Al cabo de pocos meses, abandonó Roma con rumbo a Siria, convertido en Otto Krebs. ¿Qué más sabe?

El siguiente documento que Gabriel dejó sobre la mesa provocó otra expresión de asombro por parte del periodista.

– Como ve, la inteligencia israelí localizó al hombre que se hacía llamar Otto Krebs en Damasco en 1963. La fuente es muy buena, nada menos que Aloïs Brunner. Según Brunner, Krebs se marchó de Siria en 1963 y vino aquí.

– ¿Tiene razones para creer que aún sigue aquí?

– Eso es lo que necesito averiguar.

Ramírez se cruzó de brazos y miró a Gabriel. El silencio entre ellos lo llenó el estruendo del tráfico. El argentino se olía una historia. Gabriel ya lo sabía.

– ¿Cómo es que un hombre llamado René Duran, de Montreal, consigue hacerse con documentos secretos del Vaticano y el servicio de inteligencia israelí?

– Es obvio que tengo buenos contactos.

– Soy un hombre muy ocupado, señor Duran.

– Si es dinero lo que quiere…

El argentino levantó una mano en un gesto de advertencia. -No quiero su dinero, señor Duran. Sé cómo ganarlo. Lo que quiero es la historia.

– Como comprenderá, que la prensa informe de mis investigaciones puede ser un estorbo.

Ramírez pareció ofenderse por la observación.

– Señor Duran, estoy seguro de tener mucha más experiencia que usted persiguiendo a hombres como Erich Radek. Sé cuándo es el momento de investigar con discreción y cuándo es el momento de escribir.