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Gabriel vaciló. No le entusiasmaba mucho establecer una relación de igualdad con el periodista, pero tenía claro que Alfonso Ramírez podía ser un amigo muy valioso.

– ¿Por dónde comenzamos? -preguntó Gabriel.

– Supongo que debemos averiguar si Aloïs Brunner dijo la verdad sobre su amigo Otto Krebs.

– ¿Se refiere a si en realidad vino a Argentina?

– Así es.

– ¿Cómo podemos averiguarlo?

En aquel momento apareció el camarero. El filete que le sirvió a Gabriel era lo bastante grande como para alimentar a una familia de cuatro personas. Ramírez sonrió mientras cortaba el suyo.

– ¡Que aproveche, señor Duran! ¡Coma! Algo me dice que necesitará todas sus fuerzas.

Alfonso Ramírez conducía el último Volkswagen Sirocco existente en el hemisferio occidental. Quizá había sido azul oscuro en otros tiempos; ahora era del color de la piedra pómez. La grieta en el centro del parabrisas se parecía a un rayo. La puerta del pasajero estaba hundida, y Gabriel tuvo que apelar a lo que le quedaba de sus fuerzas mermadas por el calor, para abrirla. El aire acondicionado no funcionaba, y el ruido del motor parecía el de un viejo avión de hélice.

Circularon por la ancha Avenida 9 de Julio con las ventanillas abiertas. Trozos de papel flotaban en el interior del coche. A Ramírez no pareció importarle lo más mínimo el que varias hojas salieran volando por las ventanillas. El calor iba en aumento. A Gabriel el vino le había dado dolor de cabeza. Miró a través de su ventanilla. Era una avenida muy fea. Las fachadas de los viejos edificios estaban cubiertas de carteles donde se anunciaban coches de lujo alemanes y bebidas gaseosas norteamericanas a una población cuyo dinero no tenía ningún valor. Las ramas de los árboles en las aceras estaban desnudas como consecuencia de la contaminación v el calor.

Se dirigieron hacia el río. Ramírez miró por el espejo retrovisor. Los años de ser perseguido por los matones militares y los simpatizantes nazis habían afinado sus sentidos.

– Nos sigue una muchacha en una moto.

– Sí, lo sé.

– Si lo sabía, ¿por qué no ha dicho nada?

– Porque trabaja para mí.

Ramírez miró de nuevo por el espejo retrovisor.

– He visto antes esas piernas. Es la muchacha que estaba en el café, ¿no?

Gabriel asintió. El dolor de cabeza iba en aumento.

– Es un hombre muy interesante, señor Duran, y muy afortunado. Es hermosa.

– Preocúpese sólo de conducir, Alfonso. Ella le cuidará la retaguardia.

Cinco minutos más tarde, Ramírez aparcó el coche en una calle paralela al puerto. Chiara pasó junto a ellos, luego dio la vuelta y aparcó la moto a la sombra de un árbol. Ramírez apagó el motor. El sol era implacable. Gabriel no veía la hora de salir del coche, pero el argentino quería ponerlo primero en antecedentes.

– La mayoría de los expedientes de los nazis en Argentina están guardados en este edificio. Aún están vedados a los periodistas e investigadores, a pesar de que ya se cumplió hace tiempo el período de treinta años estipulados por ley para que sean de conocimiento público. Incluso si conseguimos que nos permitan acceder a los archivos, es probable que no encontremos gran cosa. Perón ordenó que se destruyeran los expedientes más comprometedores en 1955, cuando lo derrocaron.

Al otro lado de la calle, un coche aminoró la velocidad, y el conductor miró con mucho interés a la muchacha montada en la moto. Ramírez también lo vio. Vigiló el coche por el espejo retrovisor durante unos segundos antes de proseguir con sus explicaciones.

– En 1997, el gobierno creó la comisión investigadora de las actividades nazis en Argentina. La comisión se topó con un grave problema desde el principio. Verá, en 1996, el gobierno mandó quemar todos los expedientes comprometedores que aún estaban en su posesión.

– Entonces ¿qué sentido tenía crear una comisión?

– Querían que les adjudicaran el mérito de haberlo intentado. Pero en Argentina la búsqueda de la verdad sólo puede llegar hasta un punto. Una investigación a fondo hubiese demostrado el verdadero alcance de la complicidad de Perón en la acogida de los nazis que escapaban de Europa. También hubiese revelado que muchos nazis todavía viven aquí. ¿Quién sabe? Quizá también el hombre que busca.

Gabriel señaló el edificio.

– ¿Qué es esto?

– El Hotel de los Inmigrantes, la primera parada de los millones de inmigrante s que llegaron a Argentina en los siglos xix y xx. El gobierno los albergaba aquí, hasta que encontraran un trabajo y un lugar donde vivir. Ahora es un almacén del Departamento de Inmigración.

– ¿Qué guardan?

Ramírez abrió la guantera y sacó una caja de guantes de látex y mascarillas de papel.

– No es precisamente el lugar más limpio del mundo. Espero que no le tenga miedo a las ratas.

Gabriel accionó la palanca de la portezuela y empujó la puerta con el hombro hasta abrirla. Al otro lado de la calle, Chiara apagó el motor de la moto y se preparó para la espera.

Un policía con cara de aburrido vigilaba la entrada. Una muchacha vestida de uniforme estaba sentada en la recepción, delante de un ventilador, muy entretenida en la lectura de una revista de modas. Les acercó el libro de entradas por encima del mostrador, cubierto de polvo. Ramírez firmó en el registro y añadió la hora. La empleada le entregó dos tarjetas de identificación numeradas. Gabriel era el número 165. Se la sujetó al bolsillo de la camisa y siguió a Ramírez, que ya caminaba hacia el ascensor.

– Faltan dos horas para el cierre -les avisó la muchacha, y luego reanudó la lectura.

Entraron en el ascensor. Ramírez cerró la reja y apretó el botón del último piso. El ascensor subió lentamente. En el último piso, el aire era tan caliente y había tanto polvo que costaba respirar. Ramírez se puso los guantes y la mascarilla. Gabriel siguió su ejemplo.

El espacio donde se encontraban tenía aproximadamente el largo de dos manzanas, y estaba abarrotado de estanterías metálicas que se hundían con el peso de los cajones de madera. Las gaviotas entraban y salían por las ventanas rotas. Gabriel oyó el sonido de las ratas, que se movían a sus anchas, y el maullido de un gato. El olor a moho se filtró por la mascarilla. Comparado con este lugar, el archivo subterráneo del Istituto Pontificio de Roma era un paraíso.

– ¿Qué es todo esto?

– Aquí están las cosas que a Perón ya sus sucesores espirituales en el gobierno de Menem no se les ocurrió destruir. Aquí están archivadas todas las tarjetas de inmigración rellenadas por todos los pasajeros que desembarcaron en el puerto de Buenos Aires, desde 1920 hasta casi 1980. En el piso de abajo están los manifiestos de pasajeros de todos los barcos. Mengele, Eichmann, todos dejaron aquí sus huellas digitales. Quizá también Otto Krebs.

– ¿Cómo es que hay tanto desorden?

– Lo crea o no, esto era mucho peor. Hace unos años, una valiente muchacha llamada Chela se ocupó de clasificar las fichas por años y en orden alfabético. Ahora lo llaman la Sala de Chela. Las tarjetas de inmigración correspondientes a 1963 están por allí. Sígame. -Ramírez hizo una pausa y señaló el suelo-. Tenga cuidado con las cagadas de gato.

Caminaron media manzana. Las tarjetas de inmigración de 1963 ocupaban varias docenas de estanterías metálicas. Ramírez buscó los cajones con las tarjetas de los pasajeros cuyo apellido comenzaba con «K», los bajó de los estantes y los dejó en el suelo con mucho cuidado. Encontró cuatro inmigrantes que se apellidaban Krebs. Ninguno de ellos se llamaba Otto.

– ¿Puede estar mal clasificado?

– Por supuesto.

– ¿Es posible que alguien la retirara?

– Esto es Argentina, amigo mío. Cualquier cosa es posible.