Gabriel se apoyó en una estantería, decepcionado. Ramírez guardó las tarjetas en el cajón y lo dejó en la estantería. Luego consultó su reloj.
– Disponemos de una hora y cuarenta y cinco minutos hasta que cierren. Usted busque de 1963 en adelante, yo buscaré hacia atrás. El que pierda paga las copas.
Una tormenta llegó desde el río. Gabriel vio, a través de una de las ventanas rotas, los relámpagos entre las grúas del puerto. Los nubarrones tapaban el cielo. En el recinto, la oscuridad era cada vez mayor. La lluvia comenzó como una explosión. Entró por las ventanas y empapó los archivos. Gabriel, el restaurador, se imaginó la tinta que se corría, las letras perdidas para siempre.
Encontró las tarjetas de inmigración de tres hombres llamados Krebs, uno en 1965 y dos más en 1969. Ninguno se llamaba Otto. La oscuridad hacía que la tarea fuera cada vez más lenta. Para poder leer las tarjetas tenía que llevar los cajones hasta una de las ventanas, donde aún había un poco de luz. Allí se agachaba, de espaldas a la lluvia, y pasaba las tarjetas.
La muchacha de la recepción subió para avisarles de que faltaban diez minutos. Gabriel sólo había llegado a 1972. No quería volver al día siguiente. Aceleró la búsqueda.
La tormenta cesó con la misma brusquedad con la que había comenzado. El aire era más fresco y limpio. No se oía ningún ruido, excepto el correr del agua por los canalones de desagüe. Gabriel continuó buscando: 1973, 1974, 1975, 1976. No había más pasajeros que se llamaran Krebs. Ni uno.
La muchacha apareció de nuevo, esta vez para decirles que se marcharan. Gabriel cargó con el último cajón hasta la estantería, donde Ramírez y la muchacha conversaban animadamente.
– ¿Ha encontrado algo? -preguntó Gabriel. Ramírez negó con la cabeza.
– ¿Hasta dónde llegó?
– Hasta el final. ¿Usted?
Gabriel se lo dijo y después preguntó:
– ¿Cree que valdrá la pena volver mañana?
– Probablemente no. -Apoyó una mano en el hombro de Gabriel-. Venga. Lo invito a una cerveza.
La muchacha recogió las tarjetas de identificación y bajaron todos juntos en el ascensor. Se habían dejado abiertas las ventanillas del Sirocco. Gabriel, deprimido por el fracaso, se sentó en el asiento empapado. El tremendo rugido del motor resonó por toda la calle. Chiara los siguió en la moto. Estaba calada hasta los huesos.
A dos manzanas del archivo, Ramírez buscó en el bolsillo de su camisa y sacó una tarjeta de inmigración.
– Alegre esa cara, señor Duran -dijo, y le entregó la tarjeta-. Algunas veces da resultado apelar a las tácticas ilegales, como hacen los políticos. En el edificio hay una única fotocopiadora, y la chica es la encargada de utilizarla. Hubiese hecho una copia para mí y otra para su jefe.
– Y entonces, si Otto Krebs aún está en Argentina y sigue vivo, podría recibir el aviso de que lo estamos buscando.
– Precisamente.
Gabriel sostuvo la tarjeta en alto.
– ¿Dónde estaba?
– En el cajón de 1949. Supongo que Chela se equivocó al clasificarla.
Gabriel comenzó a leer la ficha. Otto Krebs había llegado a Buenos Aires en diciembre de 1963, en un barco que había zarpado de Atenas. Ramírez le señaló un número escrito a mano que había al pie: 245276/62.
– Es el número del permiso de desembarco. Probablemente lo emitió el consulado argentino en Damasco. El «sesenta y dos» final es el año en que se expidió el permiso.
– ¿Ahora qué?
– Sabemos que llegó a Argentina. -Ramírez encogió sus poderosos hombros-. Veamos si podemos encontrarlo.
Regresaron a San Telmo por las calles lavadas por la lluvia y aparcaron delante de un edificio de apartamentos. Como la mayoría de los edificios de Buenos Aires, había sido una construcción elegante. Ahora la fachada tenía el mismo color que el coche de Ramírez y estaba manchada por la contaminación.
Subieron un tramo de una escalera en penumbra. El aire en el interior del apartamento era rancio y cálido. Ramírez cerró la puerta con llave y abrió las ventanas para que entrara aire fresco. Gabriel miró la calle y vio a Chiara, que había aparcado la moto en la acera opuesta.
Ramírez fue a la cocina y volvió con dos botellas de cerveza. Le dio una a Gabriel. El cristal ya sudaba. Gabriel se bebió la mitad. El alcohol le alivió el dolor de cabeza.
Fueron al despacho. Tenía el aspecto que Gabriel se había imaginado para alguien como Ramírez: grande, desordenado, con pilas de libros en las sillas y una gran mesa de escritorio sepultada debajo de una montaña de papeles que parecían estar esperando que alguien les prendiera fuego. Las gruesas cortinas impedían que entrara la luz y el ruido de la calle. Ramírez se puso al teléfono mientras Gabriel se acababa la cerveza.
Ramírez tardó una hora en dar con la primera pista. En 1964, Otto Krebs había comunicado su domicilio a la Policía Federal de Bariloche. Cuarenta y cinco minutos más tarde, otra pieza del rompecabezas. En 1972, cuando solicitó un pasaporte argentino, Krebs había escrito una dirección en Puerto Blest, una ciudad cercana a Bariloche. Sólo necesitaron quince minutos más para la siguiente información. En 1982 habían cancelado el pasaporte.
– ¿Por qué? -preguntó Gabriel.
– Por fallecimiento del titular.
El argentino desplegó un mapa de carreteras sobre la mesa y, entrecerrando los ojos para ver a través de los cristales manchados, buscó la ciudad para señalársela a Gabriel.
– Aquí está. San Carlos de Bariloche, o Bariloche a secas, al pie de la cordillera de los Andes y en la zona de los lagos. La fundaron inmigrantes suizos y alemanes en el siglo xix. Todavía se la conoce como la Suiza argentina. Ahora es la ciudad favorita de los esquiadores, pero para los nazis y sus compañeros de viaje era algo así como el Valhalla. A Mengele le encantaba Bariloche.
– ¿Cómo llego allí?
– La manera más rápida es en avión. Hay un aeropuerto y vuelos diarios desde Buenos Aires. -Hizo una pausa, y luego añadió-: Es un viaje muy largo para ver una tumba.
– Quiero verla con mis propios ojos.
– Alójese en el hotel Edelweiss.
– ¿El Edelweiss?
– Es un enclave alemán -respondió el periodista-. Le costará creer que está en Argentina.
– ¿Por qué no me acompaña?
– Mucho me temo que seré un estorbo. Soy persona non grata en algunos sectores de la comunidad de Bariloche. He pasado demasiado tiempo curioseando por allí. Están hartos de ver mi cara. -En el rostro del periodista apareció una expresión grave-. Usted también tendrá que ir con mucho cuidado, señor Duran. Bariloche no es el lugar para hacer preguntas a cualquiera. No les gusta que un desconocido pregunte por algunos de los residentes. Además, ha de saber que ha venido a Argentina en un momento de tensión.
Ramírez buscó entre la montaña de papeles hasta dar con lo que necesitaba, un ejemplar de hacía dos meses de la edición internacional de Newsweek. Se lo dio a Gabriel.
– Mi artículo está en la página treinta y seis -dijo, y se fue a la cocina a buscar otras dos cervezas.
– El primero al que mataron fue un hombre llamado Enrique Calderón. Lo encontraron en el dormitorio de su casa, en el barrio de Palermo Chico, en Buenos Aires. Cuatro disparos en la cabeza, el trabajo de un profesional.
Gabriel, que era incapaz de enterarse de un asesinato sin imaginarse el acto, miró a Ramírez.
– ¿Quién era el segundo?
– Gustavo Estrada. Lo mataron dos semanas más tarde, cuando estaba en un viaje de negocios en Ciudad de México. Encontraron el cadáver en la habitación del hotel, después de no haberse presentado a un desayuno de trabajo. Cuatro disparos en la cabeza. Una buena historia, ¿no? Dos importantes hombres de negocios asesinados de la misma manera en un plazo de dos semanas. Es una de esas historias que les encantan a los argentinos. Durante unos días, todos se olvidan que se han quedado sin los ahorros de toda la vida y que su dinero no vale nada.