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– ¿Los asesinatos están relacionados?

– Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero creo que sí. Enrique Calderón y Gustavo Estrada sólo eran conocidos, pero sus padres se conocían bien. Alejandro Calderón fue uno de los principales asesores de Juan Perón, y Martín Estrada era el jefe de la Policía Federal en los años posteriores a la guerra.

– En ese caso, ¿por qué mataron a los hijos?

– La verdad es que no tengo la más mínima idea. Ni siquiera tengo una teoría que pueda tener sentido. Pero hay una cosa que sí sé: las acusaciones están a la orden del día entre la vieja comunidad germana. Los nervios están a flor de piel. -Ramírez se bebió media botella de cerveza de un trago-. Se lo repito: tendrá que ir con mucho cuidado en Bariloche, señor Duran.

Conversaron un poco más, con el ruido de fondo de los coches en la calle, mientras anochecía. A Gabriel no le gustaban la mayoría de las personas que conocía en su trabajo, pero Alfonso Ramírez era una excepción. Lamentaba haber tenido que engañarlo.

Hablaron de Bariloche, de Argentina y del pasado. Cuando Ramírez quiso saber cuáles eran los crímenes de Erich Radek, Gabriel le contó todo lo que sabía. Esto motivó un largo silencio en el argentino, como si le doliera que hombres como Radek hubiesen encontrado refugio en la tierra que tanto amaba.

Quedaron de acuerdo en reunirse cuando Gabriel regresara de Bariloche y luego se despidieron en el pasillo mal iluminado. En el exterior, el barrio de San Telmo comenzaba a animarse con el fresco de la noche. Gabriel caminó por la muy concurrida acera, hasta que una muchacha en una motocicleta roja frenó a su altura y palmeó el sillín.

25

BUENOS AIRES-ROMA-VIENA

La consola del sofisticado equipo electrónico era de fabricación alemana. Los micrófonos y los transmisores ocultos en el apartamento del objetivo eran de la máxima calidad: diseñados y construidos por la inteligencia de la ex República Federal en los momentos más tensos de la guerra fría para vigilar las actividades de sus adversarios del este. El operador del equipo era argentino, aunque sus antepasados venían de un pueblo austriaco de Braunau am Inn. El hecho de que fuera el mismo pueblo donde había nacido Adolf Hitler le daba cierto prestigio entre sus camaradas. Cuando el judío se detuvo en la entrada del edificio de apartamentos, el hombre encargado de la vigilancia le tomó una fotografía con su cámara equipada con un teleobjetivo. Un momento más tarde, cuando la muchacha de la motocicleta se marchó, también capturó su imagen, aunque no servía de mucho, dado que el rostro estaba oculto por el casco. Dedicó un par de minutos a escuchar de nuevo la conversación mantenida en el apartamento del objetivo; luego, satisfecho, cogió el teléfono. Marcó un número de Viena. El sonido del alemán, hablado con acento vienés, fue como música para sus oídos.

En el Istituto Pontificio Santa Maria dell’Anima en Roma, un novicio caminó presuroso por el pasillo del segundo piso, donde estaban los dormitorios, y se detuvo al llegar a la puerta de la habitación ocupada por el visitante de Viena. Vaciló antes de llamar y luego esperó a que lo autorizara a entrar. Un rayo de luz caía sobre la fornida figura acostada en el catre. Sus ojos brillaban en la oscuridad como charcos de aceite.

– Tiene una llamada -dijo el muchacho sin mirarlo. Todos en el seminario estaban enterados del incidente ocurrido la noche pasada-. Puede atenderla en el despacho del rector.

El hombre se sentó en la cama y apoyó los pies en el suelo con un único movimiento. Los gruesos músculos de los hombros y la espalda se movían como serpientes debajo de su blanca piel. Se tocó por un segundo el vendaje en el hombro antes de ponerse un jersey de cuello alto.

El novicio acompañó al huésped escalera abajo y después cruzaron un pequeño patio interior. El despacho del rector estaba vacío. La única luz la daba la lámpara de mesa. Sobre la carpeta del escritorio descansaba el teléfono descolgado. El visitante lo recogió. El muchacho abandonó la habitación.

– Lo hemos localizado.

– ¿Dónde?

El hombre de Viena se lo dijo.

– Saldrá para Bariloche por la mañana. Usted lo estará esperando cuando llegue.

El Relojero consultó su reloj y calculó la diferencia horaria.

– ¿Cómo es posible?

– Hay un avión que despegará en unos minutos.

– ¿De qué habla?

– ¿Cuánto tardará en llegar al aeropuerto de Fiumicino?

Los manifestantes esperaban delante del hotel Imperial cuando llegó la caravana de tres coches para un mitin de los fieles del partido. Peter Metzler, sentado en el asiento trasero de la limusina Mercedes, miró a través de la ventanilla. Lo habían avisado, pero había esperado encontrarse con el mismo grupo de descontentos habituales, y no con una multitud con pancartas y megáfonos. Era inevitable: la proximidad de las elecciones; las encuestas cada vez más favorables al candidato. La izquierda austriaca vivía momentos de pánico, lo mismo que sus partidarios en Nueva York y Jerusalén.

Dieter Graff, sentado en el sillín delante de Metzler, parecía asustado, y con razón. Durante veinte años había trabajado para transformar el Frente Nacional Austriaco, que era una moribunda alianza de antiguos oficiales de las SS y soñadores neofascistas, en una moderna fuerza política conservadora. Casi en solitario había reorientado la ideología del partido y limpiado su imagen pública. Su muy bien estructurado discurso político había atraído a los votantes austriacos desencantados de la flemática alternancia en el poder del Partido del Pueblo y los socialdemócratas. Ahora, con Metzler como su candidato, estaba a las puertas de conseguir el cargo más alto de la política austriaca: la cancillería. Lo que menos le interesaba a Graff en ese momento, a tres semanas de las elecciones, era un enfrentamiento con una multitud de judíos y de idiotas de izquierda.

– Sé lo que estás pensando, Dieter -dijo Metzler-. Piensas que debemos actuar con precaución, que debemos evitar esa chusma y entrar por la puerta trasera.

– No niego que lo he considerado. Llevamos una ventaja de tres puntos y se mantiene. Preferiría no perder un par de puntos por culpa de una desagradable escena en la puerta del Imperial cuando se podría evitar sin problemas.

– ¿Entrando por la puerta de atrás?

Graff asintió. Metzler le señaló las cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa.

– ¿Sabes cuál sería el titular de primera plana en Die Presse de mañana? «¡Metzler huye de los manifestantes de Viena!» Dirán que soy un cobarde, Dieter, y no lo soy.

– Nadie te ha acusado nunca de cobardía, Peter. Sólo es una maniobra táctica.

– Hemos usado la puerta trasera en demasiadas ocasiones.

– Metzler se ajustó el nudo de la corbata y se arregló el cuello de la camisa-. Además, los cancilleres no usan la puerta trasera. Entraremos por la puerta principal, con las cabezas bien altas y sacando pecho, o no entraremos.

– Te has convertido en todo un orador, Peter.

– Tengo un buen maestro. -Metzler sonrió al tiempo que apoyaba una mano en el hombro de Graff-. Pero me temo que una campaña tan larga haya comenzado a hacer mella en tu intuición.

– ¿Por qué lo dices?

– Mira a esos gamberros. La mayoría ni siquiera son austriacos. La mitad de las pancartas están en inglés y no en alemán. Es evidente que esta manifestación ha sido organizada por provocadores extranjeros. Si tengo la buena fortuna de enfrentarme a esa gente, mañana nuestra ventaja será de cinco puntos.

– No lo había considerado de esa manera.

– Di a los de seguridad que se lo tomen con calma. Es importante que los manifestantes aparezcan como camisas pardas, no nosotros.