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Peter Metzler abrió la puerta y bajó de la limusina. La multitud estalló en un rugido y comenzó a agitar las pancartas.

– ¡Cerdo nazi!

– Reichsführer Metzler!

El candidato caminó hacia el hotel completamente ajeno a la protesta. Una muchacha, armada con un trapo empapado en pintura roja, consiguió pasar el cordón de seguridad. Lo lanzó contra Metzler, quien lo esquivó con tanta habilidad que prácticamente no cambió de paso. El trapo dio de lleno en un agente de la Staatspolizei, para gran alegría de los manifestantes. La muchacha que lo había arrojado fue capturada por dos agentes, que se la llevaron detenida.

Metzler, imperturbable, entró en el vestíbulo del hotel y se dirigió a la sala de fiestas, donde mil partidarios lo esperaban desde hacía tres años. Se detuvo un momento en la entrada para prepararse, y después entró en medio de una estruendos a ovación. Graff se apartó discretamente y miró cómo su candidato se movía entre la muchedumbre, que lo adoraba. Los hombres forcejeaban para estrecharle la mano o darle una palmada en la espalda. Las mujeres lo besaban en las mejillas. Metzler había conseguido que ser conservador resultara sexy.

Tardó cinco minutos en hacer el recorrido hasta la cabecera de la sala. En el momento en que Metzler subió al escenario, una hermosa muchacha vestida con el traje típico le entregó una enorme jarra de cerveza. Metzler la levantó por encima de la cabeza y la multitud gritó entusiasmada. Bebió un trago -no un sorbo para la foto, sino un buen trago austriaco- y luego se acercó al micrófono.

– Quiero agradecerles a todos el que hayan venido aquí esta noche. También quiero agradecerles a nuestros queridos amigos y simpatizantes el caluroso recibimiento fuera del hotel. -Resonaron las carcajadas-. Lo que esas personas no parecen entender es que Austria es de los austriacos y nosotros escogeremos nuestro propio futuro basándonos en la moral austriaca y las normas de la decencia austriacas. Los extranjeros y los críticos del exterior no tienen nada que opinar sobre los asuntos internos de esta bendita tierra nuestra. ¡Nosotros forjaremos nuestro propio futuro, un futuro austriaco, y ese futuro comenzará dentro de tres semanas!

Fue la locura.

26

BARILOCHE, ARGENTINA

La recepcionista del Bariloche Tageblatt miró a Gabriel con algo más que un pasajero interés cuando lo vio entrar y acercarse a su mostrador. Llevaba el pelo oscuro muy corto y los ojos azules resaltaban en su atractivo rostro bronceado.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó en alemán, como correspondía a alguien que trabajaba en un periódico que se publicaba en esa lengua.

Gabriel respondió en alemán, aunque simuló no hablarlo con la misma fluidez que la muchacha. Dijo que había venido a Bariloche para hacer una investigación genealógica. Afirmó que buscaba a una persona que podía ser hermano de su madre, un hombre llamado Otto Krebs. Tenía motivos para creer que Herr Krebs había muerto en Bariloche en octubre de 1982. ¿Era posible que se le permitiera acceder a los archivos del periódico para buscar la noticia de la muerte o la necrológica?

La recepcionista lo obsequió con una sonrisa que dejó a la vista su perfecta dentadura, luego cogió el teléfono y marcó el número de una extensión. La petición de Gabriel fue comunicada a un superior. La mujer escuchó en silencio durante unos segundos, después colgó el teléfono y se levantó.

– Acompáñeme.

Atravesaron una pequeña sala de redacción; los tacones de la muchacha resonaban en el suelo de linóleo. Una media docena de empleados en mangas de camisa, que parecían estar disfrutando de una pausa en el trabajo, tomaban café y fumaban. Ninguno pareció fijarse en el visitante. La puerta del archivo estaba abierta. La recepcionista encendió las luces.

– Desde que trabajamos con ordenadores, todos los artículos se archivan automáticamente en una base de datos. Pero comenzamos en 1998, así que cualquier cosa más antigua hay que buscarla en los ejemplares. ¿En qué fecha dijo que murió el hombre?

– Creo que fue en 1982.

– Está de suerte. Hay un registro de todas las necrológicas; a mano por supuesto, a la antigua.

Se acercó a una de las mesas y levantó la tapa de un grueso volumen encuadernado en cuero. Los renglones estaban escritos con letra muy pequeña.

– ¿Qué nombre me dijo?

– Otto Krebs.

– Krebs, Otto -repitió la recepcionista. Buscó rápidamente la sección correspondiente-. Krebs, Otto… Ah, aquí está. Según esto, murió en noviembre de 1983. ¿Todavía le interesa ver la necrológica?

Gabriel asintió. La muchacha anotó el número de referencia y se acercó a una pila de cajas de cartón. Pasó el índice a lo largo de las etiquetas y se detuvo cuando encontró la que buscaba. Le pidió a Gabriel que apartara las cajas que estaban encima. Levantó la tapa y salió un olor a polvo y papel mohoso. Los recortes estaban guardados en carpetas de plástico. La necrológica de Otto Krebs estaba rota. La recepcionista se encargó de repararla con un trozo de celo y se la entregó a Gabriel.

– ¿Es éste el hombre que busca?

– No lo sé -respondió Gabriel sinceramente.

La joven cogió de nuevo el recorte y lo leyó rápidamente.

– Aquí dice que era hijo único. -Miró a Gabriel-. Eso no significa gran cosa. Muchos de ellos tuvieron que borrar sus antecedentes para proteger a sus familias, que aún estaban en Europa. Mi abuelo tuvo suerte. Al menos consiguió mantener su nombre. -Miró a Gabriel directamente a los ojos-. Era croata. -Había un aire de complicidad en su tono-. Después de la guerra, los comunistas querían juzgarlo y ahorcarlo. Afortunadamente, Perón permitió que viniera aquí.

Se llevó el recorte a la fotocopiadora. Hizo tres copias. A continuación guardó el original en la carpeta y la carpeta en la caja. Le entregó las copias a Gabriel, que las leyó mientras salían de la habitación.

– Según la necrológica, lo enterraron en el cementerio católico de Puerto Blest.

– Así es. Está al otro lado del lago, a pocos kilómetros de la frontera chilena. Administraba una estancia. Eso también aparece en la necrológica.

– ¿Cómo puedo llegar hasta allí?

– Siga la carretera que sale de Bariloche hacia el oeste. Encontrará un desvío. Espero que tenga un buen coche. El camino bordea el lago y después sigue hacia el norte. Lo llevará directamente a Puerto Blest. Si se marcha ahora, llegará antes del anochecer.

Se dieron la mano en el vestíbulo. La muchacha le deseó suerte.

– Espero que sea el hombre que busca, aunque quizá no lo sea. Supongo que en estos casos nunca se sabe.

En cuanto Gabriel salió del edificio, la recepcionista cogió el teléfono y marcó un número.

– Acaba de marcharse.

– ¿Cómo ha ido?

– He hecho lo que usted me dijo. Me he mostrado muy amable. Le he enseñado lo que quería ver.

– ¿Qué era?

La muchacha se lo dijo.

– ¿Cómo ha reaccionado?

– Me ha preguntado cómo se llegaba a Puerto Blest.

Se cortó la comunicación. La recepcionista colgó el teléfono lentamente. De pronto sintió una sensación de vacío en el estómago. No tenía ninguna duda de lo que le esperaba al hombre en Puerto Blest. Era el mismo destino de todos los otros que habían venido a ese rincón en el norte de la Patagonia buscando a hombres que no querían que los encontraran. No sintió ninguna pena; al contrario, consideró que era un tonto. ¿De verdad había creído que podía engañar a alguien con aquella estúpida historia de una investigación genealógica? ¿Quién se creía que era? Él era el único culpable. Claro que siempre era así con los judíos. No hacían otra cosa que buscarse problemas.

En aquel momento se abrió la puerta principal y entró una mujer con un vestido veraniego. La recepcionista sonrió.