– ¿En qué puedo ayudarla?
Caminaron de regreso al hotel bajo un sol abrasador. Gabriel le tradujo la necrológica a Chiara.
– Dice que nació en Austria en 1913, que fue agente de policía, y que se alistó en la Wehrmacht en 1938. Tomó parte en las campañas contra Polonia y la Unión Soviética. También dice que ganó dos medallas al valor. Una se la entregó el Führer en persona. Supongo que eso le hizo ganar méritos en Bariloche.
– ¿Qué hizo después de la guerra?
– No hay ninguna mención hasta después de su llegada a Argentina en 1963. Trabajó durante dos años en un hotel de Bariloche, luego entró a trabajar en una estancia cerca de Puerto Blest. En 1972 le compró la finca a sus patronos y la administró hasta su muerte.
– ¿Algún familiar en la zona?
– Según esto, nunca se casó y no tenía familia.
Llegaron al hotel Edelweiss. Era un chalet de estilo suizo con el techo de pizarra, ubicado a dos calles de la orilla del lago, en la avenida San Martín. Gabriel había alquilado un coche en el aeropuerto aquella misma mañana: un Toyota todoterreno. Le pidió al encargado del garaje que se lo trajera y luego entró en el vestíbulo para hacerse con un mapa de carreteras de la región. Puerto Blest estaba exactamente donde la mujer del periódico le había dicho, en el lado opuesto del lago, cerca de la frontera chilena.
Emprendieron el viaje. Encontraron el desvío y siguieron la orilla del lago. La carretera empeoraba por momentos cuanto más se alejaban de Bariloche. La mayor parte del tiempo, el agua quedaba oculta por el bosque. Entonces, al pasar por una curva o cuando los árboles estaban un poco más separados, el lago aparecía súbitamente ante ellos, como un relámpago azul, y al segundo desaparecía de nuevo detrás del telón de árboles.
Pasaron el extremo sur del lago y redujeron la marcha durante un par de minutos para observar una bandada de cóndores gigantes que volaban en círculos alrededor de la cumbre del cerro López. Después siguieron por un camino de tierra que cruzaba una meseta donde unos arbustos gris verdoso eran la vegetación dominante. También había bosquecillos de arrayanes. En los prados, los rebaños de ovejas patagónicas se alimentaban con la hierba del verano. A lo lejos, hacia la frontera chilena, se veían los rayos del sol sobre los picos de los Andes.
Cuando llegaron a Puerto Blest se había ocultado el sol y el pueblo estaba en sombras. Gabriel entró en un café para preguntar cuál era el camino para llegar al cementerio. El encargado, un hombre bajo y de expresión risueña, lo acompañó a la calle y, con muchos gestos y señales, le indicó el camino.
En el interior del café, en una mesa cercana a la puerta, el Relojero tomaba una cerveza y observaba la conversación que tenía lugar en la calle. Reconoció al hombre delgado con el pelo negro y las sienes canosas. En el asiento del acompañante del Toyota había una mujer de pelo largo oscuro. ¿Era posible que fuera la misma que le había metido una bala en el hombro en Roma? Era algo que no tenía importancia. En cualquier caso, no tardaría en estar muerta.
El israelí se sentó al volante y arrancó. El encargado entró en el local.
– ¿Adónde van esos dos? -preguntó el Relojero en alemán.
El encargado le respondió en el mismo idioma.
El Relojero se acabó la cerveza y dejó el dinero de la consumición en la mesa. Incluso el más mínimo movimiento, como sacar el dinero del bolsillo, le provocaba un dolor intenso en el hombro. Abandonó el local, permaneció un segundo delante de la puerta para disfrutar del aire fresco y luego caminó lentamente hacia la iglesia.
La iglesia de Nuestra Señora de las Montañas se levantaba en el extremo oeste del pueblo. Era un pequeño edificio colonial pintado de blanco con el campanario a la izquierda del pórtico. Delante de la iglesia había un patio de piedra con dos enormes plátanos que daban sombra. Estaba rodeado por una verja de hierro. Gabriel caminó hacia la parte trasera del edificio. El cementerio seguía la pendiente de la ladera, hacia un bosque de pinos. Un millar de lápidas y monumentos funerarios asomaban entre la hierba, muy alta, como un ejército en retirada. Gabriel contempló el panorama con los brazos en jarras, deprimido ante la perspectiva de tener que recorrer todo el cementerio en la penumbra hasta dar con una lápida con el nombre de Otto Krebs.
Volvió al frente de la iglesia. Chiara lo esperaba en las sombras del patio. Gabriel abrió la pesada puerta de roble del templo. Chiara lo siguió al interior. El aire fresco le acarició el rostro y olió una fragancia que no olía desde que se había marchado de Venecia: la mezcla de cera de los cirios, el incienso, la cera de madera, y moho, el olor inconfundible de una iglesia católica. Cuán distinto era este templo de la iglesia de San Galvano Crisóstomo, en Cannaregio. No había un altar dorado, columnas de mármol, altísimos ábsides o soberbios retablos. Un severo crucifijo de madera colgaba sobre un altar sin adornos, y una hilera de velas ardía delante de una imagen de la Virgen. Las vidrieras, a un lado de la nave, habían perdido su color con el ocaso.
Gabriel avanzó con paso vacilante por el pasillo central. Vio una figura vestida de negro que salía de la sacristía y pasaba por delante del altar. El sacerdote se detuvo delante del crucifijo, se santiguó y luego se volvió para mirar a Gabriel. Era un hombre pequeño y delgado, vestido con pantalón.Y camisa de manga corta, negra, y un alzacuellos. Llevaba el pelo canoso bien cortado, su rostro moreno era apuesto y tenía las mejillas enrojecidas por el sol. No pareció sorprenderse por la presencia de dos extraños en su iglesia. Gabriel se le acercó lentamente. El sacerdote le tendió la mano y se presentó como el padre Rubén Morales.
– Me llamo René Duran -dijo Gabriel-. Soy de Montreal.
El sacerdote asintió, como si estuviese habituado a recibir a visitantes del extranjero.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Duran?
Gabriel le recitó la misma explicación que le había dado a la mujer del Bariloche Tageblatt por la mañana: que había venido a la Patagonia en busca de una persona que podía ser el hermano de su madre, un hombre llamado Otto Krebs. Mientras Gabriel hablaba, el sacerdote entrelazó las manos y lo observó con una mirada amable. No tenía nada que ver con monseñor Donati, el burócrata vaticano, o el obispo Drexler, el hostil rector del Anima. A Gabriel le supo mal engañado.
– Conocí muy bien a Otto Krebs -comentó el padre Morales- y lamento decide que no puede ser de ninguna manera el hombre que busca. Verá, el señor Krebs no tenía hermanos. No tenía familia. Cuando consiguió labrarse una posición que le permitiera mantener a una esposa e hijos, ya no… -La voz del padre se apagó-. No sé muy bien cómo decirlo. Había dejado de ser un buen partido. Los años habían dejado su huella.
– ¿Alguna vez habló con usted de su familia? -Gabriel hizo una pausa, y después añadió-: ¿O de la guerra?
El sacerdote enarcó las cejas.
– Fui su confesor y amigo, señor Duran. Hablamos de muchísimas cosas a lo largo de los años. El señor Krebs, como muchos hombres de su época, fueron testigos de actos terribles de destrucción y muerte. Él mismo había cometido actos de los que se sentía profundamente avergonzado y deseaba la absolución.
– ¿Usted se la dio?
– Le di la paz de espíritu, señor Duran. Escuché sus confesiones, le impuse penitencia. Dentro de los límites de la fe católica, preparé su alma para reunirse con Dios. Pero ¿yo, un simple párroco de una iglesia rural, poseo de verdad el poder para absolver esos pecados? No estoy muy seguro…
– ¿Puedo preguntarle por algunas de las cosas de las que hablaron? -se arriesgó a preguntar Gabriel, a sabiendas de que planteaba una cuestión difícil, y la respuesta fue la que ya se esperaba.
– Muchas de mis conversaciones con el señor Krebs están bajo el secreto de confesión. Las demás entran en el campo de la amistad. No me parece correcto hablarle ahora de la naturaleza de aquellas conversaciones.