– Pero si lleva muerto veinte años.
– Incluso los muertos tienen derecho a su intimidad.
Gabriel escuchó la voz de su madre, la primera línea de su testimonio: «No hablaré de todas las cosas que vi. No puedo. Se lo debo a los muertos.»
– Podría ayudarme a saber si ese hombre era mi tío.
El padre Morales le dedicó una sonrisa encantadora.
– Soy un sencillo cura rural, señor Duran, pero no soy tonto. También conozco muy bien a mis feligreses. ¿De verdad cree que es la primera persona que viene aquí con la excusa de estar buscando a un pariente? Estoy absolutamente seguro de que Otto Krebs no puede ser su tío. Y dudo que sea usted de verdad René Duran de Montreal. Ahora, si me perdona…
Se volvió dispuesto a marcharse. Gabriel le tocó el brazo.
– ¿Puedo pedirle que al menos me muestre su tumba?
El sacerdote exhaló un suspiro y miró los vitrales. Ahora eran negros.
– Ya es de noche. Ahora vuelvo.
Pasó por delante del altar y desapareció en la sacristía.
Reapareció al cabo de un momento vestido con una cazadora marrón y provisto con una linterna de gran tamaño. Los hizo salir por una puerta lateral y caminaron por un sendero entre la iglesia y la rectoría. Al final del sendero había una puerta con un dosel. El padre Morales la abrió, encendió la linterna y entró primero en el cementerio. Gabriel caminó a la par que el sacerdote por el angosto sendero bordeado de hierbajos. Chiara se mantenía un paso más atrás.
– ¿Celebró usted el funeral, padre Morales?
– Sí, por supuesto. Tuve que ocuparme del funeral y del entierro. No había nadie más para hacerlo.
Un gato apareció por detrás de una de las lápidas y se detuvo delante de ellos, en mitad del sendero, y sus ojos brillaron como dos faros amarillos al reflejar la luz de la linterna. El padre Morales lo espantó con un chistido y el gato desapareció entre los hierbajos.
Se acercaron al bosquecillo que había al pie del cementerio. El sacerdote se desvió a la izquierda y avanzaron por una zona donde la hierba les llegaba a las rodillas. Allí el sendero era tan angosto que sólo podían caminar en fila india. Chiara se cogió de la mano de Gabriel.
El padre Morales se detuvo casi al final de una hilera de lápidas y alumbró con la linterna en un ángulo de 45 grados. El rayo iluminó una sencilla lápida donde aparecía el nombre de Otto Krebs. El año de nacimiento era 1913 y el de fallecimiento era 1983. Encima del nombre, debajo de un cristal ovalado sucio de polvo, había una foto.
Gabriel se puso en cuclillas, quitó el polvo del cristal, que estaba rayado, y observó la foto con mucha atención. Evidentemente había sido tomada unos cuantos años antes de su muerte, porque el rostro correspondía a un hombre de mediana edad, quizá de unos cincuenta años. Gabriel se convenció de una cosa. No era el rostro de Erich Radek.
– Creo no equivocarme si digo que no es su tío, señor Duran.
– ¿Está usted seguro de que ésta es su fotografía?
– Sí, por supuesto. Yo mismo la encontré en una caja de seguridad donde había algunos objetos de su pertenencia.
– Supongo que no me permitirá verlas, ¿verdad?
– Ya no las tengo en mi poder. Y si las tuviese…
El padre Morales no acabó la frase y le dio la linterna a Gabriel.
– Ahora los dejaré solos. Conozco el camino. No necesito la linterna. Le ruego, si es tan amable, que la deje en la puerta de la rectoría cuando se marche. Ha sido un placer conocerlo, señor Duran.
Sin decir nada más, dio media vuelta y se alejó. Gabriel miró a Chiara.
– Tendría que ser la fotografía de Radek. Radek fue a Roma y consiguió un pasaporte de la Cruz Roja a nombre de Otto Krebs. Krebs viajó a Damasco en 1948, luego emigró a Argentina en 1963 y después se inscribió como residente en esta ciudad. Éste tendría que ser Radek.
– ¿Qué crees que pasó?
– Algún otro fue a Roma y se hizo pasar por Radek. -Gabriel señaló la foto en la lápida-. Fue este hombre. Éste es el austriaco que fue al Istituto Pontificio a pedir la ayuda del obispo Hudal. Radek estaba en alguna otra parte, probablemente todavía en Europa. ¿Por qué otra razón se tomaría tantas molestias? Quería que todos creyeran que se había marchado hacía tiempo. Incluso en el caso de que alguien quisiera buscado, seguiría el rastro de Roma a Damasco y luego a Argentina, donde acabaría encontrando al hombre equivocado: Otto Krebs, alguien que consiguió ahorrar el dinero suficiente para comprar unas cuantas hectáreas junto a la frontera chilena.
– Todavía tienes un grave problema -señaló Chiara-. No puedes demostrar que Ludwig Vogel es en realidad Erich Radek.
– No vayas tan de prisa -replicó Gabriel-. Hacer que desaparezca un hombre no es tan sencillo. Radek tuvo que necesitar ayuda. Alguien más tiene que saber algo de este embrollo.
– Sí, ¿pero todavía vive?
Gabriel se levantó. Miró en dirección a la iglesia. La silueta del campanario se recortaba contra el cielo. Entonces vio una figura que avanzaba hacia ellos, entre las lápidas. Por un momento creyó que era el padre Morales; luego, cuando la figura se acercó un poco más, vio que era otro hombre. El sacerdote era pequeño y delgado. Este hombre era fornido y avanzaba colina abajo con la agilidad propia de alguien en muy buen estado físico.
Gabriel levantó la linterna y lo alumbró. Alcanzó a verle el rostro por un momento antes de que el hombre levantara una manaza para protegerse de la luz: calvo, con gafas, gruesas cejas canosas.
Gabriel oyó un sonido a su espalda. Se volvió para alumbrar hacia el bosque. Dos hombres con ropas oscuras acababan de salir de entre los árboles a toda carrera. Iban armados con metralletas.
Gabriel iluminó de nuevo al hombre que continuaba bajando por el sendero entre las lápidas y vio que sacaba una arma de debajo de la chaqueta. Entonces, el pistolero se detuvo de repente. No miraba a Gabriel y Chiara sino a los dos hombres que avanzaban desde el bosquecillo. Sólo permaneció inmóvil un segundo; luego guardó el arma, se volvió y echó a correr hacia la iglesia.
Cuando Gabriel se volvió de nuevo, los dos hombres armados estaban a un par de metros y seguían corriendo. El primero chocó contra Gabriel y lo hizo caer sobre la tierra apisonada del cementerio. Chiara consiguió protegerse el rostro cuando el segundo pistolero la derribó. Una mano enguantada tapó la boca de Gabriel y un instante después sintió el calor del aliento del atacante en la oreja.
– Tranquilo, Allon, está entre amigos. -Hablaba inglés con acento norteamericano-. No nos ponga las cosas difíciles.
Gabriel apartó la mano que lo amordazaba y miró a su atacante.
– ¿Quiénes sois?
– Tus ángeles de la guarda. Ese hombre era un asesino profesional y venía dispuesto a mataras a los dos.
– ¿Qué vais a hacer con nosotros?
Los pistoleros ayudaron a Gabriel y Chiara a levantarse, y se los llevaron hacia el bosquecillo.
TERCERA PARTE. El río de cenizas
27
El bosque descendía bruscamente desde el cementerio hasta el fondo de una cañada. Bajaron por la empinada pendiente a paso lento para no tropezar con las ramas caídas. No había luna y la oscuridad era absoluta. Caminaban en fila india, con un norteamericano en cabeza, seguido por Gabriel y Chiara, y el otro norteamericano en la retaguardia. Los hombres llevaban gafas de visión nocturna. Al ver cómo se movían, Gabriel llegó a la conclusión de que eran soldados de élite.
Llegaron a un pequeño campamento muy bien camuflado: tienda de campaña negra, sacos de dormir negros, ningún rastro de una hoguera o de una cocina. Gabriel se preguntó cuánto tiempo habían estado allí, dedicados a vigilar el cementerio. No podía ser mucho a juzgar por la barba. Cuarenta y ocho horas, quizá menos.