Выбрать главу

Los norteamericanos comenzaron a desmontar el campamento. Gabriel intentó por segunda vez averiguar quiénes eran y para quién trabajaban. El silencio y unas sonrisas cansadas fueron la única respuesta.

Sólo tardaron unos minutos en recogerlo todo y borrar hasta el último rastro de su presencia. Gabriel se ofreció a cargar una de las mochilas. Los norteamericanos rehusaron la oferta.

Reemprendieron la marcha. Diez minutos más tarde estaban en un cauce rocoso, en el fondo de la cañada. Allí había un vehículo, escondido debajo de una lona de camuflaje y ramas de pino. Era un viejo Rover con la rueda de recambio en el capó y bidones de gasolina detrás.

Los norteamericanos les indicaron dónde sentarse. Chiara delante, Gabriel atrás, con una arma apuntada a su estómago por si acaso de pronto perdía la fe en las intenciones de sus salvadores. Avanzaron por el lecho del arroyo, con el agua apenas por debajo de los ejes, durante unos pocos kilómetros antes de abandonarlo para tomar por una pista que acabó por llevarlos a la carretera de Puerto Blest. El conductor giró a la derecha, hacia los Andes.

– Vas camino a Chile -le advirtió Gabriel.

El norteamericano se echó a reír.

Llegaron a la frontera al cabo de diez minutos, donde un único guardia tiritaba en la garita de ladrillos. El Rover cruzó la frontera sin aminorar la marcha y siguió cuesta abajo, en dirección al Pacífico.

En el extremo norte del golfo de Ancud está Puerto Montt, una ciudad de vacaciones con un puerto donde atracan los cruceros. En las afueras de la ciudad hay un aeropuerto con una pista de una longitud suficiente para que lo utilicen aparatos como el Gulfstream G500 que esperaba con los motores en marcha cuando llegó el Rover. Un norteamericano canoso los esperaba al pie de la escalerilla. Se presentó sin mucha convicción como el «señor Alexander» y después invitó a Gabriel y Chiara a subir a bordo. Gabriel, antes de sentarse en una de las cómodas butacas de cuero, preguntó cuál era el punto de destino.

– Regresamos a casa, señor Allon. Le sugiero que usted y su amiga aprovechen para descansar. Es un vuelo muy largo.

El Relojero marcó un número de Viena en el teléfono de su habitación, en un hotel de Bariloche.

– ¿Están muertos?

– Me temo que no.

– ¿ Qué ha pasado?

– Le seré absolutamente sincero -respondió el Relojero-. No tengo ni puñetera idea.

28

THE PLAINS, VIRGINIA

La casa franca está en un rincón de Virginia dedicado a la cría equina y donde la riqueza y los privilegios cohabitan con la dura realidad de la vida rural sureña. Se llega allí por una sinuosa y ondulada carretera bordeada por graneros ruinosos y casuchas con coches averiados a la entrada. Hay una verja con un cartel donde se avisa que es una finca privada, pero omite el hecho de que, técnicamente, es propiedad gubernamental. El camino es de gravilla y tiene un kilómetro y medio de largo. A la derecha hay un bosque frondoso; a la izquierda un prado cerrado con una cerca de madera. La cerca provocó la indignación de los carpinteros de la zona cuando el «propietario» encargó su construcción a una empresa de fuera. Dos caballos bayos campan en el prado. Según comentan los graciosos de la agencia, los someten todos los años, como a los demás empleados, a la prueba del polígrafo para asegurarse de que no se han pasado al otro lado, aunque no está claro a qué lado podría ser.

La casa de estilo colonial se alza en una loma y está rodeada de altos y frondosos árboles. Tiene el tejado de cobre y una galería doble. El mobiliario es rústico y cómodo, para estimular la cooperación y la camaradería. Aquí suelen alojarse las delegaciones de los servicios de inteligencia de naciones amigas. También los hombres que han traicionado a sus países. El último fue un iraquí que ayudó a Saddam en su intento por fabricar una bomba nuclear. Su esposa soñaba con tener un apartamento en el famoso edificio Watergate y no dejó de quejarse amargamente durante toda su estancia. Sus hijos incendiaron el granero. Los encargados se alegraron cuando se marcharon.

Aquella tarde, la nieve fresca cubría el prado. El paisaje, desprovisto de todo color por los cristales opacos del monovolumen, le recordó a Gabriel un boceto al carbón. Alexander, reclinado en el asiento del acompañante, se despertó bruscamente. Se desperezó a placer antes de consultar su reloj. Frunció el entrecejo cuando se dio cuenta de que se había olvidado de cambiar la hora.

Fue Chiara, sentada junto a Gabriel, quien advirtió la presencia de una figura que parecía un centinela junto a la balaustrada de la galería del primer piso. Gabriel se inclinó sobre el asiento trasero para mirar por la ventanilla de Chiara. Shamron levantó una mano durante unos segundos antes de volverse y desaparecer en el interior de la casa.

Los recibió en el vestíbulo. A su lado, vestido con un pantalón de pana y un jersey, había un hombre menudo de largos y alborotados cabellos rizados y bigote gris. La mirada de sus ojos castaños era serena, el apretón de manos rápido y firme. Tenía todo el aspecto de un catedrático, o quizá de un psicólogo. No era ninguna de las dos cosas. Era el director delegado de operaciones de la Agencia Central de Inteligencia, y se llamaba Adrian Carter. No parecía muy contento, pero, dados los acontecimientos mundiales, casi nunca lo estaba.

Se saludaron cautelosamente, como suele ser habitual entre los hombres de los servicios secretos. Utilizaron sus nombres verdaderos, dado que todos se conocían y el empleo de nombres ficticios hubiese dado un aire de farsa al encuentro. La mirada serena de Carter se fijó por un momento en Chiara, como si se tratara de una invitada imprevista a la que ahora había que hacer un lugar en la mesa. No hizo ningún intento por disimular su desagrado.

– Confiaba en mantener todo esto al máximo nivel -manifestó Cartero Su voz era muy suave; para escuchado, había que prestar mucha atención-. También esperaba limitar la distribución del material que vaya compartir con usted.

– Es mi compañera -afirmó Gabriel-. Lo sabe todo y no saldrá de la habitación.

La mirada de Carter se desvió lentamente del rostro de Chiara para fijarse en Gabriel.

– Lo hemos estado vigilando desde hace algún tiempo; para ser preciso, desde que llegó a Viena. Nos divertimos mucho con su visita al café Central. Enfrentarse a Vogel cara a cara de aquella manera fue sensacional.

– En realidad, fue Vogel quien se enfrentó a mí.

– Es el estilo de Vogel.

– ¿Quién es?

– Usted es quien ha estado escarbando. ¿Por qué no me lo dice?

– Creo que es un asesino de las SS llamado Erich Radek, y por algún motivo usted lo está protegiendo. Si tengo que adivinar la razón, diría que es uno de sus agentes.

Carter apoyó una mano en el hombro de Gabriel.

– Venga. Es obvio que ha llegado el momento de que tengamos una charla.

La única iluminación de la sala provenía de un par de lámparas bajas. Un buen fuego ardía en la chimenea. En el aparador había una cafetera. Carter se sirvió una taza antes de sentarse en un sillón de orejas. Gabriel y Chiara compartieron el sofá mientras Shamron caminaba por la habitación como un centinela con una larga noche por delante.

– Quiero contarle una historia, Gabriel -dijo Carter-. Es la historia de un país que se vio metido en una guerra que no quería librar, un país que derrotó al mayor ejército que había en aquel momento en el mundo, sólo para encontrarse, en cuestión de meses, en un estado de tensión bélica con su antiguo aliado: la Unión Soviética. Con toda sinceridad, estábamos asustadísimos. Verá, antes de la guerra no teníamos un servicio de inteligencia; al menos uno de verdad. Diablos, su servicio es tan viejo como el nuestro. Antes de la guerra, nuestro servicio de inteligencia dentro de la Unión Soviética consistía en un par de tipos de Harvard y un teletipo. Cuando, de pronto, nos encontramos cara a cara con el monstruo ruso, no sabíamos nada de él. Sus fuerzas, sus debilidades, sus intenciones. Para colmo, tampoco sabíamos cómo averiguarlo. Que otra guerra era inminente lo sabía hasta el más tonto. ¿Qué teníamos? Ni una puta mierda. Ni redes, ni agentes. Nada de nada. Estábamos perdidos en medio del desierto. Necesitábamos ayuda. Entonces, un Moisés apareció en el horizonte, el hombre que nos conduciría a través del Sinaí hasta la Tierra Prometida.