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– A mí eso me suena a una amenaza, Adrian.

– No, sólo es un buen consejo. Es pura Realpolitik. Déjelo correr. Mire en otra dirección. Espere a que se muera y olvídese de todo lo que pasó.

– No -exclamó Shamron. Carter miró a Shamron.

– ¿Por qué estaba seguro de que ésa sería tu respuesta?

– Porque soy Shamron, y nunca olvido.

– Entonces supongo que necesitamos encontrar una manera de resolver esta situación sin que mi servicio acabe hundido en el fango. -Carter consultó su reloj-. Se está haciendo tarde. Tengo hambre. ¿Cenamos?

Durante la hora siguiente, mientras cenaban pato asado y arroz salvaje en un comedor iluminado con velas, no se mencionó el nombre de Erich Radek. Shamron siempre decía que había un ritual en asuntos como éste, un ritmo que no se podía interrumpir o acelerar. Había una hora para la negociación y otra para sentarse y disfrutar de la compañía de un compañero de viaje, quien, cuando todo estaba dicho y hecho, por lo general siempre deseaba lo mejor para ti.

Por eso, tras un leve aliento de Carter, Shamron se encargó de entretener a sus compañeros de mesa e interpretó su papel a la perfección. Narró historias de tránsitos nocturnos por territorios hostiles; de secretos robados y enemigos vencidos; de los fiascos y las calamidades que acompañan a cualquier carrera, sobre todo a una tan larga y azarosa como la suya. Carter, hechizado, dejó el tenedor y se calentó las manos con el fuego de Shamron. Gabriel observaba el encuentro silenciosamente desde su sitio, al final de la mesa. Sabía que estaba siendo testigo de un reclutamiento, y Shamron siempre decía que un reclutamiento perfecto es en el fondo una seducción perfecta. Comienza con unos pocos coqueteos, la confesión de sentimientos de los que es mejor no hablar. Sólo cuando el terreno está bien abonado se siembra la semilla de la traición.

Shamron, entre el pastel de manzana y el café, comenzó a hablar no de sus hazañas, sino de sí mismo: de su infancia en Polonia; del violento antisemitismo polaco; de los nubarrones que venían de la Alemania nazi.

– En 1936, mis padres decidieron que debía abandonar Polonia para ir a Palestina. Ellos se quedarían, con mis dos hermanas mayores, para ver si las cosas mejoraban. Como muchos otros, esperaron demasiado tiempo. En setiembre de 1939 escuchamos en la radio que los alemanes habían invadido Polonia. En aquel momento supe que nunca más volvería a ver a mi familia.

Shamron permaneció en silencio durante un momento. Le temblaban un poco las manos cuando encendió un cigarrillo. Había sembrado la semilla. No necesitaba más palabras para conseguir su objetivo. No se marcharía de esa casa sin Erich Radek en el bolsillo, y Adrian Carter lo ayudaría.

Cuando volvieron a la sala para la sesión de la noche, habían colocado un magnetófono en la mesita de centro, delante del sofá. Carter, sentado de nuevo en su butaca junto al fuego, cargó la pipa con tabaco inglés. Encendió una cerilla y, con la boquilla entre los dientes, señaló el magnetófono con un gesto y le pidió a Gabriel que hiciera los honores. Gabriel puso en marcha el aparato. Dos hombres hablaban en alemán, uno con acento suizo de Zurich, el otro vienés. La había escuchado una semana antes, en el café Central. La voz pertenecía a Erich Radek.

– A fecha de hoy, el valor total de la cuenta es dos mil quinientos millones de dólares. Aproximadamente, unos mil millones, en efectivo, se reparten en partes iguales entre dólares y euros. El resto del dinero está invertido: títulos, bonos, acciones y propiedades inmobiliarias.

Diez minutos más tarde, Gabriel apagó el aparato. Carter vació la ceniza de la pipa y la cargó de nuevo lentamente. -La conversación tuvo lugar en Viena la semana pasada -dijo Carter-. El banquero es un hombre llamado Konrad Becker. Es de Zurich.

– ¿Qué hay de la cuenta? -preguntó Gabriel.

– Después de la guerra, miles de nazis buscaron refugio en Austria. Llevaron con ellos varios cientos de millones de dólares conseguidos a través del saqueo: oro, dinero en efectivo, obras de arte, joyas, alfombras, tapices, cuberterías. Escondieron el botín por todos los Alpes. Muchos de aquellos nazis querían resucitar el Reich y deseaban utilizar lo robado para conseguir dicha meta. Un pequeño grupo comprendió que los crímenes de Hitler eran de tal magnitud que sería necesario que pasara toda una generación o más antes de que el nacionalsocialismo volviera a ser políticamente viable. Decidieron depositar una enorme suma de dinero en un banco de Zurich y establecieron unas disposiciones un tanto curiosas. La cuenta sólo se podría activar con una carta del canciller austriaco. Creían que la revolución había comenzado en Austria con Hitler y que Austria sería el lugar de su renacimiento. Sólo cinco hombres conocían el número y la contraseña de la cuenta. Cuatro de ellos murieron. Cuando el quinto cayó enfermo, buscó a alguien para que se convirtiera en el depositario.

– Erich Radek.

Carter asintió. Hizo una pausa para encender la pipa.

– Radek está muy cerca de conseguir su canciller, pero nunca verá ni un céntimo del dinero. Nos enteramos de la existencia de la cuenta hace unos años. Cerrar los ojos a su pasado en 1945 era una cosa, pero no estábamos dispuestos a dejar que se hiciera con una cuenta de dos mil quinientos millones de dólares obtenidos con el Holocausto. Así que actuamos discretamente contra Herr Becker y su banco. Radek todavía no lo sabe, pero ha perdido ese dinero para siempre.

Gabriel rebobinó la cinta hasta encontrar el trozo que le interesaba y luego la puso en marcha.

– Sus camaradas estipularon unas generosas recompensas para todos aquellos que los ayudaron en esta empresa. Pero me temo que ha habido unas complicaciones inesperadas.

– ¿Qué clase de complicaciones?

– Al parecer, varias de las personas que debían recibir parte del dinero han muerto recientemente en circunstancias misteriosas…

Gabriel miró a Carter para pedirle una explicación.

– Los hombres que abrieron la cuenta querían recompensar a los individuos y las instituciones que habían ayudado a los nazis fugitivos después de la guerra. Radek consideró que era un sentimentalismo estúpido. No tenía el menor deseo de poner en marcha una entidad de beneficencia. No podía cambiar las disposiciones, así que cambió las circunstancias.

– ¿Enrique Calderón y Gustavo Estrada figuraban entre las personas que recibirían dinero de la cuenta?

– Veo que se enteró de muchas cosas durante las horas que estuvo con Alfonso Ramírez. -Carter le dedicó una sonrisa culpable-. Lo tuvimos vigilado en Buenos Aires.

– Radek es un millonario que no vivirá mucho más -señaló Gabriel-. Lo que menos necesita es dinero.

– Al parecer, lo que pretende es darle la mayor parte de la cuenta a su hijo.

– ¿Qué hará con el resto?

– Se lo traspasará a su agente más importante, para que continúe adelante con las intenciones originales de las personas que abrieron la cuenta. -Carter hizo una pausa-. Creo que dicha persona y usted ya se conocen. Se llama Manfred Kruz.

La pipa de Carter se había apagado. Miró el cuenco, frunció el entrecejo y la encendió de nuevo.

– Esto nos lleva de nuevo al punto de partida. -Carter exhaló una nube de humo hacia Gabriel-. ¿Qué hacemos con Erich Radek? Si pide a los austriacos que lo lleven a juicio, se tomarán todo el tiempo del mundo y esperarán a que se muera. Si secuestra a un viejo austriaco en las calles de Viena y se lo lleva a Israel para que lo juzguen, se encontrará con la mierda hasta las orejas. Si cree que ahora tiene problemas con los europeos, se multiplicarán si se lo lleva. Por otro lado, si lo juzgan, la defensa no vacilará en denunciar nuestras relaciones con él. Por lo tanto, ¿qué hacemos, caballeros?