Выбрать главу

– Tendrá a Shamron mirando por encima de su hombro todo el tiempo.

– Eso es lo que más me asusta -declaró Lev con un tono desabrido.

El primer ministro se levantó. Los demás lo imitaron.

– Traiga a Radek aquí. Haga lo que sea necesario, pero ni se le ocurra montar un follón en Viena. Nada de sangre, ni ataques cardiacos. Atrápelo limpiamente. -Miró a Lev-. Ocúpese de que tengan todos los recursos necesarios. No crea que no se hundirá en la mierda porque ha votado contra el plan. Si Gabriel y Shamron se hunden, se hundirá con ellos. Así que nada de toda esa mierda burocrática. Están todos en el mismo barco. Shalom.

El primer ministro sujetó a Shamron del brazo en cuanto salieron y lo empujó contra un rincón. Apoyó una mano en la pared por encima del hombro de Shamron para cerrarle cualquier vía de escape.

– ¿Crees que el chico dará la talla, Ari?

– Ya no es un chico, primer ministro.

– Lo sé, pero ¿puede hacerla? ¿Será capaz de convencer a Radek para que venga aquí?

– ¿Ha leído el testimonio de su madre?

– Sí, y sé lo que haría si estuviese en su lugar. Le pegaría un balazo en la cabeza al muy cabrón, como hizo Radek con tantos otros, y me quedaría tan contento.

– En su opinión, ¿hacerla sería justo?

– Hay una justicia para los hombres civilizados, la justicia que dispensan los jueces en los tribunales, y después está la justicia de los profetas. La justicia de Dios. ¿Cómo se puede administrar justicia para unos crímenes tan enormes? ¿Cuál sería el castigo apropiado? ¿Cadena perpetua? ¿Una ejecución indolora?

– La verdad, primer ministro. Algunas veces, la mejor venganza es la verdad.

– ¿Qué pasará si Radek no acepta el trato? Shamron se encogió de hombros.

– ¿Me está dando instrucciones?

– No quiero otro caso Demjanjuk. No quiero otro juicio del Holocausto convertido en un espectáculo de circo. Sería mucho mejor que Radek sencillamente desapareciera.

– ¿Desapareciera, primer ministro?

El primer ministro exhaló un fuerte suspiro directamente en el rostro de Shamron.

– ¿Estás seguro de que es él, Ari?

– No hay ninguna duda.

– Entonces, si es preciso, cárgatelo.

Shamron se miró los pies pero sólo vio la barriga del primer ministro.

– Nuestro Gabriel lleva una pesada carga. Me temo que se la puse sobre los hombros en 1972. No está para cometer otro asesinato.

– Erich Radek puso esa carga sobre Gabriel mucho antes de que tú aparecieras, Ari. Ahora Gabriel tendrá una oportunidad para descargar una parte. Te diré bien claro lo que quiero. Si Radek no acepta venir aquí, dile al príncipe de fuego que lo mate y que deje que los perros laman su sangre.

30

VIENA

Medianoche en el primer distrito, una calma sepulcral, un silencio que sólo Viena puede producir, un majestuoso vacío. A Kruz le resultaba agradable. La sensación no duró mucho. Era muy poco habitual que el viejo lo llamara a su casa y nunca lo había sacado de la cama en mitad de la noche para tener una reunión. Dudaba mucho que fueran buenas noticias.

Miró a lo largo de la calle y no vio nada fuera de lo normal. Una mirada por el retrovisor le confirmó que no lo habían seguido. Se bajó del coche y caminó hasta la verja de la imponente mansión del viejo. En la planta baja, las luces estaban encendidas detrás de las cortinas. Una única luz brillaba en el primer piso. Kruz tocó el timbre. Tenía la sensación de que lo vigilaban, algo apenas perceptible, como un soplo en la nuca. Miró por encima del hombro. Nada.

Acercó de nuevo la mano al timbre, pero antes de que pudiera tocarlo, se oyó un zumbido y el chasquido del cerrojo. Abrió la verja. Cuando llegó al porche, ya habían abierto la puerta principal y había un hombre en el umbral con la chaqueta desabrochada y el nudo de la corbata flojo. No hizo ningún esfuerzo por ocultar la cartuchera de cuero negro con la pistola Glock. Kruz no se alarmó. Conocía muy bien al hombre. Se trataba de un antiguo agente de la Staatspolizei llamado Klaus Halder. Había sido Kruz quien lo había reclutado como guardaespaldas del viejo. Halder sólo lo acompañaba cuando el viejo salía o esperaba visitas. Su presencia a medianoche era, como la llamada a la casa de Kruz, una mala señal.

– ¿Dónde está?

Halder miró hacia el suelo sin decir palabra. Kruz se desabrochó el cinturón de la gabardina y entró en el despacho del viejo. Apartó el falso tabique. El pequeño ascensor, con la cabina en forma de cápsula, estaba allí. Entró y apretó el botón de bajada. El descenso sólo duró unos segundos y la puerta se abrió directamente a una pequeña habitación subterránea decorada con suaves tonos amarillos y dorados, acordes con el gusto barroco del dueño de la casa. Los norteamericanos habían mandado construirla para él con el fin de que pudiera mantener sus importantes reuniones secretas sin temor a que los rusos lo espiaran. También habían construido el pasadizo al que se llegaba por una puerta blindada con una cerradura de combinación. Kruz era una de las pocas personas en Viena que sabían dónde desembocaba el pasadizo y quién vivía en la casa del otro extremo.

El viejo estaba sentado detrás de una mesa pequeña, con una copa entre las manos. Kruz se dio cuenta de que estaba inquieto por la forma en que hacía girar la copa: dos vueltas a la derecha, dos a la izquierda. Derecha, derecha, izquierda, izquierda. Un hábito extraño, pensó Kruz. Amenazador a más no poder. Tenía claro que era un hábito correspondiente a una vida anterior, en otro mundo. Una imagen apareció en la mente de Kruz: un comisario soviético encadenado a la mesa de interrogatorios, el viejo sentado al otro lado, yestido de negro de pies a cabeza, que giraba su copa a un lado y al otro mientras miraba a la presa con sus insondables ojos azules. A Kruz se le encogió el corazón. Los pobres diablos probablemente se cagaban en los pantalones incluso antes de que las cosas se pusieran difíciles.

El viejo lo miró. Dejó de girar la copa. La fría mirada se fijó en la pechera de la camisa de Kruz. El policía bajó la mirada y vio que estaba mal abrochada. Se había vestido en la oscuridad para no despertar a su esposa. El viejo le señaló una silla. Kruz se arregló la camisa y se sentó. Volvieron los giros, dos vueltas a la derecha, dos a la izquierda. Derecha, derecha, izquierda, izquierda.

Le habló sin más preámbulos. Fue como si reanudaran una conversación interrumpida por una llamada a la puerta. En las últimas setenta y dos horas se habían organizado, dijo el viejo, dos atentados contra la vida del israelí, el primero en Roma, el segundo en Argentina. Por desgracia, el israelí había sobrevivido a ambos. En Roma se había salvado por la intervención de un compañero de la inteligencia israelí. En Argentina, las cosas habían sido más complicadas. Había pruebas que sugerían la participación de los norteamericanos.

Kruz, naturalmente, tenía preguntas. En circunstancias normales se hubiera callado a la espera de que el viejo acabara de hablar. Ahora, cuando sólo hacía media hora que lo habían sacado de su cama, no estaba de humor para andarse con rodeos.

– ¿Qué estaba haciendo el israelí en Argentina?

El rostro del viejo pareció congelarse, y sus manos se inmovilizaron. Kruz había cruzado la raya, el límite que separaba lo que sabía del pasado del viejo y lo que nunca sabría. Sintió cómo se le oprimía el pecho con la fuerza de aquella mirada. No era algo habitual conseguir que se enfadase un hombre capaz de organizar dos intentos de asesinato en dos continentes en un plazo de setenta y dos horas.

– No es necesario que sepas por qué el israelí estaba en Argentina, ni siquiera que estaba allí. Sólo necesitas saber que este asunto ha tomado un giro peligroso. -Comenzó de nuevo a jugar con la copa-. Como puedes suponer, los norteamericanos lo saben todo. Mi verdadera identidad, lo que hice durante la guerra. Fue imposible ocultado. Éramos aliados. Trabajábamos juntos en la gran cruzada contra el comunismo. En el pasado, siempre conté con su discreción, no por ningún sentido de lealtad hacia mí, sino por el simple miedo a la vergüenza pública. No me hago ilusiones, Manfred. Para ellos soy como una puta. Me vinieron a buscar cuando estaban solos y necesitados, pero ahora que se ha acabado la guerra fría, soy como una mujer a la que prefieren olvidar. Si ahora están colaborando con los israelíes… -No acabó la frase-. ¿Ves adónde quiero ir a parar, Manfred?