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Kruz asintió.

– Supongo que saben lo de Peter, ¿no?

– Lo saben todo. Tienen el poder para destruirme a mí, y a mi hijo, pero sólo si están dispuestos a aceptar el dolor de herirse a ellos mismos. Antes tenía la seguridad de que nunca se meterían conmigo. Ahora, no estoy seguro.

– ¿Qué quiere que haga?

– Mantén vigiladas las embajadas de Israel y Estados Unidos. Destina agentes para que sigan a todo el personal de inteligencia conocido. Controla los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril. Ponte en contacto con tus informadores en los periódicos. Quizá se decidan por una filtración. No quiero que me pillen desprevenido.

Kruz miró la mesa y vio su reflejo en la pulida superficie.

– ¿Qué le diré al ministro cuando me pregunte por qué estoy dedicando tantos recursos a vigilar a los norteamericanos e israelíes?

– ¿Necesito recordarte lo que está en juego, Manfred? Lo que le digas al ministro no me interesa. Haz lo que te digo. No permitiré que Peter pierda estas elecciones. ¿Está claro?

Kruz miró a los despiadados ojos azules y de nuevo vio al hombre vestido de negro de la cabeza a los pies. Cerró los ojos y asintió.

El viejo acercó la copa a sus labios y, antes de beber, sonrió. Fue algo tan agradable como ver rajarse sin más un cristal. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un trozo de papel y lo dejó sobre la mesa. Kruz leyó lo que estaba escrito cuando el viejo le dio la vuelta al papel.

– ¿Qué es esto?

– Un número de teléfono.

– ¿Un número de teléfono? -repitió Kruz sin tocar el papel.

– Nunca se sabe cómo puede acabar una situación como ésta. Quizá sea necesario recurrir a la violencia. Es muy posible que yo no esté en posición de ordenar tales medidas. En ese caso, Manfred, te tocará asumir la responsabilidad.

Kruz cogió el papel con dos dedos y lo sostuvo en alto.

– ¿Quién responderá si marco este número?

El viejo sonrió.

– La violencia.

31

ZURICH

Herr Christian Zigerli, coordinador de eventos en el Gran Hotel Dolder, tenía mucho del establecimiento. Era un hombre digno, decidido y discreto, que disfrutaba de su posición porque le permitía mirar a los demás por encima del hombro. También era un hombre al que no le agradaban las sorpresas. Tenía la norma de exigir un aviso con setenta y dos horas de adelanto para las reservas y conferencias especiales, pero cuando Heller Enterprises y Systech Wireless expresaron el deseo de realizar las últimas negociaciones de la fusión en el Dolder, Herr Zigerli aceptó pasar por alto la norma a cambio de un recargo del quince por ciento. Podía acomodarse a las circunstancias si era necesario, pero el acomodo, como todo lo demás en el Dolder, tenía un precio muy elevado.

Heller Enterprises era la anfitriona, así que Heller se encargó de las reservas; no el viejo Rudolf Heller en persona, por supuesto, sino una de sus secretarias, una italiana que dijo llamarse Elena. Herr Zigerli tendía a formarse opinión de las personas rápidamente. Afirmaba que lo mismo hacía cualquier hotelero digno de ese nombre. No le gustaban los italianos en general, y la agresiva y exigente Elena no tardó en ganarse uno de los puestos más altos en su larga lista de clientes desagradables. Gritaba en el teléfono, a su juicio un pecado mortal, y parecía creer que el mero hecho de gastar grandes cantidades del dinero de su patrón le daba derecho a ciertos privilegios. Parecía conocer bien el hotel -algo curioso dado que Herr Zigerli, que tenía la memoria de un elefante, no recordaba que hubiese sido nunca huésped del Dolder- y era terriblemente específica en sus exigencias. Quería cuatro suites contiguas cerca de la terraza que daba al campo de golf, con buenas vistas al lago. Cuando Zigerli le comunicó que no era posible -dos y dos, o tres y una, pero no cuatro seguidas- la mujer preguntó si no podía cambiar a los huéspedes a otras habitaciones. «Lo siento -respondió el hotelero-, pero Dolder no tiene la costumbre de convertir a los huéspedes en refugiados.» Elena acabó por aceptar tres suites contiguas y una cuarta un poco más allá. «Las delegaciones llegarán mañana a las dos de la tarde -dijo-. Tomarán una comida de trabajo ligera.» A esto siguió una discusión de diez minutos para definir qué era «una comida de trabajo ligera».

Cuando acabaron de decidir el menú, Elena planteó otra exigencia. Llegaría cuatro horas antes que las delegaciones, acompañada por el jefe de seguridad de Heller, para inspeccionar las habitaciones. Acabadas las inspecciones, el personal del hotel no podría entrar sin la escolta de los agentes de seguridad de Heller. Herr Zigerli suspiró y accedió, luego colgó el teléfono y, con la puerta del despacho cerrada con llave, realizó una serie de ejercicios de respiración para calmar sus nervios.

La mañana de las negociaciones amaneció nublada y fría. Las majestuosas torres del Dolder estaban envueltas por una densa niebla helada, y el asfalto del camino brillaba como si fuese granito negro pulido. Herr Zigerli montaba guardia en el vestíbulo, junto a las brillantes puertas de cristal, con los pies separados la distancia de los hombros, las manos a los costados, preparado para la batalla. «Llegará tarde -pensó-. Siempre lo hace. Querrá más habitaciones. Querrá cambiar el menú. Será horrible.»

Un Mercedes negro apareció en el camino y se detuvo delante de la entrada. Herr Zigerli miró discretamente su reloj. Las diez en punto. Impresionante. El portero abrió la puerta de atrás y apareció una bota negra -Bruno Magli, observó Zigerli- seguida por una rodilla y un muslo perfectos. Herr Zigerli se balanceó sobre las puntas de los pies y se pasó una mano por el pelo. Había visto a muchas mujeres hermosas atravesar la famosa entrada del Dolder, pero muy pocas lo habían hecho con más gracia o estilo que la bella Elena, de Heller Enterprises. Llevaba la larga cabellera cobriza sujeta con un broche en la nuca y la piel era de color miel. Sus ojos castaños tenían reflejos dorados y parecieron brillar cuando le estrechó la mano. Su voz, tan fuerte y antipática por teléfono, era ahora suave y sensual, como su acento italiano. Ella le soltó la mano y se volvió a su compañero de cara de palo.

– Herr Zigerli, éste es Oskar. Se encarga de la seguridád.

Aparentemente, Oskar no tenía apellido. Tampoco lo necesitaba, pensó Zigerli. Tenía el físico de un luchador, con el pelo rubio pajizo y unas pecas poco visibles en las anchas mejillas. Herr Zigerli, un avezado observador de la naturaleza humana, vio algo en Oskar que identificó. Se podía decir que era un compañero de tribu. Se lo imaginó, doscientos años antes, vestido como un hombre de los bosques, avanzando por un sendero de la Selva Negra. Como todos los hombres de seguridad expertos, Oskar dejaba que los ojos hablaran por él, y sus ojos le dijeron a Herr Zigerli que estaba ansioso por empezar su trabajo.

– Les enseñaré las habitaciones -dijo el hotelero-. Por favor, acompáñenme.

Herr Zigerli decidió hacerles subir la escalera en lugar de utilizar el ascensor. La escalera era una de las maravillas del Dolder, y Oskar, el hombre de los bosques, no parecía ser de aquellos que prefieren esperar al ascensor cuando hay una escalera que subir. Las habitaciones estaban en el cuarto piso. En el rellano, Oskar tendió la mano para coger las llaves electrónicas.