– Prefiero pensar en mí mismo como ciudadano del mundo -replicó Shamron-. Vivo en muchos lugares, hablo los idiomas de muchos países. Mi lealtad, como mis intereses empresariales, no conocen fronteras. Estoy seguro de que usted, como suizo, comprende mi punto de vista.
– Lo comprendo, pero no me creo ni una sola palabra -dijo Becker.
– ¿Qué pasa si soy de Israel? -preguntó Shamron-. ¿Tendría alguna consecuencia en su decisión?
– La tendría.
– ¿Por qué?
– No me gustan los israelíes -declaró Becker sinceramente-. Ni tampoco los judíos.
– Lo lamento, Herr Becker, pero un hombre tiene derecho a sus opiniones, y no se lo reprocharé. Nunca dejo que la política se entrometa en los negocios. Necesito su ayuda para mi empresa y usted es la única persona que puede ayudarme.
Becker enarcó las cejas en una expresión interrogativa.
– ¿Cuál es exactamente la naturaleza de esa empresa, Herr Heller?
– La verdad es que se trata de algo muy sencillo. Quiero que me ayude a secuestrar a uno de sus clientes.
– Creo, Herr Heller, que la empresa que me propone sería una violación de las leyes suizas referentes al secreto bancario.
– En ese caso, supongo que tendremos que mantener su participación en secreto.
– ¿Qué pasará si me niego a cooperar?
– Entonces nos veremos obligados a revelar públicamente que usted era el banquero de unos asesinos, que tiene guardados dos mil quinientos millones de dólares en dinero del Holocausto. Le soltaremos los sabuesos del Congreso Judío Mundial. Usted y su banca estarán en la ruina cuando acaben.
El banquero suizo dirigió una mirada de súplica a Shelby Somerset.
– Teníamos un trato.
– Todavía lo tenemos -replicó el larguirucho norteamericano-, pero han cambiado algunas cosas. Su cliente es un hombre muy peligroso. Es necesario tomar medidas para neutralizarlo. Te necesitamos, Konrad. Ayúdanos a limpiar el estropicio. Hagamos juntos una obra de bien.
El banquero tamborileó con los dedos en la superficie del maletín.
– Tiene razón. Es un hombre muy peligroso, y si los ayudo a secuestrarlo, quizá esté cavando mi propia tumba. -Estaremos allí contigo, Konrad. Te protegeremos.
– ¿Qué pasará si cambian de nuevo las normas del trato? Entonces ¿quién me protegerá?
– Ibas a recibir cien millones de dólares cuando se liquidara la cuenta -señaló Shamron-. Ahora, esa operación no se realizará, me entregarás a mí todo el dinero. Si cooperas, dejaré que te quedes con la mitad de esa cantidad. Supongo que sabes contar, ¿no, Herr Becker?
– Sí.
– Cincuenta millones de dólares es más de lo que te mereces, pero estoy dispuesto a que los recibas si así consigo tu cooperación. Un hombre puede comprar mucha seguridad con cincuenta millones.
– Lo quiero por escrito, una carta de garantía.
Shamron sacudió la cabeza con una expresión triste, como si le dijera que había algunas cosas -«Y usted, amigo mío, debería saberlo mejor que nadie»- que no se ponen por escrito.
– ¿Qué necesitan de mí? -preguntó Becker.
– Nos ayudarás a entrar en su casa.
– ¿Cómo?
– Dile que necesitas verlo con urgencia por algo relacionado con la cuenta. Quizá un documento que necesita de su firma, algunos detalles finales para proceder a la liquidación de los fondos.
– ¿Qué pasará cuando esté en la casa?
– Habrá acabado tu trabajo. Tu nuevo ayudante se ocupará de lo que ocurra a continuación.
– ¿Mi nuevo ayudante?
Shamron miró a Gabriel.
– Quizá sea éste el momento de presentarle a Herr Becker a su nuevo ayudante.
Era un hombre con muchos nombres y personalidades. Herr Zigerli lo conocía como Oskar, el jefe de seguridad de Heller. El casero de su piso de soltero en París lo conocía como Vincent Laffont, un periodista independiente de ascendencia bretona que pasaba la mayor parte del tiempo viajando de aquí para allá. En Londres era conocido como Clyde Bridges, el director de marketing para Europa de una oscura empresa de informática canadiense. En Madrid era un alemán con una holgada situación económica que frecuentaba los bares y los cafés, y viajaba mucho para matar el aburrimiento.
Su verdadero nombre era Uzi Navot. En la jerga de la inteligencia israelí, Navot era un katsa, un agente de campo. Su territorio era la Europa occidental. Armado con un arsenal de idiomas, un encanto chulesco y una arrogancia fatalista, Navot se había infiltrado en las células terroristas palestinas y había reclutado agentes en las embajadas árabes de todo el continente. Tenía contactos en casi todos los servicios de inteligencia y seguridad europeos, y controlaba una vasta red de sayanim, colaboradores voluntarios reclutados en las comunidades judías locales. Siempre conseguía la mejor mesa en el restaurante del Ritz en París porque el jefe de comedor y el jefe de camareros estaban en su nómina de informadores.
– Konrad Becker, te presento a Oskar Lange.
El banquero permaneció inmóvil durante casi un minuto, como si de pronto se hubiese convertido en una estatua. Luego su mirada astuta se fijó en Shamron.
– ¿Qué se supone que debo hacer con él?
– Dínoslo tú mismo. Oskar es muy bueno.
– ¿Puede hacerse pasar por un abogado?
– Con la preparación adecuada, podría hacerse pasar por tu madre.
– ¿Cuánto tiempo durará esta farsa?
– Cinco minutos, quizá menos.
– Cuando se está con Ludwig Vogel, cinco minutos pueden parecer una eternidad.
– Eso me han dicho -admitió Shamron.
– ¿Qué pasa con Klaus?
– ¿Klaus?
– El guardaespaldas de Vogel.
Shamron sonrió. Se había acabado la resistencia. El banquero suizo se había unido al equipo. Acababa de jurar fidelidad a la bandera de Herr Heller y su noble empresa.
– Es muy profesional -añadió Becker-. He visitado la casa una media docena de veces, pero siempre me ha cacheado a fondo y me ha pedido que abriera el maletín. Así que, si está pensando en introducir una arma en la casa…
– No tenemos la intención de llevar armas a la casa -le interrumpió Shamron.
– Klaus siempre va armado.
– ¿Está seguro?
– Yo diría que lleva una Glock. -El banquero se palmeó el lazo izquierdo del pecho-. La lleva aquí. No hace el mínimo esfuerzo por disimulado.
– Un detalle digno de tener en cuenta, Herr Becker.
El banquero aceptó el cumplido con una inclinación de cabeza, como si dijera: «Los detalles son lo mío, Herr Heller.»
– Perdone mi curiosidad, Herr Heller, pero ¿cómo se secuestra a alguien que está protegido por un guardaespaldas armado y el secuestrador no lo está?
– Herr Vogel abandonará su casa voluntariamente.
– ¿Un secuestro voluntario? -El tono de Becker no podía ser más incrédulo-. ¡Extraordinario! ¿Cómo se convence a un hombre para que se deje secuestrar voluntariamente?
Shamron se cruzó de brazos.
– Tú consigue que Oskar entre en la casa y déjanos el resto a nosotros.
32
Era un viejo bloque de apartamentos en el bonito barrio de Lehel, en Munich. Tenía una verja a la entrada y la puerta principal se abría a un pequeño patio. El ascensor era caprichoso y lento, así que la mayoría de las veces preferían subir por la escalera de caracol hasta el tercer piso. Los muebles estaban tan desprovistos de personalidad como los de una habitación de hotel. Había dos camas en el dormitorio, y un sofá cama en la sala. En el armario de la entrada había cuatro plegatines. En la cocina había un amplio surtido de comidas envasadas y servicios para ocho. Las ventanas de la sala daban a la calle, pero las gruesas cortinas siempre estaban echadas, así que en el interior del piso siempre era de noche. Los teléfonos no tenían timbre, sino que se encendía una luz roja cuando había una llamada.