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Una de las paredes de la sala estaba cubierta con mapas correspondientes al centro de Viena, la Viena metropolitana, Austria oriental y Polonia. En la pared opuesta a la de las ventanas un enorme mapa de la Europa central mostraba la ruta de escape, que iba desde Viena hasta el mar Báltico. Shamron y Gabriel habían discutido el color de la línea antes de decidirse por el rojo. Desde cierta distancia parecía un río de sangre, que era exactamente como Shamron quería que pareciera, el río de sangre que había fluido a través de las manos de Erich Radek.

En el apartamento sólo hablaban en alemán. Orden de Shamron. A Radek sólo lo mencionaban como Radek y sólo Radek. Shamron se negaba a llamarlo por el nombre que le habían dado los norteamericanos. Shamron también había dado más órdenes. Era una operación de Gabriel, y por lo tanto era Gabriel quien la dirigía. Era Gabriel, con el acento berlinés de su madre, quien daba instrucciones a los equipos, quien recibía los informes de la vigilancia en Viena y quien tomaba las decisiones.

Durante los primeros días, Shamron se esforzó para encajar en su papel de apoyo, pero a medida que crecía su confianza en Gabriel, le resultó más fácil pasar a un segundo plano. Sin embargo, todos los agentes que pasaban por el piso franco tomaban buena nota de su aspecto cada vez más lúgubre. Nadie lo había visto dormir. Se pasaba horas delante de los mapas, o sentado a oscuras en la cocina, sin hacer más que encadenar un cigarrillo tras otro, como un hombre que lucha contra una conciencia culpable. «Es como un paciente terminal muy ocupado en organizar su propio sepelio», comentó Oded, un agente veterano que sería el encargado de conducir el vehículo de la huida. «Si algo sale mal, lo escribirán en la lápida, debajo mismo de la estrella de David.»

En circunstancias normales, una operación de este estilo hubiese requerido semanas de planificación, pero Gabriel sólo contaba con días. La operación Ira de Dios fue una magnífica escuela. Los terroristas de Setiembre Negro habían estado constantemente en movimiento, aparecían y desaparecían con una frecuencia enloquecedora. Cuando los agentes israelíes conseguían localizar e identificar a uno, actuaban con la velocidad del rayo. Los grupos de vigilancia llegaron al lugar, se alquilaron vehículos y pisos francos, y se trazaron las rutas para la fuga. Toda la experiencia y los conocimientos adquiridos entonces le eran ahora de gran utilidad. Eran pocos los oficiales de inteligencia con unos conocimientos en lo referente a ataques relámpago comparables a los de Gabriel y Shamron.

Por la noche, miraban los informativos de la televisión alemana. Las elecciones en la vecina Austria tenían mucha cobertura. Metzler parecía imparable. Las multitudes, en sus mítines electorales, eran cada vez mayores, como también lo era su ventaja en las encuestas. Austria, aparentemente, estaba a punto de hacer lo impensable: elegir a un canciller de la extrema derecha. En el piso franco de Munich, Gabriel y su equipo se encontraron en la curiosa posición de aplaudir el ascenso de Metzler en las encuestas, porque sin Metzler se les cerraría el acceso a Radek.

Invariablemente, poco después de acabarse los informativos, Lev llamaba desde la central para someter a Gabriel a un aburrido interrogatorio de los acontecimientos del día. Era la única vez en la que Shamron agradecía no estar al mando de la operación. Gabriel se paseaba por el apartamento con el teléfono pegado a la oreja mientras respondía pacientemente a cada una de las preguntas de Lev. Algunas veces, cuando la luz era la adecuada, Shamron veía a la madre de Gabriel caminando a su lado. Ella era el único miembro del equipo del que nadie hablaba.

Todos los días, por lo general a última hora de la tarde, Gabriel y Shamron se escapaban del piso franco para ir a dar un paseo por los Jardines Ingleses. La sombra de Eichmann flotaba sobre ellos. Gabriel era consciente de que había estado allí desde el principio. Se había presentado aquella noche en Viena, cuando Max Klein le había relatado a Gabriella historia de un oficial de las SS que había asesinado a una docena de prisioneros en su campo y que ahora iba a tomar café todas las tardes al café Central. No obstante, Shamron había evitado en todo momento pronunciar su nombre, hasta ahora.

Gabriel había escuchado la historia de la captura de Eichmann muchas veces. Shamron incluso se había valido de ella en setiembre de 1972 para animar a Gabriel a que se uniera al equipo de la operación Ira de Dios. La versión que le contó Shamron durante los paseos por los senderos arbolados de los Jardines Ingleses era mucho más detallada que cualquiera que hubiese escuchado antes. Gabriel sabía que no era sencillamente la charla de un viejo que narraba sus glorias pasadas. Shamron no era de los que alardeaban de sus triunfos, y los editores esperarían en vano sus memorias. Gabriel sabía que el viejo le hablaba de Eichmann por una razón. «Yo ya he hecho el viaje que estás a punto de emprender -le decía Shamron-. En otro tiempo, en otro lugar, en la compañía de otro hombre, pero hay cosas que debes saber.» Había momentos en que Gabriel no podía librarse de la sensación de estar caminando con la historia.

– Esperar el avión de la fuga fue lo peor -afirmó Shamron-. Estábamos atrapados en aquella casa con aquella rata. Algunos del equipo no podían ni mirarlo a la cara. Yo tuve que estar sentado en su habitación una noche tras otra y vigilarlo. Estaba encadenado a la cama, vestido con un pijama y con los ojos tapados. Teníamos estrictamente prohibido hablar con él. Sólo podía hacerla el interrogador. Yo no podía obedecer esas órdenes. Necesitaba saber. ¿Cómo era posible que ese hombre que se ponía enfermo con sólo ver la sangre hubiera matado a seis millones de los míos? ¿A mis padres? ¿A mis dos hermanas? Le pregunté por qué lo había hecho. ¿Sabes qué me respondió? Me respondió que lo había hecho porque era su trabajo, su trabajo, Gabriel, como si hubiese sido un empleado de banca o el conductor de un tranvía.

Llegaron a un puente que salvaba un arroyuelo. Shamron se apoyó en el antepecho.

– Sólo una vez quise matarlo, Gabriel, cuando me dijo que no odiaba a los judíos, que en realidad admiraba a los judíos. Para demostrarme lo mucho que apreciaba a los judíos, comenzó a recitarme nuestras palabras: Shema, Yisrael, Adonai Eloheinu, Adonai Echad! No podía oír esas palabras en su boca, la misma boca que había dado las órdenes para matar a seis millones. Le tapé el rostro con la mano hasta que se calló. Comenzó a temblar ya sacudirse de tal manera que creí que le había provocado un ataque cardiaco. Me preguntó si iba a matarlo. Me suplicó que no le hiciera daño a su hijo. Ese hombre que había arrancado a los niños de los brazos de sus padres para arrojarlos a la hoguera se preocupaba por su propio hijo, como si nosotros fuéramos a actuar como él, como si nosotros asesináramos niños.

Luego se sentaron a una vieja mesa de madera en la terraza de una cervecería cerrada.

– Queríamos que él aceptara venir con nosotros a Israel voluntariamente. Por supuesto, no quería. Estaba dispuesto a que lo juzgaran en Argentina o Alemania. Le dije que no era posible. De una manera u otra, sería juzgado en Israel. Arriesgué mi carrera al dejarle beber una copa de vino tinto y que fumara un cigarrillo. No pude beber con ese asesino. Me fue imposible. Le aseguré que tendría la oportunidad de contar su versión de la historia, que tendría un juicio justo y una defensa adecuada. No se hacía ninguna ilusión respecto al veredicto, pero la idea de explicarse al mundo le resultaba atractiva. También le señalé que tendría la dignidad de saber cuándo moriría, algo que le había negado a los millones que habían marchado a las cámaras de gas creyendo que iban a las duchas mientras Max Klein tocaba el violín. Firmó el documento, le puso fecha como un buen burócrata alemán, y se acabó.