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Gabriel lo escuchaba con atención, con el cuello del abrigo subido hasta las orejas, las manos metidas en los bolsillos. Shamron pasó de Adolf Eichmann a Erich Radek.

– Tienes ventaja porque tú ya lo has visto cara a cara en una ocasión, en el café Central. Yo sólo había visto a Eichmann de lejos, mientras vigilábamos la casa y planeábamos cómo atrapado, pero nunca había hablado con él o estado a su lado. Sabía exactamente su estatura, pero no podía imaginármela. Tenía una vaga idea de cómo sonaría su voz, pero no lo sabía de verdad. Tú conoces a Radek, pero desafortunadamente él también sabe algo de ti, gracias a Manfred Kruz. Querrá saber más. Se sentirá expuesto y vulnerable. Intentará nivelar la situación haciéndote preguntas. Querrá saber por qué lo persigues. Bajo ninguna circunstancia tienes que trabar conversación con él. Ten siempre presente que Erich Radek no era un guardia ni quien se encargaba de las cámaras de gas. Era un interrogador experto del SD. Intentará utilizar todos sus conocimientos una última vez para eludir su destino. No le sigas el juego. Tú eres quien tiene el control. El cambio de papeles le resultará desconcertante.

Gabriel bajó la mirada, como si leyera los nombres tallados en la superficie de la mesa. Luego preguntó:

– ¿Por qué Eichmann y Radek se merecen un juicio y los palestinos de Setiembre Negro sólo la venganza?

– Hubieses sido un excelente erudito talmúdico, Gabriel.

– Estás evitando mi pregunta.

– Obviamente, había mucho de pura venganza en nuestra decisión de matar a los terroristas de Setiembre Negro, pero también había algo más. Planteaban una amenaza constante. Si no los matábamos, nos mataban. Era la guerra.

– ¿Por qué no arrestarlos, llevarlos a juicio?

– ¿Para que pudieran hacer su propaganda desde un tribunal israelí? -Shamron sacudió la cabeza lentamente-. Ya lo hicieron. -Levantó una mano y señaló la torre que se elevaba en el Parque Olímpico-. Aquí mismo, en esta ciudad, ante las cámaras de todo el mundo. No era nuestro trabajo darles otra oportunidad para justificar la masacre de tantos inocentes.

Bajó la mano y se inclinó sobre la mesa. Y entonces le comunicó a Gabriel los deseos del primer ministro. Su aliento se condensó en el aire helado.

– No quiero matar a un viejo -protestó Gabriel.

– No es un viejo. Viste las prendas de un viejo y se esconde detrás del rostro de un viejo, pero sigue siendo Erich Radek, el monstruo que asesinó a una docena de hombres en Auschwitz porque no sabían el nombre de una pieza de Brahms. El monstruo que asesinó a dos muchachas en una carretera polaca porque no quisieron negar las atrocidades de Birkenau. El monstruo que abrió las tumbas de millones y sometió a sus cadáveres a una última humillación. La vejez no perdona esos pecados.

Gabriel miró a Shamron a la cara y le sostuvo la mirada. -Sé que es un monstruo. Pero no quiero matarlo. Quiero que el mundo entero sepa lo que hizo este hombre. -Entonces será mejor que estés preparado para la batalla. -Shamron consultó su reloj-. He mandado traer a alguien que te ayudará a prepararte. No tardará en llegar.

– ¿Cómo es que me entero de esto ahora? Creía que era yo quien tomaba todas las decisiones en esta operación.

– Lo eres -dijo Shamron-. Pero hay ocasiones en las que debo mostrarte el camino. Para eso estamos los viejos.

Gabriel y Shamron no creían en augurios. De haberlo hecho, la operación que trajo a Moishe Rivlim desde Yad Vashem al piso franco de Munich hubiese sembrado dudas sobre la capacidad del equipo para realizar la tarea que tenían por delante.

Shamron había querido que abordaran a Rivlin con toda discreción. Por desgracia, alguien en el servicio encomendó la tarea a una pareja de novatos recién salidos de la academia, ambos con un marcado aspecto sefardí. Los agentes decidieron contactar con Rivlin cuando regresaba a pie desde Yad Vashem a su apartamento, cerca del mercado Yehuda. Rivlin, que se había criado en la zona de Bensonhurst, en Brooklyn, no había perdido el hábito de estar alerta en la calle, y no tardó en advertir que lo seguían dos hombres en un coche. Dio por hecho que debían ser asesinos de Hamás o una pareja de delincuentes. Cuando el coche aparcó en el bordillo y el hombre del asiento del pasajero le dirigió la palabra, Rivlin se apartó de un salto y echó a correr. Para sorpresa de todos, el regordete documentalista había demostrado ser una presa difícil y conseguido dar esquinazo a sus perseguidores durante varios minutos antes de que acabaran de arrinconarle otros dos agentes en la calle Ben Yehuda.

Llegó al piso franco en Lehel a última hora de la tarde, cargado con dos maletas llenas de expedientes y un enfado monumental por la manera en que lo habían citado.

– ¿Cómo esperáis echarle el guante a un hombre como Erich Radek si no sois capaces de pillar a un archivero gordo? -le dijo a Gabriel mientras lo llevaba hacia el dormitorio, donde estarían solos-. Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo.

Adrian Carter llegó a Munich al séptimo día. Era miércoles. Se presentó en el piso franco a última hora de la tarde, prácticamente de noche. El pasaporte que llevaba en el bolsillo de su abrigo Burberry todavía era el de Brad Cantwell. Gabriel y Shamron regresaban en aquel mismo momento de su paseo por los Jardines Ingleses, abrigados hasta las orejas. Gabriel había enviado a los miembros del equipo a sus puestos definitivos, así que en el piso no quedaba nadie del servicio. Sólo estaba Rivlin. Recibió al director delegado de la CIA con los faldones de la camisa al aire, descalzo, y se presentó como Yaacov. El archivero se había adaptado perfectamente a la disciplina de la operación.

Gabriel preparó té. Carter se desabrochó el abrigo e inspeccionó el apartamento. Se estuvo mucho tiempo delante de los mapas. Carter creía en los mapas. Nunca mentían. Los mapas nunca te decían aquello que querías escuchar.

– Me gusta lo que ha hecho con este lugar, Herr Heller. -Carter se quitó finalmente el abrigo-. La miseria neocontemporánea. Además del olor. Lo reconozco. Auténtica comida basura del Wienerwald de la esquina, si no me equivoco.

Gabriel le dio la taza de té con el hilo de la bolsita colgando por encima del borde.

– ¿Por qué ha venido, Adrian?

– Se me ocurrió que quizá podría echar una mano.

– Tonterías.

Carter quitó cosas del sofá y se dejó caer pesadamente, como un viajante al final de un largo y nada fructífero viaje.

– La verdad es que estoy aquí en representación de mi director. Por lo que parece, está sufriendo un agudo ataque de ansiedad preparto. Cree que estamos colgados de una rama y que vosotros tenéis el hacha. Quiere que la agencia entre en la partida.

– ¿Eso qué significa?

– Quiere conocer todo el plan.

– Tú ya lo conoces, Adrian. Te lo expliqué todo en Virginia. No ha cambiado.

– Conozco el plan a grandes trazos -replicó Carter-. Ahora quiero leer la letra pequeña.

– Lo que estás diciendo es que tu director quiere revisar el plan y dar el visto bueno.

– Algo por el estilo. También quiere que esté junto a Ari cuando se ejecute.

– ¿Qué pasará si le decimos que se vaya al demonio?

– Yo diría que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que alguien le dé el soplo a Radek, y entonces lo perderías. Necesitas estar a buenas con el director, Gabriel. Es la única manera de que puedas tener a Radek.

– Estamos listos para actuar, Adrian. Ahora no es el momento de recibir consejos del séptimo piso.

Shamron se sentó junto a Carter.

– Si tu director tiene un mínimo de inteligencia, tendría que mantenerse lo más lejos posible de todo este asunto.

– Intenté explicárselo, no en estos términos, pero sí parecidos. No ha querido escucharme. Nuestro director es un tipo de Wall Street. Le gusta creer que es alguien que siempre lleva la voz cantante. Siempre sabía lo que estaba haciendo cada división de su compañía. Intenta dirigir la agencia de la misma manera. Además, como ya sabes, es amigo del presidente. Si te pones a malas con él, llamará a la Casa Blanca, y esto se habrá acabado.