Gabriel miró a Shamron, que asintió con la expresión de un hombre con un terrible dolor de muelas. Carter recibió la información. Shamron permaneció sentado unos minutos, pero no tardó en comenzar a pasearse por la habitación, lo mismo que un cocinero que ve cómo sus recetas más secretas son entregadas alegremente a su rival. Cuando Gabriel acabó, Carter se tomó su tiempo para cargar la pipa.
– A mí me suena, caballeros, como si lo tuviesen todo preparado -opinó-. ¿A qué esperan? Si yo estuviese en su lugar, me pondría en marcha antes de que mi director decida que quiere formar parte del equipo.
Gabriel asintió. Cogió el teléfono y llamó a Uzi Navot en Zurich.
33
Klaus Halder llamó discretamente a la puerta del despacho. Una voz al otro lado lo invitó a entrar. Abrió la puerta y vio al anciano sentado en la penumbra, la mirada fija en la pantalla del televisor: un mitin de Metzler celebrado durante la tarde en Graz, la multitud enfervorizada, una entrevista sobre la composición del futuro gabinete de Metzler. El viejo apagó el televisor y volvió sus ojos azules hacia el guardaespaldas. Halder le señaló el teléfono. Parpadeaba una luz verde.
– ¿Quién es?
– Herr Becker, que lo llama desde Zurich.
El viejo atendió la llamada.
– Buenas noches, Konrad.
– Buenas noches, Herr Vogel. Lamento molestarlo a estas horas, pero me temo que no podía esperar.
– ¿Hay algún problema?
– Oh, no, todo lo contrario. A la vista de las últimas noticias que llegan desde Viena sobre las elecciones, he decidido acelerar mis preparativos y proceder como si la victoria de Peter Metzler ya estuviera confirmada.
– Un proceder muy sabio, Konrad.
– Estaba seguro de que estaría de acuerdo. Tengo varios documentos que requieren su firma. Me pareció que lo mejor para todos sería empezar el proceso cuanto antes.
– ¿Qué clase de documentos?
– Mi abogado se lo explicará mucho mejor que yo. Si a usted le parece bien, iré a verlo a Viena. Será cuestión de unos minutos.
– ¿Qué tal el viernes?
– El viernes me parece perfecto, siempre que sea a última hora de la tarde. Tengo un compromiso por la mañana que me es imposible cambiar.
– ¿Digamos a las cuatro?
– Me iría mejor a las cinco, Herr Vogel.
– De acuerdo. El viernes a las cinco.
– Nos veremos entonces.
– ¿Konrad?
– ¿Sí, Herr Vogel?
– Ese abogado… dígame su nombre, por favor.
– Oskar Lange, Herr Vogel. Es un hombre muy capaz. Ha trabajado conmigo en numerosas ocasiones.
– Supongo que es una persona que comprende el significado de la palabra «discreción».
– Es lo que se dice una tumba. Está usted en muy buenas manos.
– Adiós, Konrad.
El viejo colgó el teléfono y miró a Halder.
– ¿Traerá a alguien con él? -preguntó el guardaespaldas.
Vogel asintió.
– Siempre ha venido solo. ¿Por qué de pronto trae a un ayudante?
– Herr Becker está a punto de recibir cien millones de dólares, Klaus. Si hay un hombre en el mundo en quien podamos confiar, es en ese enano de Zurich.
El guardaespaldas caminó hacia la puerta.
– ¿Klaus?
– ¿Sí, Herr Vogel?
– Quizá estés en lo cierto. Llama a algunos de nuestros amigos de Zurich. A ver si alguien ha oído hablar de un abogado de nombre Oskar Lange.
Una hora más tarde, una grabación de la llamada telefónica de Becker fue enviada por una transmisión segura desde las oficinas de Becker & Puhl en Zurich al piso franco en Munich. La escucharon una vez, otra, y una tercera. A Adrian Carter no le gustó el contenido.
– Supongo que sois conscientes de que en cuanto Radek colgó el teléfono, hizo inmediatamente una llamada a Zurich para pedir información sobre Oskar Lange. Espero que lo hayáis tenido en cuenta.
Shamron pareció decepcionado con las palabras de Carter.
– ¿Qué crees, Adrian? ¿Que nunca antes hemos hecho esta clase de cosas? ¿Que somos unos niños a los que hay que llevar de la mano?
Carter encendió la pipa y soltó un par de bocanadas mientras esperaba la respuesta.
– ¿Alguna vez has oído la palabra sayan o sayanim? -preguntó Shamron.
Carter asintió con la pipa entre los dientes.
– Tu legión de colaboradores voluntarios. Los recepcionistas de hotel que te alquilan habitaciones sin necesidad de que firmes en el registro. Los empleados de las agencias de coches de alquiler que te facilitan automóviles que no se pueden rastrear. Los médicos que atienden a tus agentes cuando presentan heridas que podrían resultar difíciles de explicar. Los banqueros que te dan créditos sin hacer preguntas.
– Somos un servicio de inteligencia pequeño -señaló Shamron-. Mil doscientos empleados en total. No podríamos hacer lo que hacemos sin la ayuda de los sayanim. Son uno de los pocos beneficios de la Diáspora, mi ejército privado de colaboradores voluntarios.
– ¿Qué pasa con Oskar Lange?
– Es un abogado de Zurich, especializado en temas impositivos. También se da el caso de que es judío. Es algo que no divulga en Zurich. Hace unos años, lo invité a cenar en un discreto restaurante en el lago y lo incorporé a mi lista de colaboradores. La semana pasada le pedí un favor. Necesitaba su pasaporte y su despacho, y que desapareciera durante un par de semanas. Cuando le expliqué el motivo, se mostró encantado. Incluso más, quería ir a Viena y ayudar en la captura de Radek.
– Confío en que esté en algún lugar seguro.
– Ya lo puedes decir, Adrian. En este momento está en un piso franco de Jerusalén.
Shamron acercó una mano al magnetófono, rebobinó la cinta y luego la puso en marcha.
– ¿Qué tal el viernes?
– El viernes me parece perfecto, siempre que sea a última hora de la tarde. Tengo un compromiso por la mañana que me es imposible cambiar.
– ¿Digamos a las cuatro?
– Me iría mejor a las cinco, Herr Vogel.
– De acuerdo. El viernes a las cinco.
Moshe Rivlin abandonó el piso franco a la mañana siguiente y regresó a Israel en un vuelo de El Al, con un agente del servicio como compañero de viaje. Gabriel se quedó hasta las siete de la tarde del jueves, cuando una furgoneta Volkswagen con dos pares de esquíes en la baca aparcó delante de la casa e hizo sonar el claxon dos veces. Se guardó la Beretta en la pistolera sujeta a la cintura. Carter le deseó suerte. Shamron le dio un beso en la mejilla.
Shamron entreabrió las cortinas y espió la calle. Gabriel se acercó a la ventanilla del conductor. Después de una muy breve discusión, se abrió la puerta y apareció Chiara. Pasó por delante del vehículo y por un momento su figura quedó iluminada por el resplandor de los faros antes de subirse al asiento del pasajero.
La furgoneta se puso en marcha. Shamron la observó hasta que los pilotos traseros rojos desaparecieron en la siguiente esquina. No se movió. La espera. Siempre la espera. La llama de su encendedor provocó una nube de humo ante el cristal.
34
Konrad Becker y Uzi Navot salieron de las oficinas de Becker & Puhl exactamente cuatro minutos después de la una de la tarde del viernes. Un agente llamado Zalman, apostado al otro lado de la Tellstrasse en un Fiat gris, anotó la hora y el estado del tiempo -caía una lluvia torrencial-, y luego transmitió la información a Shamron, que estaba en el piso franco de Munich. Becker iba vestido para un funeral, con un conservador traje gris a rayas y una corbata color antracita. Navot, que imitaba el estilo más moderno de Oskar Lange, vestía una chaqueta de Armani con una camisa de color azul eléctrico y corbata. Becker había llamado a un taxi para que los llevara al aeropuerto. Shamron hubiese preferido un coche particular, con un conductor del servicio, pero Becker siempre iba al aeropuerto en taxi y Gabriel había insistido en no hacer ningún cambio en su rutina. Así que subieron a un taxi, conducido por un inmigrante turco, que los llevó a través de un valle cubierto de niebla hasta el aeropuerto de Kloten, con la escolta asignada por Gabriel a la zaga.