Un mechón cayó sobre los pechos de Chiara. Gabriel lo apartó suavemente. Chiara lo miró. La oscuridad no le permitía ver el color de sus ojos, pero Gabriel adivinó sus pensamientos. Shamron le había enseñado a leer las emociones de los demás, de la misma manera que Umberto Conti le había enseñado a imitar a los viejos maestros. Gabriel, incluso en los brazos de una amante, no podía impedir la incesante búsqueda del más mínimo indicio de una traición.
– No quiero que vayas a Viena. -La muchacha apoyó las manos en el pecho de Gabriel, y él sintió el latido de su corazón contra la piel fresca de las palmas-. No es un lugar seguro para ti. Shamron es quien mejor tendría que saberlo.
– Shamron tiene razón. Pasó hace mucho tiempo.
– Sí, pero si vas allí y comienzas a hacer preguntas sobre el atentado, acabarás tropezándote con la policía y los servicios de seguridad austriacos. Shamron te está utilizando para mantenerse en el juego. Ahora mismo no le importa lo que más te conviene.
– Hablas como uno de los hombres de Lev.
– Me preocupo por ti. -Se inclinó para besarlo en la boca. Sus labios tenían el sabor de las flores-. No quiero que vayas a Viena y te pierdas en el pasado. -Titubeó por un segundo-. Me da miedo perderte.
– ¿Con quién quieres que me pierda?
Chiara se cubrió el pecho con la colcha. La sombra de Leah apareció entre ellos. Había sido la intención de Chiara dejarla entrar en el dormitorio. Chiara sólo hablaba de Leah en la cama, donde creía que Gabriel no le mentiría. Toda la vida de Gabriel era una mentira. Con sus amantes siempre era absolutamente sincero. Sólo podía amar a una mujer si ella sabía que había matado a otros hombres por orden de su país. Él nunca mentía cuando se trataba de Leah. Consideraba que era su deber hablar con franqueza de ella, incluso a las mujeres que habían ocupado su lugar en la cama.
– ¿Tienes idea de lo difícil que es esto para mí? -preguntó la muchacha-. Todo el mundo sabe quién es Leah. Es una leyenda del servicio, lo mismo que tú y Shamron. ¿Cuánto tiempo más se supone que debo vivir con el miedo de que algún día decidas que no puedes hacer esto nunca más?
– ¿Qué quieres que haga?
– Cásate conmigo, Gabriel. Quédate en Venecia y haz tu trabajo. Dile a Shamron que te deje en paz. Tienes el cuerpo lleno de cicatrices. ¿No le has dado ya bastante a tu país?
Gabriel cerró los ojos. Ante él se abrió otra puerta de la galería. Muy a su pesar pasó al otro lado y se encontró en una calle del viejo barrio judío de Viena con Leah y Dani a su lado. Acababan de cenar y estaba nevando. En el bar del restaurante había un televisor, y durante toda la cena habían visto cómo los misiles iraquíes llovían sobre Tel-Aviv. Leah tenía prisa por volver y llamar a su madre. También le había dado prisa para que acabara cuanto antes con su habitual búsqueda en los bajos del coche. «Venga, Gabriel, acaba de una vez. Quiero hablar con mi madre. Quiero oír su voz.» Él se levantó, sujetó a Dani en su asiento y le dio un beso a Leah. Todavía ahora recuerda el sabor de las aceitunas en su boca. Se volvió para dirigirse a la catedral, donde, como parte de su tapadera, estaba restaurando un retablo del martirio de san Esteban. Leah giró la llave de arranque. El motor vaciló. Gabriel se volvió en el acto y le gritó a Leah que no insistiera, pero ella no pudo verlo porque tenía el parabrisas cubierto de nieve. Hizo girar la llave de nuevo y…
Esperó a que las imágenes del fuego y la sangre desaparecieran en la oscuridad; luego le dijo a Chiara lo que ella quería oír. Cuando regresara de Viena, iría a ver a Leah al hospital y le diría que se había enamorado de otra mujer. El rostro de la muchacha se ensombreció.
– Preferiría que hubiese otra manera.
– Tengo que decirle la verdad -afirmó Gabriel-. No se merece menos.
– ¿Lo comprenderá?
Gabriel se encogió de hombros. La enfermedad de Leah era una depresión psicótica. Sus médicos creían que la noche del atentado se repetía en su mente sin solución de continuidad como un bucle en una grabación de vídeo. No había lugar para impresiones y sonidos del mundo real. A menudo se preguntaba qué recuerdos tenía Leah de él en aquella noche. ¿Lo había visto caminar hacia la entrada de la catedral, o había sentido sus manos cuando sacaba su cuerpo del coche en llamas? Sólo estaba seguro de una cosa. Leah no le hablaría. No le había dicho ni una sola palabra en trece años.
– Es por mí -respondió Gabriel-. Tengo que decir las palabras. Tengo que contarle lo nuestro. No tengo nada de que avergonzarme, y por supuesto no me avergüenzo de ti.
Chiara dejó caer la colcha y lo besó febrilmente. Gabriel notó la tensión en su cuerpo y el deseo en su aliento. Después se quedó a su lado y le acarició el pelo. No podía dormir. Quizá porque iba a viajar de nuevo a Viena. Pero había algo más. Tenía el sentimiento de que acababa de cometer un acto de traición sexual. Era como si hubiese poseído a la mujer de otro hombre. Entonces se dio cuenta de que, en su mente, ya se había convertido en Gideon Argov. Chiara, por el momento, era una desconocida.
4
– El pasaporte, por favor.
Gabriel lo deslizó a través del mostrador, abierto. El funcionario miró con una expresión de cansancio la tapa gastada y pasó las páginas hasta dar con el visado. Lo selló -con más violencia de la necesaria, pensó Gabriel- y se lo devolvió sin decir palabra. Gabriel se guardó el pasaporte en un bolsillo del abrigo y comenzó a cruzar el resplandeciente vestíbulo de la terminal de llegadas, llevando una maleta de ruedas.
Ya fuera, ocupó su lugar en la cola de los taxis. Hacía mucho frío, y se presentía la nieve en el viento. Oyó retazos de conversaciones en alemán con acento vienés. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas, el mero sonido de voces que hablaban en alemán no lo inquietaba. El alemán había sido su lengua materna y seguía siendo la lengua de sus sueños. Lo hablaba perfectamente, con el acento berlinés de su madre.
Llegó al primer lugar de la cola. Un Mercedes blanco se adelantó para recogerlo. Gabriel memorizó el número de la matrícula antes de subir al coche. Dejó la maleta en el asiento y le indicó al taxista una dirección varias calles más allá del hotel donde tenía reservada una habitación.
El taxi entró en la autopista, que atravesaba una zona degradada de fábricas, plantas eléctricas y de gas. Gabriel no tardó mucho en ver la iluminada torre de la catedral de San Esteban, que destacaba por encima del Innere Stadt. A diferencia de la mayoría de las ciudades europeas, Viena se había mantenido prácticamente intocada y libre de la plaga urbanística. En realidad, su aspecto y su estilo de vida habían cambiado poco a lo largo de todo un siglo, desde la época en que había sido la capital de un imperio que se extendía a través de Centroeuropa y los Balcanes. Aún era posible merendar una tarta de crema en Demel's o disfrutar de un café y leer el periódico en Landtmann o en el café Central. En el Innere Stadt era mejor olvidarse del automóvil y utilizar el tranvía o caminar por aquellos soberbios bulevares peatonales con casas de arquitectura gótica y barroca y tiendas de lujo. Los hombres aún vestían trajes de loden y sombreros tiroleses con plumas; a las mujeres aún les parecía elegante vestir el traje típico tirolés. Brahms había dicho que vivía en Viena porque prefería trabajar en un pueblo. Seguía siendo un pueblo, pensó Daniel, con el desprecio habitual de los pueblos por los cambios y el resentimiento ante los forasteros. Para Gabriel, Viena siempre sería una ciudad de fantasmas.