Выбрать главу

No tardaron en tropezarse con el primer inconveniente. El frente frío que afectaba a Zurich había convertido la lluvia en un temporal de aguanieve, cosa que había obligado a las autoridades del aeropuerto a suspender los vuelos. Los pasajeros del vuelo 1.578 de la compañía aérea suiza, con destino a Viena, embarcaron a la hora fijada, pero el avión permaneció inmovilizado en la pista. Shamron y Carter, que seguían la situación a través de los ordenadores instalados en el piso franco, discutieron las alternativas. ¿Debían decir a Becker que llamara a Radek para advertirle de la demora? ¿Qué pasaría si Radek tenía otros planes, decidía cancelar el encuentro y lo fijaba para otro día? Los equipos y los vehículos ya estaban en posición. Un retraso podía poner en peligro la operación. Shamron afirmó que lo mejor era esperar. Así que esperaron.

A las dos y media, las condiciones meteorológicas habían mejorado. Se reabrió el aeropuerto y el vuelo 1.578 ocupó su lugar en la lista de despegues. Shamron hizo los cálculos. El vuelo a Viena duraba menos de noventa minutos. Si no había nuevos retrasos, aún llegarían a Viena a tiempo.

El avión despegó a las tres menos cuarto y se evitó el desastre. Shamron comunicó al equipo que esperaba en el aeropuerto de Viena que el paquete iba de camino.

La tormenta sobre los Alpes hizo que el vuelo a Viena fuera demasiado turbulento para el agrado de Becker. Para calmar los nervios, se bebió tres botellines de vodka Stolichnaya y visitó el aseo dos veces; todo esto fue debidamente anotado por Zalman, que estaba sentado tres asientos más atrás. Navot, la viva imagen de la concentración y la serenidad, contemplaba el mar de nubes negras a través de la ventanilla. No había probado la copa de agua mineral con gas que le habían servido.

Aterrizaron en Viena unos minutos después de las cuatro. El cielo estaba encapotado pero no llovía. Zalman los siguió hacia el control de pasaportes. Becker visitó el aseo una vez más. Navot, con un movimiento de ojos casi imperceptible, ordenó a Zalman que lo siguiera. Esta vez, el banquero, tras salir del reservado, dedicó tres minutos a acicalarse delante del espejo; una eternidad, a juicio de Zalman, para un hombre que era prácticamente calvo. El escolta consideró darle un puntapié en el tobillo para que se diera prisa, pero luego decidió dejarlo hacer. Después de todo, era un aficionado que actuaba bajo presión.

Tras pasar por el control de pasaportes, Becker y Navon entraron en el vestíbulo de la terminal. Allí, entre la multitud, estaba un alto y espigado experto en vigilancia llamado Mordecai. Vestía un traje oscuro y sostenía un trozo de cartón donde estaba escrito un nombre: Bauer. Su coche, un Mercedes negro, estaba aparcado en la zona azul. Dos coches más allá había un Audi plateado. Las llaves estaban en el bolsillo de Zalman.

El agente los adelantó en la autopista que llevaba a Viena. Marcó el número del teléfono del piso franco en Munich y, con unas pocas palabras cuidadosamente escogidas, informó a Shamron de que Navot y Becker cumplían con el horario y que se dirigían hacia el objetivo. A las 4.45, Mordecai llegó al canal del Danubio. A las 4.50 ya estaba en el primer distrito y circulaba entre el intenso tráfico de la hora punta por la Ringstrasse. Giró a la derecha para entrar en una calle adoquinada y doblar de nuevo en la primera calle a la izquierda. Un momento más tarde, detuvo el coche delante de la reja de hierro de la mansión de Erich Radek. Zalman pasó de largo.

– Haga señales con los faros -dijo Becker-, y el guardaespaldas le abrirá.

Mordecai hizo las señales. La verja permaneció inmóvil durante unos segundos muy tensos; luego se oyó un sonoro estrépito metálico y el zumbido de un motor. Mientras la verja se abría lentamente, el guardaespaldas de Radek apareció en la puerta principal. La fuerte luz del vestíbulo iluminaba la silueta de la cabeza y los hombros con una aureola blanca. Mordecai esperó a que la verja se abriera del todo antes de avanzar por el corto camino para los coches.

Navot se apeó primero, luego Becker. El banquero estrechó la mano del guardaespaldas y le presentó a su acompañante como «mi abogado de Zurich, Herr Oskar Lange». El guardaespaldas asintió, los invitó a pasar con un gesto y cerró la puerta.

Mordecai consultó su reloj: las 4.58. Cogió el móvil y marcó un número de Viena.

– Llegaré tarde a cenar -dijo.

– ¿Todo en orden? -preguntó su interlocutor.

– Sí. Todo en orden.

Unos segundos más tarde, en Munich, apareció una señal en la pantalla del ordenador de Shamron. El viejo consultó su reloj.

– ¿Cuánto tiempo les darás? -preguntó Cartero

– Cinco minutos, y ni un segundo más.

El Audi negro con la antena montada en el portón del maletero estaba aparcado un par de manzanas más allá. Zalman aparcó el suyo detrás, se bajó y caminó hasta la puerta del acompañante del otro coche. Oded estaba sentado al volante. Era un hombre fornido con los ojos color castaño y la nariz aplastada de los boxeadores. Zalman, al sentarse a su lado, olió la tensión en su aliento. Él había disfrutado de la actividad de la tarde; Oded, en cambio, había estado encerrado en el piso franco de Viena sin nada más que hacer que pensar en las consecuencias del fracaso. Había un móvil junto a la palanca de cambios, con el número de Munich predeterminado. Zalman escuchó la pausada respiración de Shamron. Una imagen apareció en su mente: un Shamron joven que caminaba bajo un aguacero por una calle de un barrio argentino, ya Eichmann que acababa de bajar de un autobús y caminaba hacia él. Oded puso en marcha el motor, Zalman volvió al presente. Miró el reloj en el tablero: 5.03.

La E461, más conocida por los austriacos como la Brünner strasse, es una autopista de dos carriles que sale de Viena por el norte y atraviesa las onduladas colinas de la Weinviertel, la región vitivinícola de Austria. Está a ochenta kilómetros de la frontera checa. Hay una garita de aduanas, cubierta por una gran marquesina, por lo general vigilada por dos guardias que tienen muy pocas ganas de abandonar la comodidad de esa garita de aluminio y cristal para ocuparse de la más mínima inspección de los vehículos que salen del país. En el lado checo, el control de los documentos dura un poco más, aunque los visitantes procedentes de Austria son recibidos con los brazos abiertos.

A poco más de un kilómetro y medio, en las colinas del sur de Moravia, se levanta la antigua ciudad de Mikulov. Es una ciudad fronteriza, que se edificó en su época con la idea de resistir los asedios enemigos. Era algo que se adecuaba al humor de Gabriel. Estaba detrás de un antepecho de ladrillos de un castillo medieval, por encima de los tejados rojos de la vieja ciudad, y debajo de un par de pinos torcidos por el viento. Las gotas de la lluvia helada corrían como lágrimas por la superficie de su impermeable. Su mirada estaba fija en la frontera. En la oscuridad, sólo se veían las luces de los coches que circulaban por la autopista, las luces blancas de los vehículos que subían hacia él, y las luces rojas de los pilotos de los coches que iban hacia la frontera austriaca.

Consultó su reloj. Ahora estarían en el interior de la casa de Radek. Gabriel se imaginó el momento en que se abrían los maletines, la invitación a café y bebidas. Después apareció otra imagen, una columna de mujeres vestidas de gris, que avanzaban penosamente por una carretera cubierta de nieve y teñida con la sangre de las víctimas. A su madre que lloraba lágrimas de hielo.