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Llamaron a la puerta, dos recios golpes que resonaron en el techo y en el suelo de mármol del pasillo. El guardaespaldas abrió la puerta. Dos hombres vestidos de paisano entraron en la casa.

– ¿Está preparado, Herr Vogel?

Radek asintió. Luego se volvió de nuevo hacia Navot y Becker.

– Una vez más, caballeros, les ruego que acepten mis disculpas. Siento mucho los inconvenientes.

Radek caminó hacia la puerta, con Klaus a su lado. Uno de los agentes le cerró el paso y apoyó una mano en el pecho del guardaespaldas. Klaus se la apartó de un manotazo.

– ¿Qué se cree que está haciendo?

– Herr Kruz nos dio instrucciones muy concretas. Dijo que sólo debíamos acompañar a Herr Vogel y a nadie más.

– Es imposible que Kruz diera semejante orden. Sabe muy bien que siempre me acompaña. Siempre ha sido así y continuará siéndolo.

– Lo siento, pero son las órdenes que nos dieron.

– Déjeme ver su placa y la identificación.

– No hay tiempo. Por favor, Herr Vogel. Venga con nosotros.

El guardaespaldas dio un paso atrás y metió la mano debajo de la chaqueta. Antes de que el arma acabara de aparecer del todo, Navot se abalanzó sobre él. Con la mano izquierda, sujetó la muñeca del guardaespaldas y le apretó la pistola contra el abdomen. Con la derecha, descargó dos terribles golpes con la mano abierta contra la nuca. El primero hizo tambalear a Halder. El segundo lo desplomó. La Glock cayó sobre el suelo de mármol.

Radek miró la pistola y por un instante pareció como si fuera a agacharse para recogerla. Pero corrió a refugiarse en su despacho y cerró la puerta.

Navat accionó el pomo. La puerta estaba cerrada por dentro. Retrocedió un par de metros, tomó carrerilla y se lanzó contra la puerta, con el hombro por ariete. La puerta cedió a la embestida y Navot entró con tanta violencia en la habitación en penumbra que cayó al suelo. Se levantó en el acto. Vio que Radek ya había abierto el falso frente de una estantería y entraba en la cabina de un ascensor.

Consiguió llegar al ascensor en el momento en que la puerta se cerraba. Metió los brazos dentro y sujetó a Radek por las solapas del abrigo. La puerta golpeó el hombro izquierdo de Navot. Radek le cogió las muñecas e intentó soltarse. Navot no aflojó a su presa.

Oded y Zalman llegaron en su ayuda. Zalman, el más alto de los dos, levantó los brazos por encima de la cabeza de Navot para sujetar la puerta. Oded se deslizó a un lado y empujó la puerta con todas sus fuerzas. La puerta acabó por ceder.

Navot arrastró a Radek fuera del ascensor. Ahora no había tiempo para andarse con subterfugios ni engaños. Le tapó la boca al viejo con una mano. Zalman lo sujetó por las piernas y lo levantó. Oded se encargó de apagar las luces. Navot miró a Becker.

– Suba al coche. Muévase, idiota.

Sacaron a Radek en volandas. Bajaron la escalinata y caminaron hacia el Audi. Radek tiraba de la mano de Navot, en un intento de librarse de la mordaza, al tiempo que pataleaba. Navot oyó las maldiciones de Zalman. Aunque parecía imposible, incluso en plena refriega, maldecía en alemán.

Oded abrió la puerta de atrás y luego corrió a sentarse al volante. Navot metió a Radek de cabeza en el coche y lo aplastó contra el asiento. Zalman se unió a ellos y cerró la puerta. Becker se sentó en un asiento de atrás del Mercedes. Mordecai aceleró, y el coche salió disparado a la calle, con el Audi detrás.

El cuerpo de Radek se aflojó repentinamente. Navot apartó la mano de la boca del viejo y el austriaco boqueó como un pez fuera del agua.

– Me hace daño -protestó-. No puedo respirar.

– Lo soltaré, pero antes quiero su palabra de que se comportará. Se acabaron los intentos de fuga. ¿Me lo promete?

– Suélteme, idiota. Me está aplastando.

– Lo haré, viejo. Sólo quiero que antes me haga un favor. Dígame su nombre.

– Ya conoce mi nombre. Me llamo Vogel. Ludwig Vogel.

– No, ese nombre no. Su verdadero nombre.

– Ése es mi verdadero nombre.

– ¿Quiere sentarse y salir de Viena como un hombre, o tendré que seguir sentado encima de usted todo el camino?

– Quiero sentarme. ¡Me está haciendo daño, maldita sea!

– Sólo dígame su nombre.

El anciano permaneció en silencio durante unos segundos, y luego murmuró:

– Mi nombre es Radek.

– Lo siento, pero no lo he oído. ¿Podría repetírmelo, por favor? Esta vez más fuerte.

El prisionero respiró profundamente y su cuerpo se puso rígido, como si estuviese en un patio de armas y no tumbado en el asiento trasero de un coche.

– ¡Soy el Sturmbannführer Erich Radek!

En el piso franco en Munich, el mensaje apareció en la pantalla del ordenador de Shamron: Paquete recogido.

Carter palmeó a su colega en la espalda.

– ¡Que me cuelguen! ¡Lo tienen! ¡Lo han conseguido! Shamron se levantó para ir hacia la pared donde estaba el mapa.

– La captura siempre es la parte más sencilla de la operación, Adrian. Sacado del país es lo difícil.

Miró el mapa. Ochenta kilómetros hasta la frontera checa. «Venga, Oded -pensó-. Conduce como nunca has conducido antes en tu vida.»

36

VIENA

Oded había hecho ese recorrido una docena de veces pero nunca de esa manera, nunca con una sirena y una luz azul sobre el tablero, y nunca con la mirada de los ojos de Erich Radek en el espejo retrovisor clavada en los suyos. La huida del centro de la ciudad había ido mejor de lo que esperaban. Había mucho tráfico, pero no tanto como para que los coches no se apartaran rápidamente al ver la luz azul y oír el aullido de la sirena. Radek intentó rebelarse en dos ocasiones, y en ambas fue sujetado sin contemplaciones por Navot y Zalman.

Ahora circulaban a toda velocidad en dirección norte. Habían dejado atrás el tráfico de Viena, continuaba lloviendo y en los bordes del parabrisas se había formado una fina capa de hielo. Pasaron junto a un carteclass="underline" República checa 42 km. Navot miró a través de la luneta trasera durante unos segundos, antes de decide a Oded, en hebreo, que apagara la sirena y la luz azul.

– ¿Adónde me llevan? -preguntó Radek entre jadeos-. ¿Adónde me llevan? ¿Adónde?

Navot permaneció en silencio, tal como le había ordenado Gabriel. «Deja que pregunte hasta que se aburra -le había dicho Gabriel-. No le des la satisfacción de una respuesta. Deja que la incertidumbre lo corroa. Es lo que él haría si estuviera en tu lugar.»

Así que Navot contempló el paisaje a través de la ventanilla y los pueblos por donde pasaban -Mistelbach, Wilfersdorf, Erdberg- y sólo pensó en una cosa: el guardaespaldas que había dejado inconsciente en la entrada de la casa de Radek.

Poysdorf apareció ante ellos. Oded atravesó el pueblo y luego giró para entrar en una carretera bordeada por pinos cubiertos de nieve y la siguió hacia el este.

– ¿Adónde vamos? ¿Adónde me llevan?

Navot fue incapaz de seguir resistiendo en silencio a las preguntas.

– Nos vamos a casa, y usted vendrá con nosotros.

Radek le dedicó una sonrisa gélida.

– Sólo ha cometido un error esta noche, Herr Lange. Tendría que haber matado a mi guardaespaldas cuando tuvo la oportunidad.

Klaus Halder abrió un ojo, después el otro. La oscuridad era total. Permaneció inmóvil durante un momento, mientras intentaba determinar la posición de su cuerpo. Había caído de bruces, con los brazos a los costados, y tenía la mejilla derecha aplastada contra el frío mármol. Intentó levantar la cabeza; un dolor fulminante le recorrió toda la espalda. Ahora recordaba el instante en que había ocurrido. Había echado mano a la pistola cuando lo habían golpeado dos veces por detrás. Había sido el abogado de Zurich, Oskar Lange. Evidentemente, Lange no era un abogado como los demás. Había estado metido en esto desde el principio, como Halder había sospechado.