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Se puso de rodillas y luego se sentó con la espalda apoyada en la pared. Cerró los ojos y esperó a que el pasillo dejara de dar vueltas. Se tocó la nuca. Notó un bulto del tamaño de una manzana. Levantó el brazo izquierdo para mirar la esfera luminosa de su reloj: las 5.57. ¿Cuándo había pasado? Unos minutos después de las 5, a las 5.10 como máximo. A menos de que dispusieran de un helicóptero en la Stephansplatz, lo más probable era que aún se encontraran en Austria.

Se palmeó el bolsillo derecho de la americana y comprobó que aún llevaba el teléfono móvil. Lo sacó y marcó un número. Atendieron a la segunda llamada. Una voz conocida.

– Soy Kruz.

Treinta segundos más tarde, Manfred Kruz colgó el teléfono de golpe y consideró sus opciones. La respuesta más obvia era hacer sonar las sirenas de alarma, avisar a todas las unidades de la policía de que el viejo había sido secuestrado por agentes israelíes, ordenar el cierre de los pasos fronterizos y el aeropuerto. Obvia, sí, pero muy peligrosa. Una medida de ese estilo provocaría muchas preguntas incómodas. «¿Por qué han secuestrado a Herr Vogel?», «¿Quién es en realidad?» La candidatura de Peter Metzler se hundiría, y con ella la carrera de Kruz. Incluso en Austria, esa clase de asuntos se las apañaban para tener vida propia, y Kruz sabía que las investigaciones no se detendrían en Vogel.

Los israelíes sabían que lo pondrían en un brete y habían escogido bien el momento. Kruz era consciente de que debía encontrar una manera de intervenir más sutil, una manera de detener a los israelíes sin provocar ningún desastre de más alcance. Cogió el teléfono y marcó un número.

– Soy Kruz. Los norteamericanos nos han informado de la posibilidad de que un grupo de al-Qaeda esté atravesando esta noche el país en un vehículo. Sospechan que pueden ir acompañados por simpatizantes europeos para pasar inadvertidos. He activado la red de alerta antiterrorista. A partir de ahora, la vigilancia en las fronteras, los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril pasa a nivel dos.

Colgó el teléfono y miró a través de la ventana. Acababa de echarle un cable al viejo. Se preguntó si estaría en condiciones de cogerlo. Kruz sabía que si tenía éxito, no tardaría en verse enfrentado con otro problema: ¿qué hacer con el equipo de agentes israelíes? Buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel.

«-¿Quién responderá si marco este número?

»-La violencia.»

Manfred Kruz cogió de nuevo el teléfono.

Desde su regreso a Viena, el Relojero prácticamente no había tenido motivos para abandonar el santuario de su pequeña tienda en el barrio de Stephansdom. Sus frecuentes viajes le habían dejado con una larga lista de trabajos pendientes, incluido un reloj construido por el famoso relojero vienés Ignaz Marenzeller, en 1840. La caja de caoba estaba en un estado impecable, pero la esfera de plata había necesitado muchas horas de restauración. El mecanismo original del reloj, hecho a mano, con su cuerda de setenta y cinco días, estaba desmontado sobre su mesa de trabajo.

Sonó el teléfono. Bajó el volumen de su reproductor de CD, y los acordes del Concierto de Brandeburgo N.º 4 se redujeron a un murmullo. Bach era una elección prosaica, pero para el Relojero la precisión de Bach era el acompañamiento perfecto para la tarea de desmontar y reconstruir la maquinaria de un reloj antiguo. Buscó el teléfono con la mano izquierda. Un fuerte dolor le recorrió el brazo, un recordatorio de sus andanzas por Roma y Argentina. Acercó el auricular al oído derecho y lo sujetó con el hombro.

– Sí -dijo mecánicamente, mientras sus manos continuaban trabajando.

– Un amigo mutuo me ha dado su número.

– Comprendo -respondió el Relojero-. ¿En qué puedo ayudarlo?

– No soy yo quien necesita ayuda. Es nuestro amigo. El Relojero dejó las herramientas.

– ¿Nuestro amigo?

– Usted hizo un trabajo para él en Roma y Argentina. Supongo que conoce al hombre al que me refiero.

El Relojero lo conocía. El viejo lo había engañado y en dos ocasiones el engaño había estado a punto de costarle la vida. Ahora acababa de cometer el pecado mortal de facilitarle su número a un desconocido. Era obvio que el viejo se había metido en problemas. El Relojero sospechó que debía de tener alguna relación con los israelíes. Decidió que ése era un magnífico momento para concluir su relación.

– Lo siento -respondió-, pero creo que me ha confundido con otra persona.

Su interlocutor intentó una protesta. El Relojero colgó el teléfono y subió el volumen del reproductor de CD, hasta que la música de Bach resonó por todo el taller.

En el piso franco de Munich, Carter colgó el teléfono y miró a Shamron, que aún continuaba de pie delante del mapa, como si se estuviese imaginando el viaje de Radek hacia la frontera checa.

– Una llamada de nuestra estación de Viena. Por lo que parece, Manfred Kruz ha ordenado que la vigilancia antiterrorista pase a nivel dos.

– ¿Nivel dos? ¿Eso qué significa?

– Significa que quizá os encontraréis con alguna dificultad en la frontera.

Estaban apostados en una hondonada, junto a un arroyo helado. Había dos vehículos, un Opel y una furgoneta Volkswagen. Chiara estaba sentada al volante de la furgoneta, con las luces de posición encendidas, el motor apagado, el reconfortante peso de la Beretta en la falda. No había ninguna otra señal de vida, ni una sola luz en el pueblo, ni el rumor del tráfico, sólo el golpeteo del aguanieve contra el techo de la furgoneta y el aullido del viento que agitaba las copas de los abetos.

Volvió la cabeza hacia la zona de carga de la furgoneta. La habían acondicionado para recibir a Radek. Habían abierto el plegatín. Debajo de la cama había un compartimento hecho a medida donde lo esconderían para cruzar la frontera. Allí estaría cómodo, mucho más de lo que se merecía.

Miró a través del parabrisas. No había mucho que ver. La angosta carretera que subía una pequeña cuesta a lo lejos. Entonces, repentinamente, se vio una luz, un resplandor blanco que alumbró el horizonte y convirtió los árboles en minaretes negros. Durante unos segundos, el aguanieve parecía una nube de insectos impulsada por el viento. A continuación aparecieron los faros. El coche pasó por la cumbre de la colina, y las luces la alumbraron, al tiempo que se movían las sombras de los árboles. Chiara empuñó la Beretta y apoyó el índice en el gatillo.

El coche frenó bruscamente junto a la furgoneta. Chiara miró el asiento trasero y vio al asesino, sentado entre Navot y Zalman, rígido como un comisario a la espera de una purga de sangre. Pasó a la zona de carga para realizar una última inspección.

– Quítese el abrigo -ordenó Navot.

– ¿Por qué?

– Porque yo se lo digo.

– Tengo derecho a saber por qué.

– ¡No tiene ningún derecho! Haga lo que digo.

Radek no se dio por enterado. Zalman lo sujetó por las solapas del abrigo. La reacción del anciano fue la de cruzarse de brazos. Navot exhaló un sonoro suspiro. Si el viejo cabrón estaba buscando una última pelea, la tendría. Navot le apartó los brazos mientras Zalman le quitaba la manga derecha y luego la izquierda. Siguió el mismo proceso con la americana de espiga. Por último, Zalman le levantó la manga de la camisa y dejó a la vista la piel fofa del brazo. Navot ya tenía preparada una jeringuilla con un sedante.

– Es por su propio bien -le explicó Navot-. Es muy suave y de corta duración. Soportará mucho mejor el viaje. No tendrá claustrofobia.