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– Nunca he tenido claustrofobia.

– No me importa.

Navot clavó la aguja en el brazo de Radek y apretó el émbolo. Al cabo de unos segundos, el cuerpo de Radek se relajó, luego la cabeza cayó hacia un lado y se le aflojó la mandíbula. Navot abrió la puerta y se bajó. Después sujetó el cuerpo inerte de Radek por debajo de los brazos y lo arrastró fuera del coche.

Zalman lo levantó por las piernas, y juntos lo cargaron como a un muerto en combate hasta la furgoneta. Chiara los esperaba con una botella de oxígeno y una mascarilla de plástico transparente. Navot y Zalman dejaron al anciano en el suelo de la Volkswagen para que Chiara le cubriera la boca y la nariz con la mascarilla. El plástico se empañó en el acto, una prueba de que Radek respiraba con normalidad. Le tomó el pulso. Fuerte y rítmico. Lo acomodaron en el compartimento y lo cerraron.

Chiara se sentó al volante y puso en marcha el motor, Oded cerró la puerta lateral y dio una palmada en el cristal. Chiara soltó suavemente el embrague y emprendió el camino hacia la autopista. Los demás subieron al Opel y la escoltaron.

Cinco minutos más tarde, las luces del paso fronterizo aparecieron como faros en el horizonte. A medida que se acercaba, Chiara vio una pequeña cola de coches, unos seis, que esperaban la autorización para cruzar. Había dos guardias que verificaban los pasaportes y alumbraban el interior de los vehículos con sus linternas. Miró de reojo hacia atrás. La tapa del compartimento estaba bien cerrada. Radek permanecía en silencio.

El coche que tenía delante arrancó en respuesta a la señal de uno de los guardias y cruzó la frontera. Le indicaron que avanzara. Chiara bajó la ventanilla y le sonrió.

– El pasaporte, por favor.

Chiara se lo dio. El segundo guardia estaba ahora junto a la puerta del acompañante, y la muchacha vio por el rabillo del ojo el resplandor de la luz de la linterna, que iluminaba la zona de carga.

– ¿Ocurre algo?

El guardia continuó observando la foto del pasaporte y no respondió.

– ¿Cuándo entró en Austria?

– Hoy.

– ¿Por dónde?

– Por Tarvisio, en Italia.

El hombre dedicó unos segundos más a comparar su rostro con la foto del pasaporte. Luego abrió la puerta y le indicó que bajara de la furgoneta.

Uzi Navot contemplaba la escena desde el asiento delantero del Opel. Miró a Oded y maldijo por lo bajo. Marcó el número del piso franco de Munich en el móvil. Shamron respondió a la primera llamada.

– Tenemos un problema -dijo Navot.

El guardia le ordenó que se colocara delante de la furgoneta y le alumbró directamente a la cara. A pesar de que la luz casi la cegaba, alcanzó a ver que el segundo guardia abría la puerta lateral. Se obligó a mirar a su interrogador. Intentó no pensar en la Beretta apretada contra su columna vertebral; en Gabriel, que la esperaba en Mikulov, al otro lado de la frontera; ni en Navot, Oded y Zalman, que la observaban impotentes desde el Opel.

– ¿Adónde viaja?

– A Praga.

– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Praga?

Chiara lo fulminó con una mirada que decía claramente: «No es asunto suyo.» En voz alta, respondió:

– Voy a ver a mi novio.

– Novio -repitió el guardia-. ¿Qué hace su novio allí?

«Enseña italiano», le había dicho Gabriel.

Contestó a la pregunta.

– ¿Dónde enseña?

«En el Instituto de Lenguas Extranjeras de Praga», había dicho Gabriel.

Chiara respondió de nuevo como le había indicado Gabriel.

– ¿Cuánto tiempo lleva como profesor en ese Instituto de Praga?

– Tres años.

– ¿Lo visita a menudo?

– Una vez al mes, a veces dos.

El segundo guardia había entrado en la furgoneta. Una imagen de Radek apareció en la mente de Chiara, con los ojos cerrados, la mascarilla de oxígeno sobre la nariz y la boca. «No te despiertes -pensó-. No te muevas. No hagas ningún ruido. Por una vez en tu puñetera vida compórtate como una persona decente.»

– ¿Cuándo entró en Italia?

– Ya se lo he dicho.

– Dígamelo de nuevo, por favor.

– Hoy.

– ¿A qué hora?

– No recuerdo la hora.

– ¿Fue por la mañana o por la tarde?

– Por la tarde.

– ¿A primera hora o más tarde?

– A primera hora.

– Así que aún había luz.

Chiara titubeó. El guardia insistió.

– ¿Sí? ¿Aún había luz?

La joven asintió. Oyó el ruido de las puertas de atrás de la furgoneta. Se forzó a no desviar la mirada del rostro de su interrogador. Su rostro no se veía bien y empezó a transformarse en el de Erich Radek; no la patética versión de Radek que yacía inconsciente en el compartimento secreto de la furgoneta, sino el Radek que había apartado a una jovencita llamada Irene Frankel de las columnas de la Marcha de la Muerte para someterla a una última tortura.

«-¡Repite, judía! Te trasladaron al este. Tenías comida abundante y una adecuada atención médica. Las cámaras de gas y los crematorios son mentiras de los judíos y los bolcheviques.»

«Puedo ser tan fuerte como tú, Irene -dijo para sus adentros-. Pasaré por esto. Por ti.»

– ¿Ha hecho alguna parada en Austria?

– No.

– ¿No ha aprovechado la oportunidad de visitar Viena?

– Ya he estado en Viena. No me gustó.

El guardia volvió a mirarla a la cara.

– Es italiana, ¿verdad?

– Tiene mi pasaporte en la mano.

– No me refiero a su pasaporte. Hablo de su raza, su sangre. ¿Es italiana de nacimiento, o es una inmigrante, de, digamos, Oriente Próximo o del norte de África?

– Soy italiana de pura cepa -respondió Chiara con toda sinceridad.

El segundo guardia se apeó de la furgoneta y sacudió la cabeza. Su interrogador le devolvió el pasaporte.

– Lamento la demora. Que tenga un buen viaje.

Chiara se sentó al volante, arrancó y cruzó la frontera. Comenzó a llorar. Eran lágrimas de alivio y de rabia. En un primer momento intentó contenerlas, pero no sirvió de nada. La carretera se convirtió en algo difuso. Los pilotos de los coches parecían una ondulante cinta roja. Siguió llorando.

– Por ti, Irene -gritó-. Lo he hecho por ti.

La estación de ferrocarril de Mikulov estaba al pie de la ciudad vieja, en el punto donde la llanura se encontraba con la ladera de la colina. Había un único andén que soportaba el casi permanente azote del viento que llegaba de los Cárpatos, y un triste aparcamiento de gravilla que se inundaba cada vez que llovía. Delante de la entrada de la estación había una parada de autobús con los paneles cubiertos de pintadas. Allí, resguardado del viento y la lluvia, esperaba Gabriel, con las manos en los bolsillos del impermeable.

Alzó la mirada cuando la furgoneta entró en el aparcamiento. Esperó a que se detuviera antes de abandonar el refugio y salir bajo la lluvia. Chiara se inclinó sobre el asiento y le abrió la puerta del acompañante. Al encenderse la luz interior, Gabriel vio las huellas de las lágrimas en su rostro.

– ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Quieres que conduzca?

– No, puedo hacerlo yo.

– ¿Estás segura?

– Sube de una vez, Gabriel. No soporto estar sola con él.

Gabriel subió y cerró la puerta. Chiara dio la vuelta para volver a la autopista. Al cabo de un momento, viajaban a toda velocidad en dirección norte, hacia los Cárpatos.

Tardaron media hora en llegar a Brno, y otra hora hasta Ostrava. Gabriel levantó la tapa del compartimento en dos ocasiones para comprobar el estado de Radek. Eran casi las ocho cuando llegaron a la frontera polaca. Esta vez no había control alguno, ni cola de coches, sólo una mano que asomó por la ventana de la garita y les indicó que cruzaran la frontera.

Gabriel pasó a la parte de atrás y sacó a Radek del compartimento. Luego sacó una jeringuilla. Esta vez estaba llena con una dosis de un estimulante suave, sólo lo necesario para que recuperara la conciencia. Gabriel clavó la aguja en el brazo de Radek, le inyectó la droga, luego retiró la aguja y limpió el pinchazo con alcohol. Los ojos de Radek se abrieron lentamente. Observó el entorno unos segundos antes de mirar el rostro de Gabriel.