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– ¿Allon? -murmuró a través de la más carilla de oxígeno.

Gabriel asintió.

– ¿Adónde me lleva?

Gabriel no respondió.

– ¿Voy a morir? -preguntó Radek, pero antes de que Gabriel pudiera responderle, ya se había dormido de nuevo.

37

POLONIA ORIENTAL

La barrera entre la consciencia y el coma era como un telón, a través del cual podía pasar a voluntad. No sabía cuántas veces había atravesado ese telón. Había perdido la noción del tiempo, lo mismo que había perdido su vieja vida. Su hermosa casa en Viena le parecía ahora la casa de otro hombre, en otra ciudad. Algo había ocurrido cuando había gritado su verdadero nombre a los israelíes. Ahora Ludwig Vogel era un extraño para él, un conocido al que no había visto en muchos años. Volvía a ser Radek. Por desgracia, el tiempo no había sido bondadoso con él. El alto y atractivo hombre de negro estaba ahora encerrado en un cuerpo débil y achacoso.

El judío lo había colocado en una cama plegable. Tenía las manos y los pies sujetos con una ancha cinta de embalaje, y estaba sujeto con correas a la cama como un enfermo mental. Las muñecas le servían como un portal entre los dos mundos. No tenía más que doblarlas para que el borde de la cinta se le clavara dolorosamente en la piel, y él pudiera pasar del mundo de los sueños al reino de lo real. ¿Sueños? ¿Era correcto llamar sueños a esas visiones? No, eran demasiado precisas, demasiado reveladoras. Eran recuerdos sobre los que no tenía ningún control, sólo el poder de interrumpirlos por unos momentos por el procedimiento de hacerse daño con la cinta adhesiva.

Su rostro estaba cerca de la ventanilla, y el cristal no estaba tapado. Podía ver, cuando estaba despierto, el interminable paisaje sumido en la oscuridad. No necesitaba las señalizaciones para saber dónde estaba. Una vez, en otra vida, él había gobernado la noche en esa tierra. Recordaba esa carretera: Dachnow, Zukow, Narol… Sabía el nombre del próximo pueblo, antes de que la señalización apareciera a través de la ventanilla: Belzec…

Cerró los ojos. ¿Por qué ahora, después de tantos años? Después de la guerra, nadie había mostrado interés en un vulgar oficial de la SD que había servido en Ucrania -nadie excepto los rusos, por supuesto- y cuando apareció su nombre relacionado con la Solución Final, el general Gehlen se había encargado de su fuga y de proporcionarle una nueva identidad. Su vieja vida había quedado sepultada en el pasado. Había sido perdonado por Dios y su Iglesia e incluso por sus enemigos, que se habían servido ávidamente de sus servicios cuando ellos también se sintieron amenazados por los bolcheviques judíos. Los gobiernos no habían tardado en perder todo interés en juzgar a los presuntos criminales de guerra, y los aficionados como Wiesenthal se habían centrado en las grandes figuras como Eichmann y Mengele, lo que había ayudado a que los peces pequeños como él encontraran refugio seguro. Sólo en una ocasión había surgido una amenaza grave. A mediados de los años setenta, un periodista norteamericano, un judío, por supuesto, se había presentado en Viena y había hecho demasiadas preguntas. Su coche se había despeñado por un barranco, y la amenaza había sido eliminada. En aquel momento había actuado sin vacilaciones. Quizá tendría que haber arrojado a Max Klein por un barranco a la primera señal de que podía haber problemas. Se había fijado en él aquel primer día en el café Central, y en los días posteriores. El instinto le había advertido que Klein era un problema. Había titubeado. Entonces Klein se había ido con su historia al despacho del judío Lavon, y ya había sido demasiado tarde.

Pasó de nuevo a través del telón. Se encontró en Berlín, sentado en el despacho del Gruppenführer Heinrich Müller, jefe de la Gestapo. Müller se estaba quitando un resto de comida de los dientes al tiempo que sostenía en alto una carta que acababa de recibir de Luther, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Corría el año 1942.

– Por lo que parece, los rumores de nuestras actividades en el este han comenzado a llegar a oídos de nuestros enemigos. También tenemos un problema con un lugar de la región de Warthegau. Quejas sobre la contaminación de las aguas o algo así.

– Si se me permite hacer la pregunta obvia, Herr Gruppenführer, ¿qué importancia tiene que los rumores lleguen a Occidente? ¿Quién podrá creer que algo así es posible?

– Los rumores son una cosa, Erich. Las pruebas son algo muy distinto.

– ¿Quién va a desenterrar las pruebas? ¿Algún patán polaco? ¿Un peón ucraniano de ojos rasgados?

– Quizá los Ivanes.

– ¿Los rusos? ¿Cómo podrían llegar a descubrir…?

Müller levantó una de sus manazas. Había concluido la discusión. Entonces lo comprendió. La aventura rusa del Führer no marchaba de acuerdo con los planes. Ya no estaba asegurada la victoria en el este. El jefe de la Gestapo se inclinó hacia adelante.

– Lo voy a enviar al infierno, Erich. Voy a hundir su bonita cara nórdica en la mierda hasta tal punto que nunca más verá la luz del día.

– ¿Cómo podré agradecérselo, Herr Gruppenführer?

– Limpie el estropicio. Hasta el fondo. En todas partes. Su trabajo será asegurarse de que continúe siendo un rumor. Cuando acabe la misión, quiero que usted sea el único hombre que quede en pie.

Se despertó. El rostro de Müller desapareció en la oscuridad de la noche polaca. Curioso, ¿verdad? Su verdadera contribución a la Solución Final no había sido el exterminio sino el ocultamiento y la seguridad, y sin embargo ahora estaba metido en problemas, sesenta años más tarde, por un estúpido juego que se había inventado en plena borrachera un domingo en Auschwitz. ¿Aktion 1005? Sí, había sido su obra, pero ningún superviviente judío podía dar testimonio de su presencia junto al foso de las ejecuciones, porque no había supervivientes. Había realizado su cometido a la perfección. Eichmann y Himmler tendrían que haber hecho lo mismo. Habían sido unos tontos al permitir que sobrevivieran tantos.

Apareció otro recuerdo. Enero de 1945, una columna de judíos que avanzaba por una carretera muy parecida a ésta. La carretera de Birkenau. Miles de judíos, cada uno con una historia que contar, cada uno un testigo. Había insistido en exterminar a todos los prisioneros del campo. Le habían respondido que no. Hacía falta la mano de obra esclava en el Reich. ¿Mano de obra? La mayoría de los judíos que había visto salir de Birkenau apenas si podían caminar, era impensable que pudieran empuñar un pico o una pala. Ninguno de ellos estaba en condiciones de trabajar, no eran más que carne para el matadero, y él mismo había matado a unos cuantos. ¿Por qué en nombre de Dios le habían ordenado que limpiara las fosas para que después millares de testigos salieran por su propio pie de lugares como Birkenau?

Se forzó a abrir los ojos y miró a través de la ventanilla. Iban por una carretera que bordeaba un río, cerca de la frontera con Ucrania. Conocía ese río, un río de cenizas, un río de huesos. Se preguntó cuántos centenares de miles estaban allí abajo, mezclados con el fango del lecho del río Bug.

Un pueblo a oscuras: Uhrusk. Pensó en Peter. Le había advertido que esto sucedería. «Si alguna vez me convierto en un firme candidato a ganar la Cancillería -le había dicho Peter-, alguien intentará sacarlo a la luz.» Había tenido claro que Peter tenía razón, pero también había creído que podía enfrentarse a cualquier amenaza. Había cometido un error, y ahora su hijo se enfrentaba a una intolerable humillación, todo por su culpa. Era como si los judíos hubiesen llevado a Peter junto a una fosa y le estuviesen apuntando a la cabeza con una arma. Se preguntó si podría evitar que apretaran el gatillo, si podría negociar un último trato, una última huida.