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«¿Quién es este judío que me mira con sus implacables ojos verdes? ¿Qué espera de mí? ¿Que me disculpe? ¿Que me derrumbe, llore y suplique perdón? Lo que este judío no comprende es que no me siento culpable de mis hechos. Me guiaron la mano de Dios y las enseñanzas de su Iglesia. ¿No nos enseñaron los sacerdotes que los judíos eran los asesinos de Dios? ¿Acaso el Santo Padre y sus cardenales no permanecieron en silencio cuando sabían muy bien lo que estábamos haciendo en el este? ¿Este judío espera que me arrepienta sin más y diga que todo fue un terrible error? ¿Por qué me mira de esta manera?» Sus ojos le resultaban conocidos. Los había visto antes en otra parte. Quizá sólo era el efecto de las drogas que le habían administrado. No podía estar seguro de nada. Ni siquiera tenía la seguridad de estar vivo. Quizá ya estaba muerto. Quizá era su alma la que hacía este viaje a la vera del río Bug. Quizá ya se encontraba en el infierno.

Otro pueblo: Wola Uhruska. Sabía cuál era el siguiente: Sobibor…

Cerró los ojos. Lo envolvió el telón de terciopelo. Era la primavera de 1942, y había salido de Kíev por la carretera de Zhitomir. El comandante de una unidad de los Einsatzgruppen iba sentado a su lado. Se dirigían a inspeccionar una garganta que se había convertido en un problema, un lugar que los ucranianos llamaban Babi Yar. Cuando llegaron, el sol rozaba el horizonte. Con todo, había luz suficiente para ver el extraño fenómeno que tenía lugar en el fondo de la cañada. La tierra parecía estar sufriendo un ataque epiléptico. Se convulsionaba, salían chorros de gas junto con géiseres de líquidos putrefactos. ¡El hedor, Señor, el hedor! Ahora lo olía.

– ¿Cuándo comenzó?

– Poco después de acabar el invierno. La tierra se desheló, luego se descongelaron los cuerpos. Se pudrieron rápidamente.

– ¿Cuántos hay allí abajo?

– Treinta y tres mil judíos, además de gitanos y prisioneros rusos.

– Mande cerrar toda la zona. Nos ocuparemos de esto en cuanto podamos, pero de momento hay otros lugares que tienen prioridad.

– ¿Otros lugares?

– Lugares que nunca ha oído mencionar: Birkenau, Belzec, Sobibor, Treblinka. Aquí hemos acabado nuestro trabajo. Allí esperan nuevos Ingresos.

– ¿Qué hará aquí?

– Abriremos las fosas, quemaremos los cuerpos, luego machacaremos los huesos y dispersaremos el polvo por los bosques y los ríos.

– ¿Incinerará a más de treinta mil cadáveres? Lo intentamos durante las matanzas. Usamos lanzallamas. Pero las incineraciones en masa al aire libre no funcionan.

– Eso es porque nunca construyó una pira adecuada. En Chelmno demostré que se podía hacer. Confíe en mí, Kurt, un día este lugar llamado Babi Yar sólo será un rumor, lo mismo que la existencia de los judíos que vivían aquí.

Movió las muñecas. Esta vez el dolor no fue suficiente para despertado. El telón no cedió. Continuó encerrado en una cárcel de recuerdos, hundido en un río de cenizas.

Continuaron el largo viaje a través de la noche. El tiempo era un recuerdo. La cinta adhesiva le cortaba la circulación. Ya no notaba las manos ni los pies. Había momentos en que ardía de fiebre, y al siguiente tiritaba de frío. Le pareció que se habían detenido una vez. Había olido la gasolina. ¿Estaban llenando el depósito, o sólo era el recuerdo de unas traviesas de ferrocarril empapadas de combustible?

Los efectos de la droga acabaron por desaparecer. Ahora estaba despierto, alerta, consciente y muy seguro de que no estaba muerto. Algo en la expresión corporal del judío le dijo que se estaban acercando al final del viaje. Pasaron por Siedlce, luego, en Sokolów Podlaski, tomaron por una angosta carretera rural. El pueblo siguiente era Dybów, el próximo Kosów Lacki.

Ahora entraron en una pista de tierra. La furgoneta comenzó a traquetear. La vieja línea ferroviaria aún estaba allí, por supuesto. Continuaron por la pista hasta un denso bosque de abetos y abedules, y se detuvieron al cabo de un par de minutos en un pequeño aparcamiento asfaltado.

Un segundo coche entró en el aparcamiento. Tres hombres se apearon del vehículo y caminaron hacia la furgoneta. Los reconoció. Eran los tres que lo habían secuestrado en Viena. El judío se inclinó sobre él y, con mucho cuidado, cortó las cintas que lo ataban de pies y manos, y desabrochó las correas de cuero.

– Venga -dijo con voz amable-. Vamos a dar un paseo.

38

TREBLINKA, POLONIA

Caminaron por un sendero entre los árboles. Comenzó a nevar. Los copos caían suavemente para posarse sobre sus hombros, como las cenizas de una hoguera lejana. Gabriel sostenía a Radek por un codo. Sus pasos fueron vacilantes al principio, pero no tardó mucho en recuperar la buena circulación de la sangre en los pies, y entonces insistió en caminar sin la ayuda de Gabriel. Sus jadeos formaban pequeñas nubes en el aire. Su aliento tenía el olor agrio del miedo.

Se adentraron en las profundidades del bosque. El sendero era polvoriento y estaba cubierto por una mullida capa de agujas de pino. Oded iba unos cuantos metros por delante, apenas visible entre la nevada. Zalman y Navot iban en retaguardia. Chiara se había quedado montando guardia junto a los vehículos.

Hicieron una pausa ante una brecha entre los árboles, de unos tres metros de ancho. Gabriel la iluminó con la linterna. En el centro de la brecha, separadas a distancias iguales, había unas piedras que marcaban el lugar donde se había alzado la valla de alambre de espino. Habían llegado al límite del campo. Gabriel apagó la linterna y sujetó a Radek por el brazo. El viejo intentó resistirse y luego acabó por avanzar.

– Haga lo que le digo y todo irá bien, Radek. No intente correr, no tiene ninguna escapatoria. No se moleste en pedir ayuda. Nadie oirá sus gritos.

– ¿Le produce placer verme asustado?

– En realidad me repugna. No me gusta tocarlo. No me gusta el sonido de su voz.

– Entonces ¿por qué estamos aquí?

– Sólo quiero que vea unas cosas.

– Aquí no hay nada que ver, Allon. No es más que un monumento polaco.

– Precisamente. -Gabriel le tiró del brazo-. Venga, Radek. De prisa. Tiene que caminar más rápido. No disponemos de mucho tiempo. No tardará en amanecer.

Unos pocos minutos más tarde se detuvieron junto al lugar donde habían estado las vías del ferrocarril, el viejo ramal para los trenes que circulaban desde la estación de Treblinka hasta el campo de exterminio. Las traviesas habían sido reproducidas en piedra y ahora estaban cubiertas con la nieve fresca. Las siguieron hasta el campo y se detuvieron en el andén, ahora reconstruidas en piedra.

– ¿Lo recuerda, Radek?

El anciano permaneció en silencio. Sólo se oía el sonido de sus jadeos.

– Venga, Radek. Sabemos quién es, sabemos lo que hizo. Esta vez no escapará. No tiene ningún sentido negarlo ni buscar excusas. No tiene tiempo, si quiere salvar a su hijo.

Radek volvió la cabeza lentamente. Su boca se había convertido en una línea y su mirada tenía la dureza del granito.

– ¿Le harán daño a mi hijo?

– Usted lo hará por nosotros. Nosotros no tenemos más que decirle al mundo quién es su padre, y eso lo destruirá. Por eso puso aquella bomba en el despacho de Eli Lavon, para proteger a Peter. Nadie puede tocarlo a usted, y menos en un lugar como Austria. Hace mucho tiempo que dejaron de buscarlo. Estaba a salvo. La única persona que puede pagar por sus crímenes es su hijo. Por eso intentó matar a Eli Lavon. Por eso asesinó a Max Klein.

Radek le volvió la espalda y miró a la oscuridad.