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El capítulo siguiente del caso Radek no tuvo lugar en Viena sino en París, donde un antiguo miembro del KGB apareció en la televisión francesa para sugerir que Radek había sido el hombre de Moscú en Viena. El ex jefe de una red de espías de la Stasi que se había convertido en una sensación literaria en la nueva Alemania hizo la misma declaración. En un primer momento, Shamron sospechó que todas estas afirmaciones formaban parte de una campaña de desinformación orquestada para proteger a la CIA del virus Radek, algo que él también hubiese hecho de haber estado en su lugar. Entonces se enteró que en la CIA había cundido el pánico al enterarse de que Radek podría haber sido un agente doble. Se rescataron de las catacumbas los viejos expedientes, y se formó un equipo con antiguos expertos en temas soviéticos para que los analizaran. Shamron se regocijó en secreto con los apuros de sus colegas de Langley. Si resultaba ser verdad que Radek había sido un agente doble, afirmó Shamron, sería un acto de pura justicia. Adrian Carter solicitó permiso para interrogar a Radek cuando los historiadores israelíes acabaran con él. Shamron prometió que consideraría la petición con mucho interés.

El prisionero de Abu Kabir no sabía nada de la tormenta que había provocado. Su confinamiento era solitario, pero no demasiado duro. Mantenía su celda en orden y su ropa limpia, comía bien y se quejaba poco. Los guardias, aunque deseaban odiado, no lo conseguían. En el fondo era un policía, y sus carceleros parecían ver algo en él que les era común. Los trataba cortésmente y ellos le correspondían del mismo modo. Era algo así como una curiosidad. Habían leído sobre hombres como él en la escuela y pasaban por delante de su celda frecuentemente sólo para vedo. Radek comenzó a tener la sensación de que era una pieza nueva en un museo.

Sólo hizo una petición, que le trajeran el periódico todos los días para mantenerse al corriente de los temas de actualidad. La petición recorrió toda la escala de mandos hasta llegar a Shamron, quien dio su consentimiento, siempre que fuese un periódico israelí y no una publicación alemana. Así que todas las mañanas le traían un ejemplar del Jerusalem Post junto con la bandeja del desayuno. Por lo general se saltaba los artículos que lo mencionaban -la mayoría eran muy poco acertados y pasaba a las páginas de información internacional para leer las noticias referentes a las elecciones en Austria.

Moshe Rivlin visitó a Radek en varias ocasiones para preparar su testimonio. Se decidió que las sesiones se registrarían en vídeo y que se transmitirían todas las noches en la televisión israelí. Radek parecía estar cada vez más agitado a medida que se acercaba el día de su primera aparición pública. Rivlin le pidió al director del centro que mantuviera al prisionero sometido a una vigilancia especial ante la posibilidad de que intentara suicidarse. Apostaron a un centinela en el pasillo, junto a las rejas de la celda de Radek. El austriaco protestó por el refuerzo, pero no tardó en agradecer la compañía.

El día anterior al testimonio de Radek, Rivlin lo visitó. Pasaron una hora juntos; Radek estaba preocupado y, por primera vez, se mostró con muy pocas ganas de colaborar. Rivlin recogió sus notas y los documentos, y llamó al guardia para que abriera la celda.

– Quiero verlo -dijo Radek súbitamente-. Pregúntele si quiere hacerme el honor de venir a visitarme. Dígale que me gustaría hacerle unas preguntas.

– No puedo prometerle nada -respondió Rivlin-. No tengo ninguna…

– Sólo pregúnteselo -rogó Radek-. Lo peor que puede pasar es que diga que no.

Shramron le pidió a Gabriel que permaneciera en Israel hasta el día del primer testimonio de Radek, y Gabriel, aunque estaba ansioso por regresar a Venecia, accedió a regañadientes. Estaba alojado en un piso franco cerca de la Puerta de Sión y se despertaba todas las mañanas con las campanadas de las iglesias del barrio armenio. Se sentaba en una sombreada terraza, con vistas a las murallas de la ciudad vieja, y disfrutaba del café mientras leía los periódicos. Seguía el caso Radek con gran interés. Agradecía que fuese el nombre de Shamron y no el suyo el que se vinculara con la captura del criminal de guerra. Gabriel vivía en el extranjero, con una falsa identidad, y no necesitaba que su verdadero nombre apareciera en las primeras planas de los periódicos. Además, después de todo lo que Shamron había hecho por su país, se merecía un último día de gloria.

A medida que los días transcurrían lentamente, Gabriel descubrió que Radek le resultaba cada vez más un extraño. Aunque poseía una memoria casi fotográfica, le costaba recordar con claridad el rostro de Radek o el sonido de su voz. Treblinka le parecía algo sacado de una pesadilla. Se preguntó si también habría sido así para su madre. ¿Radek había permanecido en los compartimento s de su memoria como un invitado indeseable, o ella se había forzado a recordarlo para reproducir su imagen en la tela? ¿Había sido así para todos aquellos que se habían cruzado con la encarnación del diablo? Quizá eso explicaba el silencio de todos aquellos que habían sobrevivido. Quizá se habían librado del dolor de los recuerdos como una manera de autoprotección. Había una idea que no dejaba de darle vueltas en la cabeza: si Radek hubiese asesinado a su madre aquel día en Polonia en lugar de asesinar a las otras dos muchachas, él nunca hubiese nacido. Él, también, comenzó a sentirse culpable por haber sobrevivido.

Sólo estaba seguro de una cosa: no estaba preparado, para perdonar. Por lo tanto, se alegró cuando uno de los acólitos de Lev lo llamó por teléfono una tarde para preguntarle si estaría dispuesto a escribir un relato del caso. Gabriel aceptó con la condición de que también le permitieran escribir otra para los archivos de Yad Vashem. Hubo largas discusiones para establecer una fecha de publicación del documento. Al final se acordó un plazo de cuarenta años, y Gabriel se puso manos a la obra.

Escribía en la cocina, en un ordenador portátil que le había proporcionado el servicio. Al anochecer guardaba el ordenador en la caja de seguridad oculta debajo del sofá que había en la sala de estar. No tenía ninguna experiencia como escritor, así que, instintivamente, abordó el proyecto como si se tratara de una pintura. Comenzó con un boceto, amplio y amorfo, y luego fue añadiendo lentamente las capas de pintura. Empleaba una paleta sencilla y utilizaba el pincel con mucho cuidado. A medida que pasaban los días, volvió a ver el rostro de Radek con la misma claridad con que lo había pintado la mano de su madre.

Trabajaba hasta poco después del mediodía, luego iba al hospital de la Universidad de Hadassah, donde, después de un mes de inconsciencia, Eli Lavon comenzaba a dar señales de que quizá estaba saliendo del coma. Gabriel se sentaba junto a la cama y le contaba a su amigo detalles del caso durante una hora o un poco más. Después regresaba al apartamento y continuaba trabajando hasta el anochecer.

El día que acabó el trabajo se quedó en el hospital hasta el atardecer. Y allí estaba en el momento en que Lavon abrió los ojos. Lavon miró en torno suyo con la mirada perdida, pero luego se puso alerta y examinó el entorno desconocido de la habitación antes de detenerse en el rostro de Gabriel.

– ¿Dónde estamos? ¿En Viena?

– Jerusalén.

– ¿Qué haces aquí?

– Estoy escribiendo un informe para el servicio.

– ¿Sobre qué?

– La captura de un criminal de guerra nazi llamado Erich Radek.