Llegaron al Ring, el ancho bulevar que circunvala el centro de la ciudad. El agraciado rostro de Peter Metzler, el candidato a canciller por el Partido Nacional Austriaco, de extrema derecha, le sonrió a Gabriel desde las pancartas colgadas en las farolas. Estaban en plena campaña electoral, y por el bulevar colgaban centenares de carteles de las diversas formaciones políticas. La muy bien financiada campaña de Metzler no había escatimado gastos. Su rostro estaba en todas partes, era imposible escapar a su mirada, y lo mismo ocurría con el lema de campaña: Eine neue ordnung für ein neues Österreich! ¡Un nuevo orden para una nueva Austria! Los austriacos, se dijo Gabriel, no sabían lo que eran las sutilezas.
Se apeó del taxi cerca de la Ópera y caminó un corto tramo hasta una calle lateral llamada Weihburggasse. Al parecer nadie lo seguía, aunque sabía por experiencia propia que era casi imposible detectar a un buen agente. Entró en un pequeño hotel. El conserje, al ver el pasaporte israelí, mostró una expresión desconsolada y murmuró algunas palabras de condena contra «el terrible atentado en el barrio judío». Gabriel, en su papel de Gideon Argov, dedicó unos minutos a hablar con el conserje en alemán antes de subir a su habitación en el segundo piso. Tenía el suelo de madera color miel y un ventanal que daba a un patio interior. Cerró las cortinas y dejó la maleta sobre la cama. Antes de marcharse dejó una señal en el marco que lo avisaría si alguien había entrado en la habitación durante su ausencia.
Bajó al vestíbulo. El conserje le sonrió como si no se hubiesen visto en cinco años y no en cinco minutos. Había comenzado a nevar. Caminó por las mal iluminadas calles del Innere Stadt, atento a si alguien lo seguía. Se detuvo ante los escaparates para mirar de reojo, entró en la cabina de un teléfono público y simuló hacer una llamada mientras observaba. En un quiosco compró un ejemplar de Die Presse, y, después, cien metros más allá, lo arrojó en una papelera. Finalmente, convencido de que no lo seguían, bajó a la estación del metro en Stephansplatz.
No necesitaba consultar el plano brillantemente iluminado de las líneas del metro de Viena porque se lo sabía de memoria. Compró un billete en una de las máquinas, pasó por el torniquete y bajó al andén. Subió a uno de los vagones y memorizó los rostros de los pasajeros más cercanos. Se bajó en la quinta estación, Westbahnhof, para hacer transbordo con la línea U6, dirección norte. El hospital General de Viena tenía su propia estación de metro. Una escalera mecánica lo subió lentamente hasta una pequeña plaza cubierta de nieve, a unos pocos pasos de la entrada principal, en Währinger Gürtel 18-20.
El hospital se alzaba en ese lugar de la zona oeste de Viena desde hacía más de trescientos años. En 1693, el emperador Leopoldo I, preocupado por los sufrimientos de los pobres de la ciudad, había ordenado la construcción del Hogar para los Pobres e Inválidos. Un siglo más tarde, el emperador José II mandó que le cambiaran el nombre por el de hospital General para los Enfermos. El viejo edificio aún se mantenía en pie, unas pocas calles más allá en la Alserstrasse, pero a su alrededor se había construido un moderno complejo hospitalario que ocupaba varias manzanas. Gabriel lo conocía bien.
Un hombre de la embajada estaba refugiado en el pórtico, debajo de una inscripción que decía: Saluti et solatio aegrorum. Sanar y consolar a los enfermos. Era un hombre bajo y nervioso llamado Zvi. Estrechó la mano de Gabriel y, después de una rápida ojeada al pasaporte y a la tarjeta de visita, le manifestó su pesar por la muerte de sus dos colegas.
Entraron en el vestíbulo principal. Estaba desierto excepto por un anciano con la barba blanca, sentado en un extremo de un sofá, con los tobillos juntos y el sombrero sobre las rodillas, como un viajero que esperara un tren que no acababa de llegar. Murmuraba para sí. Cuando Gabriel pasó a su lado, el viejo levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron por un momento. Luego Gabriel entró en el ascensor, y el viejo desapareció cuando se cerraron las puertas.
En cuanto salió del ascensor en el piso octavo, Gabriel se sintió más tranquilo al ver a un israelí alto y rubio vestido con traje y que llevaba un auricular. En la entrada de la unidad de cuidados intensivos había otro agente de seguridad. Delante de la puerta de la habitación de Eli se encontraba un tercer agente, un hombre bajo, moreno y mal vestido. Se apartó para que Gabriel y el funcionario de la embajada pudieran entrar. Gabriel se detuvo y le preguntó por qué no lo cacheaba.
– Está con Zvi. No necesito cachearlo.
Gabriel levantó las manos.
– Hágalo.
El agente ladeó la cabeza y accedió. Gabriel reconoció la técnica. De manual. El cacheo en la entrepierna fue un poco más rudo de lo necesario, pero Gabriel ya se lo esperaba. Cuando acabó, le dijo al agente:
– Cachee a todos los que entren en esta habitación.
Zvi no se perdió ni un detalle. Era obvio que ya no creía que el hombre de Jerusalén era Gideon Argov, de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra. A Gabriel no le importó. Su amigo yacía indefenso al otro lado de la puerta. Más valía incordiar un poco que correr el riesgo de que muriera.
Siguió a Zvi al interior del cuarto. La cama estaba detrás de un tabique de cristal. El paciente no se parecía mucho a Eli, pero Gabriel no se sorprendió. Como la mayoría de los israelíes, había visto las consecuencias del estallido de una bomba en un cuerpo humano. El rostro de Eli estaba oculto detrás de la mascarilla de oxígeno, tenía los ojos cubiertos con gasas, la cabeza vendada. La parte visible de las mejillas y la mandíbula mostraban la infinidad de cortes provocados por los cristales rotos.
Una enfermera de pelo negro corto y ojos de un color azul intenso estaba controlando el goteo del suero. Miró hacia los visitantes y por un momento sostuvo la mirada de Gabriel antes de continuar con su trabajo. Sus ojos no cambiaron de expresión.
Zvi, después de darle un momento a Gabriel, se acercó al tabique y lo puso al corriente del estado de su colega. Hablaba con la precisión de un hombre que ha visto infinidad de series de hospitales en la televisión. Gabriel, con la mirada fija en el rostro de Eli, sólo escuchó la mitad de lo que decía el diplomático, lo suficiente para comprender que su amigo estaba a un paso de la muerte, y que, incluso si vivía, quizá nunca volvería a ser el mismo.
– Por el momento -concluyó Zvi-, las máquinas lo mantienen vivo.
– ¿Por qué tiene los ojos vendados?
– Por los fragmentos de cristal. Consiguieron quitarle la mayoría, pero aún tiene una media docena metidos en los ojos.
– ¿Hay alguna posibilidad de que quede ciego?
– No lo sabrán hasta que recupere el conocimiento -respondió Zvi. Luego añadió con un tono pesimista-: Si es que lo recupera…
Un médico entró en la habitación. Saludó a los visitantes con un gesto brusco y pasó al otro lado del tabique. La enfermera se apartó de la cama, y el médico ocupó su lugar. La mujer rodeó la cama y se detuvo junto al cristal. Por segunda vez, su mirada se cruzó con la de Gabriel antes de echar la cortina con un rápido movimiento de muñeca. Gabriel salió al vestíbulo con Zvi a la zaga.
– ¿Está bien?
– Sí. Sólo quiero estar un momento a solas.
El diplomático volvió a la habitación. Gabriel cruzó las manos detrás de la espalda, como un soldado en posición de descanso, y caminó lentamente por el pasillo que ya conocía. Pasó junto al mostrador de las enfermeras. El mismo manido paisaje urbano de Viena colgado junto a la ventana. También el olor era el mismo: el olor del desinfectante y la muerte.
Llegó a una puerta entreabierta con el número 2602-C. La empujó suavemente con las puntas de los dedos y la puerta acabó de abrirse en silencio. La habitación estaba desocupada y a oscuras. Gabriel miró de reojo tras de sí. No había ninguna enfermera a la vista. Entró rápidamente y cerró la puerta.