Выбрать главу

– ¿Radek?

– Vivía en Viena con el nombre de Ludwig Vogel.

– Cuéntamelo todo -murmuró Lavon con una expresión de contento, pero antes de que Gabriel pudiera decir otra palabra se quedó dormido.

Cuando Gabriel regresó al piso aquella tarde parpadeaba la luz del contestador automático. Apretó el botón y oyó la voz de Moshe Rivlin.

– El prisionero de Abu Kabir quiere hablar contigo. Yo lo mandaría al infierno. Tú verás.

40

JAFFA, ISRAEL

El centro de detención estaba rodeado por un muro de color arena rematado con alambre de espino. Gabriel se presentó en la entrada a primera hora de la mañana y lo dejaron entrar sin problemas. Para acceder al interior tuvo que pasar por un angosto pasillo de rejas que le recordó el Camino al Paraíso en Treblinka. Un vigilante lo esperaba en el otro extremo. Acompañó en silencio a Gabriel hasta el sector de las celdas. Luego lo llevó a una sala de interrogatorio s sin ventanas. Radek estaba sentado frente a una mesa, como una estatua, vestido con un traje oscuro y corbata. Tenía las manos esposadas. Sentado, saludó a Gabriel con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

– Quítele las esposas -le dijo Gabriel al carcelero.

– Va contra las normas.

Gabriel lo fulminó con la mirada, y el vigilante se apresuró a obedecer.

– Muy bueno… -comentó Radek-. ¿Es otro de sus trucos psicológicos? ¿Intenta demostrarme el dominio que tiene sobre mí?

Gabriel acercó una pesada silla de hierro a la mesa y se sentó.

– No creo que en estas condiciones sea necesario recurrir a esa clase de demostraciones.

– Supongo que está en lo cierto -admitió Radek-. Así y todo, admiro la forma en que ha llevado todo este asunto. Me gustaría creer que yo hubiese sido capaz de hacerlo de la misma manera.

– ¿Para quién? -preguntó Gabriel-. ¿Para los norteamericanos o para los rusos?

– ¿Se refiere a las declaraciones hechas en París por el idiota de Belov?

– ¿Tienen algo de verdad?

Radek miró a Gabriel en silencio, y sólo por unos segundos algo de su dureza apareció en sus ojos azules.

– Cuando se participa en el juego durante tanto tiempo como yo, se traban muchas alianzas, y se urden tantos engaños que al final resulta difícil saber dónde acaba la verdad y comienza la mentira.

– Belov parece muy convencido de saber la verdad.

– Sí, pero mucho me temo que sea el convencimiento de un idiota. Verá, Belov no estaba en posición de saber la verdad. -Radek cambió de tema-. Supongo que habrá leído los periódicos de la mañana, ¿no?

Gabriel asintió.

– Ha conseguido la victoria por un margen mayor de lo previsto. Al parecer, mi arresto ha tenido algo que ver con el resultado. A los austriacos nunca les ha gustado que los extranjeros se metan en sus asuntos.

– No estará vanagloriándose, ¿verdad?

– Por supuesto que no. Sólo lamento no haber negociado un mejor trato en Treblinka. Quizá no tendría que haber aceptado con tanta facilidad. Ahora no estoy tan seguro de que las revelaciones sobre mi pasado hubiesen acabado con la campaña de Peter.

– Hay algunas cosas que son políticamente indigestas, incluso en Austria.

– Nos subestima, Allon.

Gabriel dejó que se estableciera el silencio. Había comenzado a lamentar la decisión de venir.

– Moshe Rivlin dijo que usted quería verme -dijo con cierta irritación-. Dispongo de mucho tiempo.

Radek se irguió un poco más en la silla.

– Me preguntaba si tendría la cortesía profesional de responder a un par de preguntas.

– Eso depende de las preguntas. Usted y yo tenemos distintas profesiones, Radek.

– Sí. Yo era un agente de la inteligencia norteamericana y usted es un asesino.

Gabriel se levantó dispuesto a marcharse. Radek levantó una mano.

– Espere. Por favor. Siéntese.

Gabriel volvió a sentarse.

– ¿El hombre que llamó a mi casa la noche del secuestro…?

– Querrá decir su arresto.

Radek agachó la cabeza.

– De acuerdo, mi arresto. ¿Era un impostor?

Gabriel asintió.

– Era muy bueno. ¿Cómo hizo para imitar a Kruz con tanta perfección?

– No creerá que voy a responderle, ¿verdad, Radek? -Gabriel consultó su reloj-. Espero que no me haya hecho venir hasta Jaffa para hacerme una sola pregunta.

– No. Hay otra cosa que me gustaría saber. Cuando nos encontrábamos en Treblinka mencionó que yo había participado en la evacuación de los prisioneros de Birkenau.

Gabriel lo interrumpió una vez más.

– ¿Podríamos acabar de una vez por todas con los eufemismos, Radek? No fue una evacuación. Fue la Marcha de la Muerte.

Radek guardó silencio durante un momento.

– También mencionó que yo había matado personalmente a algunos de los prisioneros.

– Sé que al menos asesinó a dos muchachas. Estoy seguro de que fueron más.

Radek cerró los ojos y asintió con un gesto.

– Fueron más -declaró con una voz distante-. Muchas más. Recuerdo aquel día como si fuese ayer. Desde hacía algún tiempo tenía claro que se aproximaba el final, pero al ver aquella columna de prisioneros que marchaban hacia el Reich… Entonces comprendí que era el Götterdämmerung. El ocaso de los dioses.

– Así que comenzó a matarlos.

El detenido asintió de nuevo.

– Me habían encomendado la tarea de proteger su terrible secreto y ahora estaban dejando que miles de testigos salieran con vida de Birkenau. Estoy seguro de que puede imaginarse cómo me sentía.

– No -respondió Gabriel con toda sinceridad-. Soy incapaz de imaginarme cómo se sentía.

– Había una muchacha -continuó Radek-. Recuerdo haberle preguntado qué le diría a sus hijos sobre la guerra. Me respondió que les diría la verdad. Le ordené que mintiera. Se negó. Maté a dos muchachas que estaban con ella, y no obstante me desafió. Por alguna razón, la dejé marcharse. Después de aquello, dejé de matar a los prisioneros. Comprendí, después de ver sus ojos, que no tenía sentido.

Gabriel se miró las manos, poco dispuesto a morder el cebo que le ofrecía Radek.

– Supongo que aquella muchacha era su testigo -dijo Radek.

– Sí, lo era.

– Es curioso -comentó Radek-, pero tenía sus mismos ojos.

Gabriel lo miró. Vaciló un segundo antes de responder.

– Eso dicen.

– ¿Era su madre?

Otra vacilación, y luego la verdad.

– Le diría que lo siento -manifestó Radek-, pero sé que mi disculpa no significaría nada para usted.

– Tiene razón. No lo haga.

– ¿Lo hizo por ella?

– No -afirmó Gabriel-. Fue por todas.

Se abrió la puerta. El vigilante entró en la celda y anunció que era la hora de marchar a Yad Vashem. Radek se levantó lentamente y tendió las manos. Su mirada permaneció fija en el rostro de Gabriel mientras le colocaban las esposas en las muñecas. Gabriel los acompañó hasta la entrada y luego lo observó mientras caminaba por el pasillo de rejas y subía al furgón. Ya no quería ver nada más. Ahora sólo quería olvidar.

Después de salir de Abu Kabir, Gabriel fue a Safed para ver a Tziona. Comieron en un pequeño café en el barrio de los artistas. Tziona intentó llevar la conversación hacia el caso Radek, pero Gabriel, que había estado con el asesino hacía sólo dos horas, no estaba de humor para hablar de Radek. Le hizo prometer a Tziona que guardaría el secreto de su participación, y luego se apresuró a cambiar de tema.

Hablaron de arte durante un rato, después de política y finalmente abordaron la vida privada de Gabriel. Tziona sabía de la existencia de un piso desocupado a unas pocas calles del suyo. Era lo bastante grande para albergar un estudio y disfrutaba de la mejor luz de Galilea. Gabriel le prometió que se lo pensaría, pero la mujer comprendió que sólo intentaba complacerla. La inquietud había reaparecido en su mirada. Estaba preparado para marcharse.