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Mientras tomaban el café, Gabriel le comentó que había encontrado un sitio para algunas de las pinturas de su madre.

– ¿Dónde?

– En el Museo de Arte del Holocausto, en Yad Vashem.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Tziona.

– Es maravilloso -murmuró.

Abandonaron el café y subieron las escaleras de piedra hasta el apartamento de Tziona. La artista abrió el trastero y sacó cuidadosamente las pinturas. Dedicaron una hora a seleccionar las veinte mejores. Tziona había encontrado otros dos cuadros donde aparecía Erich Radek. Le preguntó a Gabriel qué quería que hiciera con ellos.

– Quémalos -le respondió.

– Piensa que probablemente ahora valdrán mucho dinero.

– No me importa cuánto valgan. No quiero ver su rostro nunca más.

Tziona lo ayudó a cargar las pinturas en el coche. Partió para Jerusalén bajo un cielo cubierto de negros nubarrones. Primero fue a Yad Vashem. Un conservador del museo se hizo cargo de las pinturas y luego se apresuró a ver el comienzo del testimonio de Erich Radek. Lo mismo parecía hacer el resto del país. Gabriel condujo por las calles desiertas hasta el Monte de los Olivos. Depositó una piedra en la tumba de su madre y rezó el Kaddish por ella. Hizo lo mismo en la tumba de su padre. A continuación fue al aeropuerto y tomó el vuelo de la noche con destino a Roma.

41

VENECIA-VIENA

A la mañana siguiente, en el sestiere de Cannaregio, Francesco Tiepolo entró en la iglesia de San Giovanni Crisostomo y caminó lentamente por la nave central. Echó una ojeada a la capilla de San Jerónimo y vio las luces encendidas detrás de la lona que tapaba el andamio. Se acercó silenciosamente, cogió uno de los tubos de aluminio del andamio con su manaza y lo sacudió una vez con todas sus fuerzas. El restaurador levantó las lentes de aumento y lo miró desde lo alto como una gárgola.

– Bienvenido a casa, Mario -gritó Tiepolo-. Comenzaba a preocuparme por ti. ¿Dónde has estado?

El restaurador se colocó de nuevo las lentes y dedicó su atención una vez más al retablo de Bellini.

– He estado apagando chispas, Francesco.

¿Apagando chispas? Tiepolo sabía que era mejor no preguntar. Sólo le importaba que el restaurador se encontraba de nuevo en Venecia.

– ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en acabarlo?

– Tres meses -contestó el restaurador-. Quizá cuatro.

– Tres sería preferible.

– Sí, Francesco, sé que sería preferible acabarlo en tres meses. Claro que si sigues con la manía de sacudir el andamio, nunca lo acabaré.

– No tendrás la intención de largarte de nuevo, ¿verdad, Mario?

– Sólo tengo que ocuparme de una última cosa -contestó Mario, con el pincel inmóvil delante de la tela-. Te prometo que no tardaré mucho.

– Eso es lo que siempre me dices.

El paquete llegó a la relojería exactamente tres semanas más tarde. El Relojero lo recibió de manos del mensajero. Firmó el recibo de entrega y le dio una propina. Luego se llevó el paquete al taller y lo dejó sobre el banco de trabajo.

El mensajero se montó en la moto y se alejó. Sólo aminoró la velocidad al llegar a la esquina, para hacer una señal a una mujer sentada al volante de un Renault. La mujer marcó un número en el móvil. Al cabo de un momento, el Relojero atendió la llamada.

– Acabo de enviarle un reloj -dijo-. ¿Lo ha recibido?

– ¿Quién habla?

– Soy una amiga de Max Klein -susurró la mujer-. De Eli Lavon, Reveka Gazit y Sarah Greenberg.

Apartó el teléfono y marcó rápidamente cuatro números, luego volvió la cabeza a tiempo para ver que una enorme bola de fuego salía de la tienda de relojes.

Puso el coche en marcha, con las manos aferradas al volante para controlar el temblor, y se dirigió hacia la Ringstrasse. Gabriel había abandonado la moto y la esperaba en la esquina. La mujer detuvo el coche el tiempo justo para que subiera y luego entró en el ancho bulevar para confundirse con el tráfico de la tarde. Un coche de la Staatspolizei pasó a gran velocidad en la dirección contraria. Chiara mantuvo la mirada atenta a la circulación.

– ¿Estás bien?

– Creo que voy a vomitar.

– Sí, lo sé. ¿Quieres que conduzca?

– No, puedo hacerlo.

– Tendrías que haberme dejado a mí enviar la señal de detonación.

– No quería que te sintieras responsable de otra muerte en Viena. -Se enjugó una lágrima de la mejilla-. ¿Has pensado en ellos al oír la explosión? ¿Pensaste en Leah y Dani?

Gabriel vaciló por un momento antes de sacudir la cabeza.

– ¿En quién pensabas?

Él le acercó la mano a la mejilla y le enjugó otra lágrima.

– En ti, Chiara -respondió dulcemente-. Sólo pensé en ti.

NOTA DEL AUTOR

El hombre de Viena completa el ciclo de tres novelas que tratan el tema inconcluso del Holocausto. Los saqueos de obras de arte cometidos por los nazis y la colaboración de los bancos suizos sirvieron de telón de fondo en La marca del asesino. El papel de la Iglesia católica en el Holocausto y el silencio del papa Pío XII inspiró El confesor.

El hombre de Viena, como las anteriores, está basada en una interpretación libre de hechos reales. Heinrich Gross fue efectivamente médico en la tristemente célebre clínica Spiegelgrund durante la guerra, y la descripción del poco entusiasta intento de juzgarlo en 2000 es absolutamente verídica. Aquel mismo año, Austria se vio sacudida por las acusaciones de que miembros de la policía y los servicios de seguridad estaban colaborando con Jörg Haider y su Partido de la Libertad, de tendencia ultraderechista, en la tarea de desacreditar a sus críticos y oponentes políticos.

Aktion 1005 era el nombre en clave real del programa nazi para ocultar las pruebas del Holocausto y destruir los restos de los millones de judíos muertos. El jefe de la operación, un austriaco llamado Paul Glovel, fue juzgado en Nuremberg por su participación en los asesinatos en masa cometidos por los Einsatzgruppen y condenado a muerte. Ejecutado en la prisión de Landsberg en junio de 1951, nunca fue interrogado a fondo sobre su papel en Aktion 1005.

El obispo Aloïs Hudal fue rector del Istituto Pontificio Santa Maria dell'Anima, y ayudó a centenares de criminales de guerra nazis, incluido Franz Stangl, el comandante de Treblinka. El Vaticano sostiene que el obispo Hudal actuaba sin la aprobación ni el conocimiento de la curia o de Pío XII.

Argentina, por supuesto, fue el destino final de miles de criminales de guerra prófugos de la justicia. Es posible que todavía hoy vivan allí unos cuantos. En 1994, un equipo de la ABC News descubrió a un antiguo oficial de las SS llamado Erich Priebke, que vivía abiertamente en Bariloche. Priebke se sentía tan seguro allí que no tuvo el menor reparo en admitir durante su entrevista con el periodista de la ABC Sam Donaldson su destacada participación en la matanza de las Fosas Ardeatinas en marzo de 1944. Priebke fue extraditado a Italia, juzgado y sentenciado a cadena perpetua, aunque se le permitió cumplir la condena en arresto domiciliario. Después de varios años de maniobras legales y apelaciones, la Iglesia católica permitió que Priebke viviera en un monasterio de las afueras de Roma.

Olga Lenguel, en su memorable historia de su supervivencia en Auschwitz, publicada en 1947, escribió: «Por supuesto, todos aquellos cuyas manos están directa o indirectamente manchadas con nuestra sangre deben pagar por sus crímenes. De lo contrario, sería un ultraje a millones de inocentes.» Su apasionada súplica por obtener justicia, sin embargo, pasó casi desapercibida. Sólo un reducido número de aquellos que habían llevado a cabo la Solución Final o habían colaborado fueron juzgados por sus crímenes. Decenas de miles encontraron refugio en países extranjeros, incluido Estados Unidos; otros sencillamente regresaron a sus casas y continuaron con sus vidas. Algunos encontraron trabajo en la red de espionaje patrocinada por la CIA y dirigida por el general Reinhard Gehlen. ¿Qué influencia tuvieron estos hombres en la política exterior norteamericana durante los primeros años de la guerra fría? Quizá nunca sepamos la respuesta.