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Dejó las luces apagadas y esperó a que sus ojos se acomodaran a la oscuridad. Muy pronto comenzó a distinguir los objetos: la cama vacía, la hilera de monitores apagados, la silla con tapizado plástico. La silla más incómoda de toda Viena. Había pasado diez noches sentado en aquella silla, la mayoría de ellas sin dormir. Leah había recuperado el conocimiento sólo una vez. Le había preguntado por Dani, y Gabriel, sin pensar, le dijo la verdad. Las lágrimas habían corrido por las mejillas lastimadas. Nunca más le había vuelto a hablar.

– No puede estar aquí.

Gabriel, sorprendido, se volvió en el acto. La voz pertenecía a la enfermera que había estado junto a Eli hacía unos momentos. Ella le había hablado en alemán, y Gabriel le respondió en el mismo idioma.

– Lo siento. Sólo…

– Sé lo que estaba haciendo. -La enfermera hizo una muy breve pausa y añadió-: Lo recuerdo.

Se apoyó en la puerta, cruzó los brazos e inclinó la cabeza a un lado. De no haber sido por el uniforme, que le iba grande, y el estetoscopio colgado alrededor del cuello, Gabriel hubiese dicho que se le estaba insinuando.

– Su esposa fue una de las víctimas de un atentado terrorista ocurrido hace ya unos cuantos años. Fue al principio de mi carrera. La cuidaba durante la noche. ¿No lo recuerda?

Gabriel la observó por un momento antes de responderle.

– Creo que está en un error. Ésta es mi primera visita a Viena. Además, nunca me he casado. Lo siento -añadió apresuradamente, y fue hacia la puerta-. No tendría que haber entrado aquí. Sólo buscaba un lugar donde estar a solas un par de minutos.

Pasó junto a la mujer. Ella apoyó una mano en su brazo.

– Dígame una cosa. ¿Está viva?

– ¿Quién?

– Su esposa, por supuesto.

– Lo siento -contestó Gabriel con un tono firme-. Me confunde con otra persona.

La enfermera asintió como queriendo decir: «Como usted quiera». Sus ojos azules estaban empañados y brillaban a la media luz.

– ¿Eli Lavon es amigo suyo?

– Sí, lo es. Un muy buen amigo. Trabajamos juntos. Vivo en Jerusalén.

– Jerusalén -repitió la enfermera, como si le gustara el sonido de la palabra-. Me gustaría visitar Jerusalén alguna vez. Mis amigos creen que estoy loca. Ya sabe, los terroristas suicidas, todas las otras cosas… -Su voz se apagó-. Aun así quiero ir.

– Debe ir -afirmó Gabriel-. Es un lugar maravilloso.

La mujer le tocó el brazo de nuevo.

– Las heridas de su amigo son muy graves. -Su tono era tierno, marcado por la pena-. Lo pasará muy mal.

– ¿Vivirá?

– No se me permite responder a esa clase de preguntas. Sólo los médicos pueden dar un diagnóstico. Pero si quiere mi opinión, hágale compañía. Háblele. Nunca se sabe, quizá lo escuche.

Se quedó una hora más, con la mirada puesta en la figura inmóvil de Eli al otro lado del cristal. Entró la enfermera. Dedicó unos minutos a controlar las constantes vitales de Eli, y luego le hizo una seña a Gabriel para que entrara.

– Va contra las normas -dijo con un tono conspirador-. Vigilaré la puerta.

Gabriel no le habló a Eli, sólo le sostuvo la mano herida. No había palabras para transmitirle el dolor que sentía al ver a otro ser querido en una cama de un hospital vienés. La enfermera entró al cabo de cinco minutos, apoyó una mano en el hombro de Gabriel y lo avisó de que tenía que irse. Ya en el pasillo, le dijo que se llamaba Marguerite.

– Mañana tengo el turno de noche. Espero volver a verlo.

Zvi se había marchado; había entrado un nuevo equipo de agentes. Gabriel bajó en el ascensor hasta el vestíbulo y abandonó el hospital. Hacía mucho frío. Metió las manos en los bolsillos del abrigo y aceleró el paso. Se disponía a bajar las escaleras de la estación del metro cuando una mano se apoyó en su brazo. Se volvió, convencido de que vería de nuevo a Marguerite, pero en cambio se encontró cara a cara con el viejo que había visto hablando solo en el vestíbulo del hospital.

– Oí que hablaba en hebreo con el hombre de la embajada. -Hablaba alemán con un fuerte acento vienés, y tenía los ojos llorosos-. Usted es israelí, ¿verdad? ¿Un amigo de Eli Lavon? -No esperó a la respuesta de Gabriel-. Me llamo Max Klein, y todo esto es por mi culpa. Por favor, debe creerme. Todo esto es por mi culpa.

5

VIENA

Tomaron el tranvía para ir al elegante y antiguo barrio, apenas pasado el Ring, donde vivía Max Klein. El edificio de apartamentos estilo Biedermeier tenía un pasaje que desembocaba en un gran patio interior. El patio estaba a oscuras y las únicas luces que se veían eran las de los apartamentos que lo rodeaban. Un segundo pasaje conducía a un pequeño y coqueta vestíbulo. Gabriel echó una rápida ojeada a la lista de los residentes. Más o menos por la mitad leyó: «M. Klein – 3B.» No había ascensor. Klein se sujetó al pasamanos mientras subía lentamente los gastados peldaños. En el rellano del tercer piso había dos puertas con mirilla. Klein se dirigió a la de la derecha y sacó unas llaves del bolsillo del abrigo. La mano le temblaba tanto que las llaves sonaron como un instrumento de percusión.

Abrió la puerta y entró. Gabriel vaciló por un momento en el umbral. Se le había ocurrido, mientras viajaba sentado junto a Klein en el tranvía, que no era asunto de su incumbencia reunirse con alguien en esas circunstancias. La experiencia y algunas lecciones muy duras le habían enseñado que incluso un judío octogenario podía ser una presunta amenaza. Sin embargo, los recelos desaparecieron en cuanto vio que Klein encendía casi todas las luces del apartamento. Se dijo que no era el proceder de un hombre que estuviese tendiendo una trampa. Max Klein estaba asustado.

Gabriel entró y cerró la puerta. Ahora, con tanta luz, por fin pudo ver bien al anciano. Los gruesos cristales de las gafas de montura negra ampliaban el tamaño de sus ojos, enrojecidos y llorosos. La barba, rala y blanca, no conseguía ocultar las manchas oscuras en las mejillas. Gabriel adivinó, antes de que Klein se lo dijera, que era un superviviente. El hambre, como las balas y el fuego, deja huellas. Las había visto en muchos de los rostros de las personas que vivían en la comunidad rural donde había nacido, en el valle de Jezreel. Las había visto en sus padres.

– Prepararé té -dijo Klein antes de desaparecer por unas puertas dobles que comunicaban con la cocina.

«Té a medianoche», pensó Gabriel. Iba a ser una velada muy larga. Se acercó a la ventana y entreabrió las cortinas. Había cesado la nevada y la calle estaba desierta. Se sentó. La habitación le recordaba el despacho de Eli: el techo muy alto, las montañas de libros en las estanterías. El elegante desorden de un intelectual.

Klein volvió de la cocina con un servicio de té de plata y lo dejó en una mesita de centro.

– Habla el alemán muy bien -comentó el anciano-. Incluso como un berlinés.

– Mi madre era de Berlín -respondió Gabriel-, pero yo nací en Israel.

Klein se quedó mirando, como si estuviese buscando las cicatrices de la supervivencia. Luego levantó las manos en un gesto que lo invitaba a rellenar los espacios en blanco: ¿Dónde estaba ella? ¿Cómo había sobrevivido? ¿Había estado en un campo de concentración o había conseguido escapar antes de que comenzara la locura?

– Permanecieron en Berlín hasta que los deportaron a un campo -dijo Gabriel-. Mi abuelo era un pintor bastante conocido. Nunca creyó que los alemanes, un pueblo que tenía como uno de los más civilizados de la tierra, pudieran llegar a esos extremos.

– ¿Cómo se llamaba su abuelo?

– Frankel -respondió Gabriel, dispuesto a decir la verdad, al menos por el momento-. Viktor Frankel.

Klein asintió al escuchar el nombre.