El joven germano esperó.
—Temo que no me interese el arte moderno —dijo el señor Baynes—. Me gustan los cubistas y pintores abstractos de la preguerra. Un cuadro para mí tiene que significar algo y no sólo representar un ideal.
Se volvió hacia la ventanilla.
—Pero ese es precisamente el propósito del arte —dijo Lotze—. Que el espíritu se adelante a la materia. El arte abstracto nació en un período de decadencia espiritual, de caos espiritual, cuando la. sociedad y la vieja plutocracia se desintegraban. La plutocracia de los judíos, los millonarios capitalistas, los grupos internacionales, todos apoyaban el arte decadente. Esos tiempos quedaron atrás, y el arte tiene que seguir evolucionando, no puede permanecer inmóvil.
Baynes asintió mirando siempre por la ventanilla.
—¿Ha estado usted otras veces en el Pacífico? —preguntó Lotze.
—Varias veces.
—Yo no. Hay una exposición de mis obras en San Francisco, organizada por las oficinas del doctor Goebbels y las autoridades japonesas. Parte de una campaña de intercambio cultural para promover el entendimiento mutuo y la buena voluntad entre los pueblos. Tenemos que aliviar las tensiones entre Occidente y Oriente, ¿no cree? Tenemos que comunicarnos más, y el arte puede hacer mucho en ese sentido.
Baynes asintió con un movimiento de cabeza. Abajo, más allá del anillo de fuego del cohete, podían verse la ciudad de San Francisco y la bahía.
—¿Dónde se come bien en San Francisco? —estaba preguntando Lotze—. Tengo habitaciones reservadas en el Hotel Palace, pero oí decir que el sitio donde se come mejor es el barrio internacional, Chinatown.
—Es cierto —dijo Baynes.
—¿Los precios son altos en San Francisco? No tengo mucho dinero. El ministerio es muy frugal. —Lotze se rió.
—Depende del cambio que usted consiga. Si tiene papel moneda del Reichsbank, como me imagino, le aconsejo que lo cambie en el Banco de Tokio, en la calle Sansom.
—Danke sehr —dijo Lotze—. Pensaba cambiar en el hotel.
El cohete casi tocaba el suelo. Ahora Baynes podía ver el aeropuerto, los hangares, los autos, la carretera que llevaba a la ciudad, las casas… Una vista hermosa, pensó. Montañas y agua, y un poco de niebla en la Puerta de Oro.
—¿Qué es esa enorme estructura de allá abajo? —preguntó Lotze—. Esa sin terminar, abierta en un extremo. ¿Un puerto del espacio? Los japoneses no tienen naves del espacio, creo.
Sonriendo, Baynes dijo: —Es el estadio de la Amapola Dorada. El campo de béisbol.
Lotze se rió.
—Sí, claro. Son locos por el béisbol. Increíble. Pensar que van a levantar una enorme estructura para un pasatiempo, un deporte ocioso…
Baynes lo interrumpió. —Está terminado. Esa es la forma definitiva. Abierto de un lado. Un nuevo diseño arquitectónico. El orgullo de San Francisco.
—Parece que hubiera sido diseñado por. un judío —dijo Lotze.
Baynes miró al hombre. Sintió, intensamente durante un momento, el desequilibrio característico, la veta psicótica de la mente alemana. ¿Lotze había hablado en serio? ¿Era una observación realmente espontánea?
—Espero que nos veamos en San Francisco —dijo Lotze cuando el cohete se posó en el suelo—. Me sentiré perdido sin un compatriota con quien hablar.
—No soy su compatriota —dijo Baynes.
—Oh, sí, es cierto. Pero racialmente está usted muy cerca. Para los fines prácticos somos iguales. —Lotze se movió en su asiento, preparándose para desatar las complicadas correas.
¿Estaba racialmente cerca de ese hombre? se preguntó Baynes. ¿Tanto que para los fines prácticos eran iguales? En ese caso él tendría también esa veta psicótica. Vivían en un mundo psicótico. Los locos estaban en el poder. ¿Desde cuándo? ¿Y cuántos se daban cuenta? No Lotze. Si uno tenía conciencia de estar loco ya no estaba loco, quizá. O empezaba a volverse cuerdo, y despertaba al fin. Le parecía a Baynes que sólo unos pocos lo entendían así. Gente solitaria, aquí y allá. Pero, ¿y qué pensaban las masas? Todos esos cientos de miles que vivían en esa ciudad, por ejemplo. ¿Imaginaban que vivían en un mundo cuerdo? ¿O vislumbraban, sospechaban la verdad?
Pero en verdad era difícil saber qué significaba eso: estar loco. Loco: una definición legal, Lo siento, lo veo, ¿pero qué es?
Es algo que hacen, pensó, algo que son. Algo que estaba en el inconsciente de estos hombres. No sabían nada de los demás. No eran conscientes de lo que hacían a otros, de lo que habían destruido y de lo que estaban destruyendo. No, no eso exactamente. Lo sentía, lo intuía, pero no podía explicarlo. Eran crueles sin sentido, cierto, pero había algo más. ¿No veían la totalidad de lo real? Sin embargo, eso no era todo. Sí, aquellos planes. La conquista de los planetas. Algo frenético y demencial, como antes la conquista de África, y antes la conquista de Europa y Asia.
El punto de vista de esas gentes era cósmico. No un hombre aquí, un niño allá, sino una abstracción, la raza, la tierra. Volk. Land. Blut. Ehre. No un hombre honrado sino el Ehre mismo, el honor. Lo abstracto era para ellos lo real, y lo real era para ellos invisible. Die Güte, pero no un hombre bueno, o este hombre bueno. Ese sentido que tenían del espacio y del tiempo. Veían a través del aquí y el ahora el vasto abismo negro, lo inmutable. Y eso era fatal para la vida, pues eventualmente la vida desaparece: Sólo quedan entonces unas pocas partículas de polvo en el espacio, los gases de hidrógeno caliente, nada más, hasta que todo empieza de nuevo. Un intervalo, ein Augenblick. El proceso cósmico se apresura, aplastando la vida y transformándola en granito y metano. La rueda gira y todo es temporal. Y ellos —estos locos —responden al granito, el polvo, anhelando lo inanimado. Quieren ayudar a la Natur.
Y, pensó Baynes, sé por qué. Quieren ser agentes, no víctimas de la historia. Se identificaban con el poder divino, y se creían semejantes a los dioses. Esta era la locura básica de todos ellos. Habían sido dominados por algún arquetipo. Habían expandido sus egos psicóticamente, y no sabían dónde terminaban ellos y dónde comenzaba lo divino. No era cuestión de hubris, no era cuestión de orgullo. La inflación del ego hasta sus límites extremos, una confusión entre el adorador y el objeto adorado. El hombre no se ha comido a Dios. Dios se ha comido al hombre.
No comprendían, sobre todo, el desamparo del hombre. Soy débil, pequeño, una entidad insignificante en la vastedad del universo. El universo no advierte mi presencia, soy invisible. ¿Y por qué corregir esta situación? Los dioses destruyen todo lo que ven. Si uno admite la propia pequeñez escapa a los celos de los grandes.
Desabrochándose los cinturones, Baynes dijo:
—Señor Lotze, nunca se lo dije a nadie. Soy judío. ¿Entiende?
Lotze lo miró fijamente, compadeciéndolo.
—Nadie puede darse cuenta —dijo Baynes —pues no tengo facciones judías. Me cambié la nariz, eliminé los poros abiertos y grasos que tenía en la cara, me aclaré la piel químicamente, me alteré la forma del cráneo. En pocas palabras: nadie puede reconocerme por mis características físicas. He frecuentado los círculos más cerrados de la sociedad nazi. Nadie me descubrirá nunca. Y… —Hizo una pausa y se acercó a Lotze, y le dijo en voz muy baja: —Hay otros como yo. ¿Entiende? No moriremos. Seguiremos viviendo, invisibles.
Al cabo de un rato Lotze farfulló:
—La policía de seguridad…
—La SD puede estudiar mis antecedentes —dijo Baynes—. Usted puede denunciarme. Pero tengo amigos muy influyentes. Algunos son arios, otros son judíos que ocupan posiciones claves en Berlín. Descartarán la denuncia, y al cabo de un tiempo yo lo denunciaré a usted. Y gracias a esas mismas influencias será usted detenido en averiguación de antecedentes.
Baynes sonrió y caminó por el pasillo de la nave hacia los otros pasajeros, alejándose de Lotze.