Todos descendieron por la rampa, al campo frío y ventoso. Al pie de la rampa, Baynes descubrió que estaba otra vez junto a Lotze.
—En verdad —dijo caminando junto a Lotze—, la cara de usted no me gusta, señor Lotze, así que creo que lo denunciaré de todos modos.
Se alejó rápidamente dejando atrás a Lotze.
En el otro extremo del campo esperaba mucha gente, junto a la puerta de salida. Parientes, amigos de los pasajeros. Algunos saludaban con la mano, otros miraban ansiosamente estudiando las caras. Un japonés corpulento, de mediana edad, bien vestido, con un abrigo de corte inglés, pantalones Oxford, galera, esperaba un poco más adelante que los otros, con un japonés más joven al lado. En la solapa del abrigo llevaba la insignia de los jerarcas del Pacífico. Misiones Comerciales del Gobierno Imperial. Ahí está, se dijo Baynes. El señor N. Tagomi, que ha venido a buscarme personalmente.
El japonés dio un paso y dijo sacudiendo la cabeza. titubeando: —Herr Baynes, buenas tardes.
—Buenas tardes, señor Tagomi —dijo Baynes extendiendo la mano.
Se dieron la mano y luego se saludaron con una reverencia. El joven japonés también hizo una reverencia, sonriente.
—Hace frío señor, en este campo —dijo el señor Tagomi—. Podemos regresar al centro de la ciudad en el helicóptero de la Misión, ¿le parece correcto?
Escrutó ansiosamente la cara del señor Baynes.
—Podemos partir ahora mismo —dijo Baynes—. Mi equipaje, sin embargo…
—El señor Kotomichi se ocupará de eso —dijo el señor Tagomi—. Pues verá usted, señor, en esta terminal tardan casi una hora en despachar las valijas. Más que la duración de un viaje.
El señor Kotomichi sonrió agradablemente.
—Muy bien —dijo Baynes.
El señor Tagomi dijo: —Señor, tengo un regalo para usted.
—¿Perdón? —dijo Baynes.
—Para inclinarlo a usted a una actitud favorable.
—El señor Tagomi buscó en el bolsillo del abrigo y sacó una cajita —Seleccionado entre los objetos de arte norteamericanos más selectos.
Extendió la mano con la caja.
—Bueno —dijo Baynes—. Gracias.
Aceptó la caja..
—Un grupo de oficiales se pasó la tarde examinando las alternativas —dijo el señor Tagomi—. Esta es una muestra realmente auténtica de la moribunda cultura norteamericana, un artefacto fino y raro que tiene el sabor de los viejos tiempos.
El señor Baynes abrió la caja. Sobre un trocito de terciopelo negro había un reloj pulsera de juguete, con la imagen de Mickey Mouse pintada en la esfera.
¿El señor Tagomi estaba haciéndole una broma? Baynes alzó los ojos y vio la cara tensa y preocupada del señor Tagomi. No, no era una broma.
—Muchas gracias —dijo Baynes—. Esto es realmente increíble.
—No hay hoy en todo el mundo sino unos diez relojes Mickey Mouse auténticos, de 1938 —dijo el señor Tagomi, estudiando atentamente las reacciones del señor Baynes—. Entre los coleccionistas que conozco ninguno tiene esta pieza.
Entraron en la terminal del helicóptero y subieron juntos la rampa.
Detrás de ellos el señor Kotomichi dijo:
—Harusame eni nuretsutsu yane no temari kana…
—¿Qué es eso? —le dijo el señor Baynes al señor Tagomi.
—Un antiguo poema —dijo el señor Tagomi—. Del período medio Tokugawa.
El señor Kotomichi dijo: —Cae la lluvia de la primavera, mojándolos, y en el techo hay una pelota de trapo.
Capítulo 4
Frank Frink miró cómo su ex empleador se alejaba anadeando por el pasillo hacia la sección principal de trabajo de la W-M Corporation, y pensó: lo extraño acerca de Wyndam-Matson es que no parece el dueño de una fábrica. Parece un alegre vagabundo, un hombre que se ha dado un baño, se ha puesto ropa nueva, se ha cortado el pelo, se ha afeitado, ha tomado una dosis de vitaminas y se ha lanzado al mundo con cinco dólares a empezar una nueva vida. El viejo era nervioso, tímido, sumiso a veces, como si todos fueran enemigos potenciales más fuertes que él, a quienes tenía que halagar y aplacar. “Me van a saltar encima” parecían decir sus modales.
Y sin embargo el viejo W-M era realmente poderoso y manejaba capitales, bienes raíces y toda una serie de empresas. Además de la fábrica W-M.
Siguiendo al viejo, Frink abrió el portalón metálico y entró en el taller: un rumor de motores —que había oído a su alrededor todos los días durante tanto tiempo—, hombres frente a sus máquinas, luces que zigzagueaban en el aire, polvo, movimiento. Allá iba el viejo. Frink aceleró el paso.
—¡Eh, señor W-M! —llamó.
El viejo se había detenido junto a Ed McCarthy, el capataz de brazos velludos. Frink se acercó y los dos hombres lo miraron.
Humedeciéndose nerviosamente los labios, Wyndam-Matson dijo: —Lo siento, Frank. No puedo tomarlo otra vez. Ya contraté a otro para su puesto, pensando que usted no volvería. Luego de lo que usted dijo.
En los ojos pequeños y redondos se encendió brevemente una mirada evasiva que para Frink era casi hereditaria. El viejo la tenía en la sangre.
—Vine a buscar mis herramientas, nada más —dijo Frink, y le alegró descubrir que había hablado con una voz firme, casi áspera.
—Bueno, veamos —murmuró el viejo que no sabía muy bien, evidentemente, si Frank tenía derecho a reclamar las herramientas—. Creo que esto es de jurisdicción de usted, Ed —dijo al fin—. Ocúpese del asunto. Yo tengo otras cosas que hacer. —Echó una ojeada al reloj de pulsera —Escuche, Ed. Discutiremos ese informe más tarde. Tengo que irme ahora.
Le palmeó el brazo a Ed McCarthy y se alejó al trote sin mirar atrás.
Ed McCarthy y Frink se quedaron solos.
—Viniste a trabajar —dijo Ed al cabo de un rato.
—Sí —dijo Frink.
—Yo estaba orgulloso de lo que habías dicho ayer.
—También yo —dijo Frink—. Pero Cristo. No puedo trabajar en ninguna otra parte. —Se sintió de pronto derrotado a impotente. —Lo sabes muy bien.
—No lo sé —dijo McCarthy—. No hay nadie en la costa que maneje como tú esa flexionadora de cables. Te he visto terminar la operación en cinco minutos, incluyendo el pulido. Y excepto la soldadura…
—Nunca dije que yo supiera soldar —dijo Frink.
—¿Nunca pensaste en instalarte por tu cuenta?
—¿Haciendo qué? —tartamudeó Frink, sorprendido.
—Joyería.
—Oh, por favor.
—Piezas originales, para la moda, no de uso industrial. —McCarthy llevó a Frink a un rincón del taller, lejos del ruido. —Con dos mil dólares puedes conseguir un sótano pequeño o un garaje. En un tiempo diseñé aros y pendientes para mujeres. Objetos modernos, realmente contemporáneos.
Tomó un pedazo de papel y se puso a dibujar, lenta, seriamente.
Mirando por encima del hombro de Ed, Frink vio el dibujo de una pulsera, un diseño abstracto de líneas onduladas.
—¿Hay un mercado para eso? —No conocía otras joyas que las tradicionales, y las antiguas —Las piezas contemporáneas no le interesan a nadie. No hay cosas como esas desde la guerra.
—Pues crea entonces un mercado —dijo McCarthy, enojado, torciendo la cara.
—¿Quieres decir que las venda yo mismo?
—En una tienda de venta al menudeo. Como… no recuerdo el nombre. Esa tienda de la calle Montgomery, donde hay objetos de arte.
—Artesanías Americanas —dijo Frink.
Nunca había entrado en esas tiendas de moda. Sólo los japoneses tenían bastante dinero como para comprar en sitios semejantes.
—¿Sabes qué venden esas tiendas? —dijo McCarthy—. Cinturones de hebilla que fabrican los indios de Nueva México. Objetos para turistas, todos iguales. Arte nativo, lo llaman, y ganan fortunas con eso.