Frink miró a McCarthy un largo rato.
—Sé qué otra cosa venden —dijo al fin —y tú también.
—Sí —dijo McCarthy.
Los dos sabían, porque los dos habían estado complicados en el asunto, durante mucho tiempo.
El negocio legal y declarado de la Compañía W-M consistía en fabricar barandillas de escalera, estufas, adornos de hierro fundido para los edificios nuevos.
Artículos en serie, idénticos. Para un edificio de cuarenta unidades se fabricaba cuarenta veces la misma pieza. En apariencia la compañía fundía hierro. Pero las verdaderas ganancias las obtenía de otro modo.
Empleando una complicada variedad de herramientas, materiales y máquinas, la Compañía W-M lanzaba al mercado un torrente continuo de imitaciones de artefactos norteamericanos de la preguerra. Estas imitaciones eran introducidas hábilmente en el mercado de objetos de arte junto con los artículos genuinos recogidos a lo largo y a lo ancho del continente. Como en el mercado de estampillas de correo y monedas, nadie conocía exactamente el número de falsificaciones en circulación. Y nadie —especialmente los comerciantes y los coleccionistas —quería conocerlo.
Cuando Frink había renunciado, un revólver Colt de los días de la conquista del Oeste había quedado sobre su mesa, casi terminado. El mismo había preparado los moldes, había echado el metal fundido, y había pulido a mano las distintas partes. Las armas de la guerra civil y de la época de la Frontera tenían un mercado ilimitado. La W-M podía vender fácil, mente todos esos productos. Eran la especialidad de Frink.
Frink caminó lentamente hasta su mesa y tomó el caño todavía tosco del revólver. Otros tres días de trabajo y el arma hubiese quedado terminada. Sí, pensó, era un buen trabajo. Un experto hubiera notado la diferencia. Pero los coleccionistas japoneses no eran verdaderos expertos, no tenían modelos o normas que los ayudaran a juzgar.
En verdad, le parecía a Frink, nunca se les había ocurrido preguntarse si los llamados objetos de arte históricos que se vendían en las tiendas de la costa Oeste eran o no genuinos. Un día quizá lo pensarían, y entonces la burbuja estallaría de veras, y el mercado se vendría abajo, aun para los objetos auténticos. Una ley de Gresham: las falsificaciones quitaban valor a lo verdadero. Y por eso, sin duda, nadie investigaba ahora. Al fin y al cabo todos eran felices. Los industriales que aquí y allá, en distintas ciudades, fabricaban los objetos. Los comerciantes al por mayor que los llevaban a las tiendas. Los vendedores que los anunciaban y exhibían. Los coleccionistas que ponían el dinero y se llevaban las cosas a sus casas, felices, para impresionar a sus socios; amigos, amantes.
Como el papel moneda de la posguerra. Todos lo aceptaban de buena gana hasta que alguien investigó. No había hecho daño a nadie… y luego todos quedaron arruinados por igual. Pero mientras tanto nadie hablaba de eso. Ni siquiera los hombres que se ganaban la vida fabricando imitaciones. No pensaban en los productos. Se entretenían en resolver problemas técnicos.
—¿Desde cuándo no trabajas con tus propios diseños? —preguntó McCarthy.
Frink se encogió de hombros.
—Años. Puedo copiar con una exactitud de todos los demonios, pero…
—¿Te digo lo que pienso? Se me ocurre que has hecho tuya la idea de los nazis de que los judíos no son capaces de crear. Que sólo imitan y venden. Intermediarios.
McCarthy miró fijamente a Frink.
—Quizá —dijo Frink.
—Haz la prueba. Prepara diseños originales. O trabaja directamente, sin planes previos, como un niño que juega.
—No —dijo Frink.
—No tienes fe —dijo McCarthy—. Has perdido completamente la fe en ti mismo, ¿no es así? Mala cosa. Pues sé que podrías hacerlo.
Se alejó de la mesa internándose en el taller.
Mala cosa, pensó Frink. Pero de todos modos era la verdad, un hecho: No podía tener fe o entusiasmo a su antojo.
McCarthy, pensó, era un capataz excelente. Sabía cómo estimular a un hombre, cómo sacarle a uno lo mejor de uno mismo. Era un jefe por naturaleza. Durante un momento casi lo había convencido. Pero… McCarthy se había ido ahora. El esfuerzo no le había servido de nada.
Lástima que no tuviese allí el oráculo, pensó Frink. Podría consultarlo. Ver qué le aconsejaban esos cinco mil años de sabiduría. Y entonces recordó que en el vestíbulo de la compañía había un ejemplar del I Ching. Salió del taller, y caminó deprisa por el corredor.
Sentado en uno de los sillones de cromo y plástico del vestíbulo, escribió la pregunta en el dorso de un sobre: “¿He de probar ese trabajo creador privado que me han descrito hace un momento?”
Empezó a mover rápidamente los palitos.
La línea más baja era un siete, y lo mismo la segunda y tercera. El trigrama Ch’ien, se dijo. Buen comienzo, Ch’ien era lo creativo. Luego la cuarta línea, un ocho. Yin. Y la línea quinta, también un ocho, una línea yin. Señor, pensó, —excitado. Otra línea yin y tendré el hexagrama Undécimo, Thai. Paz. Un juicio muy favorable. Frink movió los tallos con manos temblorosas. Podía obtener también una línea yang. El hexagrama Veintiséis, Ta Ch’u, el poder dominador de lo grande. Los dos eran favorables, y no había alternativa.
Yin. Un seis. Paz.
Abrió el libro y leyó el juicio.
Paz. El pequeño se aleja.
El grande se acerca.
Buena fortuna. Éxito.
De modo que Ed McCarthy tiene razón, pensó Frink. He de abrir mi tiendecita. Bueno, un seis arriba, la única línea móvil. Volvió la página. ¿Qué decía el texto? No podía acordarse. Tenía que ser un presagio favorable, pues todo el hexagrama era tan favorable. Unión del cielo y de la tierra… Pero la primera línea y la última estaban siempre fuera del hexagrama, de modo que era posible que un seis arriba…
Los ojos de Frink encontraron el texto, y lo leyeron en un instante.
El muro cae en el foso.
El ejército es inútil ahora.
Da tus órdenes dentro de tu propia ciudad.
La perseverancia trae humillación.
¡Maldición! Exclamó Frink, horrorizado. Y el comentario:
El cambio insinuado en la mitad del hexagrama ha empezado a producirse. El muro de la ciudad se hunde en el foso de donde fue levantado. La hora final se acerca…
Era sin duda, una de las líneas más lóbregas de todo el libro, entre más de tres mil líneas. Y sin embargo el sentido del hexagrama era bueno.
¿De cuál de los dos juicios tenía que fiarse?
¿Y cómo podían ser tan diferentes? Nunca le había ocurrido antes. La buena fortuna y la ruina profetizadas a la vez por el oráculo. Qué raro destino, como si el oráculo hubiese rascado el fondo del barril, hubiese sacado de las sombras restos y huesos y los hubiera volcado luego a la luz como una buena comida fermentada. Debo de haber apretado dos botones a la vez, decidió Frink. Había confundido las cosas, obteniendo este punto de vista schlimazl de la realidad. Sólo durante un segundo, afortunadamente. No había durado mucho.
Demonios, pensó, tiene que ser uno de los dos. No es posible otra cosa. O quizá sí.
El negocio de joyería le traería suerte. El oráculo se refería claramente a eso. Pero la línea, la condenada línea, hablaba de algo más profundo, de alguna catástrofe futura que quizá ni siquiera tenía relación con el negocio de las joyas. Algún destino terrible que lo esperaba en alguna parte, de algún modo…
¡La guerra! ¡La tercera guerra mundial! Dos mil millones de muertos, la civilización arrasada. Un chaparrón de bombas de hidrógeno.
¡Oy gewalt! pensó Frink. ¿Qué ocurre? ¿Puse yo esto en movimiento? ¿O algún otro que ha estado manejando los tallos, y a quien ni siquiera conozco? O todos nosotros, quizá. La culpa era de aquellos físicos y de aquella teoría de la sincronicidad. Todas las partículas están conectadas entre sí. No puedes estornudar sin alterar el equilibrio del universo. La vida es realmente una broma divertida, pero no hay gente alrededor y nadie puede festejar la broma. Abría un libro y le hablaba de acontecimientos futuros que hasta el mismo Dios desearía archivar y olvidar. ¿Y quién era él? La persona menos apropiada, podía probarlo.