Выбрать главу

Tomaría sus herramientas, abriría la tienda, se iniciaría en la vida de los negocios, y todo a pesar de esa línea horrible. Seguiría trabajando, creando a su modo, viviendo una vida tan buena cono le fuese posible, manteniéndose siempre activo, hasta que el muro cayera en el foso, para todos, para toda la humanidad. Ese era el mensaje del oráculo. El destino les cortaría un día la cabeza, pero mientras él tendría su trabajo.

El hexagrama era sólo para él. La línea para todos.

Soy demasiado insignificante, pensó Frink. Sólo puedo leer lo que está escrito, y luego bajar la cabeza y seguir adelante como si no hubiese visto nada. El oráculo no espera que yo me ponga a correr por las calles, gritándoles a las gentes que me escuchen.

¿Podía alterarlo alguien? se preguntó. Todos juntos… o una gran figura… o alguien estratégicamente situado, alguien que estuviese en el sitio correcto en el momento correcto. Una probabilidad. Un accidente. Y nuestras vidas, nuestro mundo, dependiendo de eso.

Frink cerró el libro, dejó el vestíbulo y regresó a los talleres. Citando vio a McCarthy le indicó con un ademán que se apartaran a un costado para seguir hablando.

—Cuanto más lo pienso —dijo Frink —más me gusta tu idea.

—Magnífico —dijo McCarthy—. Escúchame ahora. He aquí lo que haremos. El dinero se lo sacarás a Wyndam-Matson. —Le guiñó un ojo a Frink, lenta e intensamente, retorciendo el párpado. —Luego te diré cómo. Yo renunciaré también y me iré contigo. Necesitas mis diseños. Eh, ¿por qué pones esa cara? Son buenos diseños.

—Claro que sí —dijo Frink, un poco mareado.

—Te veré esta noche después del trabajo —dijo McCarthy —En mi casa. Llega a eso de las siete y cenarás con Jean y conmigo… si puedes aguantar a los chicos.

—Muy bien —dijo Frink.

McCarthy le palmeó la espalda y salió.

He recorrido un largo camino, se dijo Frink. En los últimos diez minutos. Pero no se sentía aprensivo ahora. Se sentía excitado.

Todo había ocurrido muy rápidamente en verdad, pensó mientras caminaba hacia su mesa de trabajo y recogía las herramientas. Sin embargo, así pasaban sin duda estas cosas. A la ocasión la pintan calva.

Toda la vida había esperado esto. Cuando el oráculo decía “algo ha de llevarse a cabo” se refería a esas circunstancias y a esos momentos, realmente apropiados. ¿Qué momento era ahora? Un seis arriba en el hexagrama Once cambiaba todo en el Veintiséis. El poder dominador de lo grande. Yin se transformaba en yang. La línea se mueve y aparece un nuevo momento. Y él había perdido el paso de tal modo que ni siquiera se había dado cuenta.

Apostaba que por eso le había salido esa línea terrible. Sólo así el hexagrama Once podía llegar a ser el hexagrama Veintiséis. Ese seis móvil arriba. No había motivo para que se preocupara tanto.

Pero a pesar de su excitación y su optimismo Frink no conseguía olvidarse de la línea, no del todo.

Hago lo que puedo, sin embargo, pensó irónicamente. Quizá esa misma noche, a las siete, ya no se acordaría de nada, como si la línea nunca hubiera existido.

Esperaba que fuese así realmente, se dijo, pues esta sociedad con Ed era algo importante. Había tenido una idea que no podía fallar. Y no quería quedarse afuera.

Ahora no era nadie, pero si llevaba adelante el negocio quizá juliana volviese con él. Sabía que ella quería volver. Merecía realmente estar casada con un hombre de posición, una persona que fuese alguien en la comunidad, no un meshuggener cualquiera. Los hombres eran hombres en otro tiempo, antes de la guerra. Pero todo eso había desaparecido.

No le sorprendía que juliana fuese de un lado a otro, de un hombre a otro, buscando. Y sin siquiera saber qué buscaba, qué reclamaba su biología. Pero él lo sabía, y ahora, en este negocio que iniciaría con McCarthy, lo conseguiría para ella.

A la hora del almuerzo, Robert Childan cerró las puertas de Artesanías Americanas, S. A. Comúnmente cruzaba la calle y comía en el restaurante de enfrente. De cualquier modo no estaba fuera más de media hora, y hoy sólo, tardó veinte minutos. El recuerdo de la prueba de fuego a que lo habían sometido el señor Tagomi y los empleados de la Misión Comercial le revolvía aún el estómago.

Mientras volvía a la tienda se dijo que quizá había llegado la hora de no hacer más negocios por teléfono. Todo junto al mostrador.

Dos horas mostrando artículos. Demasiado. Casi cuatro horas en total. No valía la pena abrir otra vez la tienda. Toda una tarde para vender un solo artículo, un reloj Mickey Mouse. Una pieza cara, era cierto, pero… Abrió la puerta y fue a colgar la chaqueta en la trastienda.

Cuando regresó se encontró con un cliente. Un hombre blanco. Bueno, pensó, qué sorpresa.

—Buenos días, señor —dijo Childan con una leve reverencia.

El hombre era probablemente un pinoc. Alto, de tez bastante oscura. Bien vestido, a la moda. Pero no a sus anchas. Un leve brillo de transpiración en la frente.

—Buenos días —murmuró el hombre moviéndose por la tienda y mirando las vitrinas.

Luego, de pronto, se acercó al mostrador. Buscó en un bolsillo de la chaqueta, sacó un tarjetero de cuero, pequeño y brillante, y le dio a Childan una tarjeta multicolor, impresa con caracteres muy adornados.

En la tarjeta un emblema imperial. Y una insignia militar. La Marina. Almirante Harusha. Robert Childan examinó la tarjeta, impresionado.

—La nave del almirante —explicó el cliente —se encuentra en este momento en la bahía de San Francisco. El portaaviones Syokaku.

—Ah —dijo Childan.

—El almirante Harusha nunca visitó la Costa Oeste —explicó el cliente—. Desea hacer muchas cosas aquí, entre otras visitar personalmente la famosa tienda de usted. Allá en las Islas se habla. mucho de Artesanías Americanas, S. A.

Childan saludó con una inclinación, deleitado.

—Sin embargo —continuó diciendo el hombre —y a causa de sus numerosos compromisos el almirante no podrá tener el placer de conocer la tienda de usted. Pero me ha enviado a mí, su ayuda de cámara.

—¿El almirante es un coleccionista? —preguntó Childan, pensando a toda velocidad.

—Es un amante de las artes. Un conocedor. Pero no un coleccionista. Mi almirante desea obsequiar a cada uno de los oficiales de la nave un artefacto histórico valioso, un revólver de aquella epopeya, la guerra civil norteamericana. —El hombre hizo una pausa. Son doce oficiales en total.

Childan pensó rápidamente: doce revólveres de la guerra civil. Precio para el cliente: casi diez mil dólares. Se estremeció.

—Como es bien sabido —continuó el hombre —la tienda de usted vende esos invalorables artefactos antiguos, arrancados de las páginas de la historia, y que se pierden, ay, demasiado rápidamente en el limbo del tiempo.

Eligiendo con mucho cuidado todas las palabras —no podía permitirse perder este negocio, cometer un solo error —Childan dijo: —Sí, es cierto. Ninguna tienda de los Estados del Pacífico puede ofrecer armas tan finas de la guerra civil. Me agradará mucho servir al almirante Harusha. ¿Desea usted que lleve mi soberbia colección a bordo del Syokaku? ¿Esta misma tarde, quizá?

—No, las examinaré aquí —dijo el hombre.

Doce. Childan sacó cuentas. No tenía doce armas, en verdad sólo tenía tres. Pero podía obtener doce, si la suerte lo acompañaba, por distintos medios en el curso de la semana. Expreso aéreo desde el Este, por ejemplo. Y ciertos contactos locales.