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—Usted, señor —dijo—, ¿es un conocedor de esas armas?

—Hasta cierto punto —dijo el hombre—. Tengo una pequeña colección de armas de bolsillo, inclusive una pistolita secreta que parece una ficha de dominó. 1840, aproximadamente.

—Una pieza exquisita —dijo Childan mientras se encaminaba hacia la caja fuerte donde guardaba los revólveres.

Cuando volvió al mostrador vio que el hombre estaba llenando un cheque de banco. El hombre se detuvo y dijo:

—El almirante desea pagar por adelantado. Un depósito de quince mil dólares del Pacífico.

Childan sintió que se le iba la cabeza. Dominándose, habló con una voz tranquila y hasta logró parecer un poco aburrido.

—Como usted quiera. No es indispensable. Una cuestión formal. —Puso en el mostrador un estuche de cuero y dijo: —Una pieza excepcional. Un Colt 44 de 1860. —Abrió la caja —Del ejército yanqui. Los soldados azules los empleaban para tirar de cerca.

El hombre examinó largo rato el Colt 44. Al fin, alzando los ojos, dijo con calma: —Señor, esto es una imitación.

—¿Eh? —dijo Childan, sin entender.

—Esta pieza no tiene más de seis meses. Señor, lo que usted me ofrece es un engaño. Es desolador. Mire usted. La madera. Envejecida artificialmente con ácidos químicos. Qué vergüenza.

El hombre dejó el arma en el mostrador.

Childan tomó el arma y se quedó mirándola, sin saber qué decir.

—No puede ser —murmuró al cabo de un rato.

—Una imitación del arma auténtica histórica. Nada más. Temo, señor, que lo hayan engañado. Quizá algún inescrupuloso. Tiene usted que informar a la policía de San Francisco. —El hombre asintió, con una inclinación de cabeza —Me preocupa realmente. Debe de tener usted otras imitaciones en la tienda. ¿Es posible, señor, que usted, propietario, comerciante de estos artículos, no sepa distinguir entre las piezas falsas y las auténticas?

Silencio.

Extendiendo la mano, el hombre tomó del mostrador el cheque que no había alcanzado a completar. Se lo puso otra vez en el bolsillo, se guardó la lapicera, y saludó con una reverencia.

—Es una lástima, señor, pero parece evidente, ay, que Artesanías Americanas, S. A. no podrá satisfacer nuestros deseos. El almirante Harusha se sentirá realmente decepcionado. Pero entiende usted que en mi posición…

Childan miró otra vez el revólver.

—Buenos días, señor —dijo el hombre—. Acepte usted por favor un humilde consejo, Pida usted a algunos expertos que examinen lo que usted adquiere. La reputación de usted… No es necesario que me alargue en explicaciones.

—Señor, si usted, por favor… —tartamudeó Childan.

—Quédese tranquilo, señor. No hablaré de esto con nadie. Le… le diré al almirante que hoy la tienda de usted estaba cerrada, lamentablemente. Al fin y al cabo… —El hombre se detuvo en el umbral —Al fin y al cabo usted y yo somos blancos.

Haciendo otra reverencia, el hombre partió.

Childan se quedó solo, con el revólver en la mano.

No puede ser, pensó.

Pero tenía que ser. Dios santo. Estaba arruinado. Había perdido una venta de quince mil dólares. Y su reputación, si esto se sabía. Si ese hombre, el ayudante del almirante Harusha, no era discreto.

Me suicidaré, decidió. He perdido mi posición. No puedo seguir, es indiscutible.

Por otra parte, quizá el hombre se había equivocado.

Quizá mentía.

Lo había mandado Objetos Históricos de los Estados Unidos para destruirlo. O Rarezas Artísticas de la Costa Oeste.

Cualquiera de los competidores.

El arma era genuina sin duda.

¿Cómo podía saberlo? Childan pensó un rato. Ah. Le pediría al Departamento de Criminología de la Universidad de California que analizasen el arma. Conocía a alguien allí, o por lo menos había conocido a alguien en otro tiempo. Esto ya había ocurrido otra vez. Supuesta falta de autenticidad de una pistola.

Telefoneó rápidamente a una compañía de mensajeros de la ciudad y les dijo que le enviaran un hombre, enseguida. Luego empaquetó el arma y redactó una nota para el laboratorio de la Universidad, pidiendo que le calcularan la edad del arma inmediatamente y le informaran por teléfono. Llegó el mensajero. Childan le entregó la nota y el paquete y le dijo que fuera a la Universidad en helicóptero. El hombre partió y Childan empezó a pasearse por la tienda, esperando.

A las tres llamó la Universidad.

—Señor Childan —dijo la voz—, nos pidió usted que examináramos la autenticidad de esta arma militar, Colt. 44, 1860. —Una pausa. Childan apretó aprensivamente el tubo del teléfono. —Este es el informe del laboratorio. Reproducción obtenida mediante moldes de plástico, excepto la culata de nogal. Los números de serie desconocidos. No se empleó el método del gas de cianuro para endurecer la armazón. Las superficies castañas y azules han sido obtenidas mediante proceso técnico moderno, de acción rápida. Toda el arma artificialmente envejecida.

Childan alcanzó a murmurar: —El hombre que me trajo el arma para que yo le diera mi opinión…

—Dígale que lo engañaron —informó el técnico de la Universidad—. Que lo engañaron bien. Excelente trabajo. Obra de un verdadero profesional. Verá usted, el arma auténtica… ¿Recuerda las partes azules? Se las ponía en una caja de correas de cuero, sellada, con gas de cianuro, y se las calentaba. Un proceso bastante tosco. Esta arma en cambio fue fabricada con buenos equipos. Hemos detectado partículas de sustancias pulidoras de metales, bastante raras. Bueno, no tenemos pruebas, pero sabemos que hay toda una industria que vive fabricando estas imitaciones. Tiene que haberla. Hemos visto muchas armas de este tipo.

—No —dijo Childan—. Eso es sólo un rumor. Puedo asegurárselo, sin ninguna duda. —La voz se le quebró en un chillido. —Y sé por qué se lo digo. ¿Por qué cree usted que le envié el arma? Descubrí enseguida que era falsa, luego de tantos años de experiencia. Una rareza de veras, algo insólito. Una broma en realidad. Una jugarreta. —Childan calló, jadeando —Gracias por haber confirmado mis propias observaciones. Mándeme la cuenta. Gracias.

Cortó rápidamente la comunicación.

Luego, sin hacer una pausa, sacó los libros y se puso a rastrear el arma. ¿Cómo le había llegado? ¿De quién?

Se la había mandado, descubrió, un importante comerciante al por mayor, Ray Calvin, de San Francisco. Le telefoneó enseguida.

—Quiero hablar con el señor Calvin —dijo, un poco más tranquilo.

Una voz áspera y rápida:

—¿Sí?

—Habla Bob Childan. De Artesanías Americanas, de la calle Montgomery Ray, se trata de un problema delicado. Quiero verlo hoy, en su oficina o en cualquier otra parte, a solas. Créame, señor, tenemos que hablar.

Childan descubrió que estaba aullando en el teléfono.

—Muy bien —dijo Ray Calvin.

—No se lo diga a nadie. Es absolutamente confidencial.

—¿A las cuatro?

—A las cuatro —dijo Childan—. En su oficina. Buenos días.

Colgó el tubo tan furiosamente que todo el aparato cayó del mostrador al piso. Childan se arrodilló y puso otra vez el aparato en su lugar.

No necesitaba salir antes de media hora, y mientras tanto sólo podía pasearse, y esperar. Tuvo una idea. Llamó a las oficinas de San Francisco de El Heraldo de Tokio, en la calle Market.

—Señores, —dijo—, por favor, quisiera saber si el portaaviones Syokaku está en el puerto, y si es así desde hace cuántos días. Agradeceré mucho al estimable periódico de ustedes está información.

Una espera agonizante. La muchacha volvió al fin.