—De acuerdo con nuestros archivos, señor —dijo con una risita—, el portaaviones Syokaku está en el fondo del mar de las Filipinas. Fue hundido por un submarino norteamericano en 1945. ¿Algún otro problema que podamos resolverle, señor?
En el diario, obviamente, apreciaban ese tipo de bromas.
Childan colgó. Ninguna nave Syokaku en los últimos diecisiete años. Probablemente ningún almirante Harusha. El hombre había sido un impostor. Y sin embargo…
El hombre había dicho la verdad. El Colt 44 era una falsificación.
No tenía sentido.
Quizá el hombre era un especulador que intentaba copar el mercado de revólveres de la guerra civil. Un experto. Había reconocido la imitación. Un profesional de profesionales.
Sólo un profesional podía darse cuenta. Alguien que estaba en el negocio. No un mero coleccionista.
Childan se sintió algo aliviado. Muy pocos se darían cuenta. Quizá nadie más.
¿Olvidaría el asunto?
Pensó un rato. No. Debía investigar, conseguir que Ray Calvin le devolviera el dinero. Y… tendría que enviar otros artefactos al laboratorio de la universidad.
¿Y si se descubría que muchos no eran auténticos?
El problema era difícil.
No hay otro camino, decidió, malhumorado, desesperado. Tenía que enfrentar a Ray Calvin y pedirle que investigara hasta llegar a las mismas fuentes. Quizá Calvin era inocente, quizá no. Le advertiría, de cualquier modo, que no más imitaciones o dejaría de comprarle.
Calvin tiene que cargar con la pérdida, decidió. Si se niega, hablaré con los dueños de las otras tiendas, arruinaré la reputación de Calvin. ¿Por qué he de arruinarme solo? Que el castigo llegue a los responsables.
Pero mantengamos el secreto, se dijo; que el asunto quede entre nosotros.
Capítulo 5
La llamada telefónica de Ray Calvin sorprendió realmente a Wyndam-Matson. No entendía bien, en parte porque Calvin hablaba como de costumbre muy rápidamente, y en parte porque en ese momento —las once y media de la noche —estaba entreteniéndose con una dama en sus habitaciones del hotel Muromachi.
—Escuche, amigo mío —dijo Calvin—, todo lo que nos envió la última vez se lo mandamos a usted de vuelta. Le devolveremos también otros artículos pero le advierto que hemos pagado todo, excepto el último envío. La factura es del dieciocho de mayo.
Naturalmente, Wyndam-Matson quiso saber por qué.
—Todo es falsificado —dijo Calvin.
—Pero usted ya lo sabía. —Wyndam-Matson estaba muy confundido. —Quiero decir, Ray, que usted conocía bien la situación.
Miró alrededor. La muchacha estaba en alguna parte, en el tocador probablemente.
—Sí, yo sabía que eran falsificaciones —dijo Calvin—. No hablo de eso. Escúcheme. No me importa mucho que una de esas armas que usted me envía haya sido usada o no en la guerra civil. Sólo pretendo un Colt 44 satisfactorio, cualquiera que sea el nombre que tenga en los catálogos de ustedes. Es necesario que se ajuste a las normas. ¿Sabe usted quién es Robert Childan?
Wyndam-Matson recordaba vagamente que era alguien importante.
—Sí.
—Estuvo aquí hoy. En mi oficina. Lo llamo a usted desde mi oficina, no desde mi casa. Todavía estamos trabajando en esto. En fin, Childan vino hoy y me contó una larga historia. Estaba realmente furioso. Agitado. Bueno, parece que un cliente importante, un almirante japonés, fue a verlo, o mandó a alguien. Childan habló de un pedido de veinte mil dólares, pero esto debe de ser una exageración. De cualquier modo, y no hay motivos para no creerlo, el japonés quería comprar, le echó una ojeada a uno de esos revólveres que fabrican ustedes, vio que era una falsificación, se guardó otra vez el dinero, y se fue. Bueno, ¿qué dice usted?
Wyndam-Matson no sabía qué decir, pero pensó inmediatamente: es cosa de Frink y McCarthy. Dijeron que harían algo, y es esto. Aunque no sabía qué habían hecho realmente. No le encontraba sentido a la historia de Calvin.
Sintió de pronto una especie de miedo supersticioso. ¿Cómo podían haber falsificado un artículo fabricado en el mes de febrero? Había pensado que hablarían con la policía o los periódicos, o el gobierno pinoc de Sacramento, y por supuesto, se había cubierto bien las espaldas. Todo era muy raro. No sabía qué decirle a Calvin. Farfulló durante un tiempo que le pareció interminable, y al fin pudo cortar la comunicación.
En ese momento descubrió, sobresaltándose, que Rita había salido del dormitorio y había escuchado casi toda la charla. Había estado paseándose, irritada, de un lado a otro, vestida sólo con un calzón de seda negra, y el pelo rubio suelto sobre las espaldas desnudas, ligeramente pecosas.
—Llama a la policía —dijo Rita.
Bueno, pensó Wyndam-Matson, me saldría más barato quizá ofrecerles dos mil dólares. Los aceptarán. Probablemente no quieran otra cosa. Son hombres pequeños, con pensamientos pequeños. Invertirán el dinero en el nuevo negocio, lo perderán, y al cabo de un mes estarán otra vez en la ruina.
—No —dijo.
—¿Por qué no? El chantaje es un delito.
Era difícil explicarlo. Wyndam-Matson estaba acostumbrado a pagar a la gente. El dinero que podía darles a Frink y McCarthy sería contabilizado como gastos generales. Y si la suma era pequeña… Pero la muchacha no estaba del todo equivocada. Rumió el asunto.
Les daré dos mil, decidió, pero me pondré en contacto con ese hombre que conozco en el Centro Cívico, ese inspector de policía. Le pediré que investigue a Frink y a McCarthy. Si encuentra algo y aparecen de nuevo, podré sacármelos de encima fácilmente.
Por ejemplo, pensó, alguien le había dicho que Frink era semita. Que se había cambiado la nariz y el nombre. Bastaría con notificar al cónsul alemán. Asunto de rutina. El cónsul pediría la extradición a las autoridades japonesas, y tan pronto como el individuo cruzase la línea de demarcación le darían una dosis de gas. Parecía que tenían uno de esos campos en Nueva York. Un campo con hornos.
—Me sorprende que alguien pueda chantajear a un hombre tan importante —dijo la muchacha, mirándolo.
—Bueno, te explicaré —dijo Wyndam-Matson —Todo este condenado asunto de la historicidad es un disparate. Estos japoneses no se dan cuenta. Te lo probaré. —Se incorporó, corrió al estudio, y volvió enseguida con dos encendedores que dejó en la mesita de café —Míralos bien. Parecen iguales, ¿no es cierto? Bueno, uno es histórico, el otro no. —Sonrió mostrando los dientes. —Tómalos. Adelante. Uno vale… cuarenta o cincuenta mil dólares en el mercado de coleccionistas.
La muchacha tomó lentamente los dos encendedores y los examinó.
—¿No la sientes? —bromeó Wyndam-Matson—. ¿La historicidad?
—¿Qué es eso?
—Valor histórico. Uno de esos encendedores estaba en el bolsillo de Franklin D. Roosevelt el día que lo asesinaron. El otro no. Uno tiene historicidad, mucha. El otro nada. ¿Puedes sentirla? —Wyndam-Matson tocó ligeramente con el codo a la muchacha. —No, no puedes. No sabes cuál es cuál. No hay ahí “plasma místico”, no hay “aura”.
La muchacha miraba los encendedores con una ex. presión de temor reverente.
—¿Es realmente cierto? ¿Que tenía uno de éstos en el bolsillo aquel día?
—Exactamente. Y puedo decirte cuál de los dos. Te das cuenta. Los coleccionistas se estafan a sí mismos. El revólver que un soldado disparó en una batalla famosa, como la de Meuse-Argonne, por ejemplo, es igual al revólver que no fue empleado en esa batalla, salvo que tú lo sepas. Está aquí. —Wyndam-Matson se tocó la frente —En la cabeza, no en el revólver. Yo fui coleccionista un tiempo. En realidad ese fue el camino que me trajo a este negocio. Coleccionaba estampillas. De las colonias inglesas.