—¿Cómo? ¿Dónde?
—En el norte de África Churchill hubiera derrotado a Rommel eventualmente.
Wyndam-Matson bufó.
—Y una vez derrotado Rommel, los británicos hubieran podido atravesar Turquía y unirse al ejército ruso. En el libro los rusos paran a los alemanes en una ciudad del Volga. Nunca oímos hablar de esa ciudad, pero existe, pues la busqué en el atlas.
—¿Cómo se llama?
—Stalingrado. De modo que los británicos hubieran cambiado el curso de la guerra. En el libro Rommel se unió a las fuerzas alemanas que volvían de Rusia, los ejércitos de von Paulus, ¿recuerdas? Y los alemanes no llegan al Medio Oriente ni consiguen el petróleo que necesitaban tanto, ni se encuentran con los japoneses que ocuparon la India. Y…
—Ninguna estrategia hubiese podido derrotar a Erwin Rommel —dijo Wyndam-Matson—. Y cualquier resistencia, aun la de esa ciudad llamada tan heroicamente Stalingrado, no hubiera hecho más que retrasar el fin. Escucha. Yo conocí a Rommel. En Nueva York, una vez que fui allá por asunto de negocios, en 1948. —En realidad sólo había visto una vez al gobernador militar de los Estados Unidos, durante una recepción en la Casa Blanca, y desde lejos. —Qué hombre. Qué dignidad y qué presencia. De modo que sé lo que te digo.
—Fue terrible —dijo Rita —cuando relevaron al general Rommel y nombraron a ese espantoso Lammers. Los asesinatos y esos campos de concentración comenzaron realmente entonces.
—Ya existían cuando Rommel era gobernador militar.
—Pero… —Rita movió las manos —No era oficial. Quizá esos rufianes de la SS hacían ya esas cosas… Pero Rommel no era como ellos. Se parecía más a aquellos prusianos de antes. Era un hombre duro…
—Te diré quien hizo una buena obra en los Estados Unidos —interrumpió Wyndam-Matson—, el verdadero autor del renacimiento económico. Albert Speer. No Rommel ni la Organización Todt. El Partido no pudo haber elegido un hombre mejor. Speer consiguió poner de nuevo en funcionamiento todas esas compañías y fábricas, ordenándolas en un sistema eficiente. Sería muy bueno tener todo eso aquí y no estas empresas que luchan unas contra otras perdiendo tiempo y energías. No hay nada más tonto que la competencia económica.
Rita dijo:
—Yo no podría vivir en esos campos de trabajo, esos dormitorios colectivos del Este. Una amiga mía vivió allí. Le censuraban las cartas. No pudo decirme nada hasta que regresó. Tenían que levantarse a las seis y media de la mañana y las despertaban con una banda de música.
—Te acostumbrarías. Vivienda limpia, comida adecuada, horas de recreo, cuidados médicos. ¿Qué quieres? ¿Cerveza con huevos fritos?
El amplio coche alemán se movió en silencio entre la niebla fresca de la noche de San Francisco.
El señor Tagomi estaba sentado en el piso, sobre las piernas cruzadas. Tenía en la mano un tazón de té negro que soplaba de cuando en cuando mientras alzaba los ojos hacia el señor Baynes y sonreía.
—Magnífico este sitio —dijo Baynes—. Hay verdadera paz aquí en la costa del Pacífico. Muy distinto de… allá —concluyó vagamente.
—“Dios le habla al hombre con el signo del despertar” —murmuró el señor Tagomi.
—¿Perdón?
—El oráculo. Discúlpeme. Una volandera respuesta cortical.
Quiere decirme que estaba distraído, pensó Baynes. Se sonrió.
—Somos gente absurda —dijo el señor Tagomi —que vive de acuerdo con un libro de hace cinco mil años. Le hacemos preguntas como si fuese algo vivo. Está vivo. Lo mismo que la Biblia cristiana. Hay muchos libros vivos. No de un modo metafórico. Los anima el espíritu, ¿no cree usted?
Tagomi alzó los ojos estudiando la reacción de Baynes.
Eligiendo con cuidado las palabras, Baynes dijo: —No… no sé mucho de religiones, y prefiero mantenerme dentro de los límites de mi competencia.
En realidad, no entendía muy bien de qué estaba hablando el señor Tagomi. Debía estar cansado, pensó. Desde que había llegado allí, esa noche todo le parecía… una historia de gnomos. Como si las cosas fueran todas más pequeñas, y al mismo tiempo tuvieran algo de cómico. ¿Qué libro era ese, de hacía cinco mil años? El reloj Mickey Mouse, la tacita frágil del señor Tagomi… y en la pared de enfrente una enorme cabeza de búfalo, fea y amenazante.
—¿Qué es esa cabeza? —preguntó de pronto.
—Nada menos —dijo el señor Tagomi —que el alimento de los aborígenes en días lejanos.
—Ah.
—¿Quiere que le muestre el arte de matar al búfalo? —El señor Tagomi dejó su taza en la mesa y se puso de pie. En su propia casa, de noche, llevaba bata de seda, zapatillas, y corbata blanca. —Aquí voy yo, montado en una locomotora. —Se sentó de cuclillas en el aire. —Sobre las rodillas, un fiel Winchester de 1866, sacado de mi propia colección. —Le echo una ojeada al señor Baynes. —El viaje lo ha cansado, señor.
—Temo que sí —dijo Baynes—. Todo esto me abruma un poco. Tantas preocupaciones de negocios…
Y otras preocupaciones, pensó. Le dolía la cabeza.
Se preguntó si allí, en la costa del Pacífico, se conseguirían los excelentes analgésicos de I. G. Farben.
—Hemos de tener fe en alguien —dijo el señor Tagomi—. No podemos —conocer todas las respuestas. No podemos ver adelante por nuestros propios medios.
El señor Baynes asintió.
—Mi mujer debe de tener algo para la cabeza de usted —dijo el señor Tagomi, viendo que el señor Baynes se quitaba los anteojos y se frotaba la frente—. Los músculos de los ojos duelen. Perdóneme.
Haciendo una reverencia, salió del cuarto.
Lo que necesito es dormir, pensó Baynes. Una noche de descanso. ¿O no enfrento la situación como es debido? Me amilanan las dificultades.
Cuando el señor Tagomi volvió trayendo un vaso de agua y alguna clase de píldora, el señor Baynes dijo: —Tendría que despedirme, sí, y marcharme a mi hotel, pero antes quisiera saber algo. Mañana podríamos discutirlo más ampliamente si a usted le parece. ¿Ha oído hablar de una tercera persona que se uniría a nuestras conversaciones?
La cara del señor Tagomi mostró una expresión de sorpresa, durante un instante. Luego la sorpresa se desvaneció y fue reemplazada por una descuidada indiferencia.
—No oí nada. Sin embargo… es interesante, claro está.
—Alguien de las Islas.
—Ah —dijo el señor Tagomi, muy tranquilo ahora, y aparentemente nada sorprendido.
—Un hombre de negocios de cierta edad, ya retirado —dijo el señor Baynes—. Que viene por barco. Salió hace dos semanas. No le gusta viajar en avión.
—Los primores de lo arcaico —dijo el señor Tagomi.
—Conoce bien el mercado en las Islas y podrá informarnos adecuadamente. De cualquier modo iba a venir a San Francisco a pasar unas vacaciones. No es terriblemente importante, pero con su ayuda nuestras conversaciones podrán ser más precisas.
—Sí —dijo el señor Tagomi—, informándonos acerca de la situación —del mercado en las Islas. He estado fuera dos años.
—¿Quiere darme esa píldora, por favor?
Sobresaltándose, el señor Tagomi bajó los ojos y vio que todavía tenía en las manos la píldora y el agua.
—Perdón. Es un remedio poderoso. Se llama saracaína. Fabricada por una compañía de drogas en el distrito chino. —Extendió la mano y añadió: —No crea hábito.
—Este señor anciano —dijo el señor Baynes mientras se preparaba a tomar la píldora —irá a verlo a usted directamente en la Misión Comercial, creo. Le daré el nombre para que la gente de usted lo reciba cuando llegue el momento. Yo no lo conozco, pero tengo entendido que es un poco sordo y un poco excéntrico. No queremos que se sienta… desagradado. —El señor Tagomi puso cara de haber entendido. —Le gustan los rododendros. Se sentirá feliz si usted consigue a alguien que pueda hablarle de rododendros durante una media hora, mientras preparamos nuestra conferencia. Le escribiré el nombre.