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El señor Baynes se tomó la píldora, sacó la lapicera y escribió.

—El señor Shinjiro Yatabe —leyó el señor Tagomi aceptando el papelito y guardándolo obedientemente en la libreta de notas.

—Algo más.

El señor Tagomi se llevó la taza a los labios, lentamente, escuchando.

—Una minucia delicada. Este viejo señor… tiene casi ochenta años. Antes de retirarse hizo algunos malos negocios. ¿Comprende usted?

—Ya es una persona acomodada —dijo el señor Tagomi—. Y vive quizá de una pensión.

—Exactamente. Y la pensión es penosamente pequeña. Y trata de aumentarla con distintas operaciones, aquí y allí.

—Una información de muy escasa importancia —dijo el señor Tagomi—. La burocracia, como siempre. Entiendo muy bien la situación. El anciano caballero recibe un estipendio por su asesoramiento, y no informa a la Caja de Pensiones. De modo que hemos de mantener en secreto esa visita. Ellos sólo saben que se toma tinas vacaciones.

—Es usted un hombre avezado.

—Esta situación ya se ha presentado antes —dijo el señor Tagomi—. En nuestra sociedad no hemos resuelto aún el problema de los ancianos, cada día más numerosos a medida que progresa la ciencia médica. La China nos ha enseñado a honrar a los ancianos. Para los alemanes, sin embargo, nuestra negligencia es casi una virtud. Tengo entendido que matan a los viejos.

—Los alemanes —murmuró Baynes frotándose de nuevo la frente.

¿Le había hecho efecto la píldora? Se sentía un poco somnoliento.

—Siendo usted escandinavo ha tenido sin duda muchos contactos con la Europa Festung. Por ejemplo, usted embarcó en Tempelhof. ¿Es posible defender una actitud semejante? Usted es neutral. Deme su opinión, si le parece.

—No sé de qué actitud me habla —dijo el señor Baynes.

—La actitud hacia los viejos, los enfermos, los débiles, los locos, todas las variedades de los inútiles. “¿Para qué sirve un bebé recién nacido?” se preguntó una vez un filósofo anglosajón. He meditado muy a menudo en esa frase. Pues bien, no sirve en general para nada.

El señor Baynes emitió algunos sonidos ininteligibles y corteses.

—¿No es acaso cierto —dijo el señor Tagomi —que ningún hombre ha de ser instrumento de las necesidades de otro? —Se inclinó hacia adelante, ansiosamente. —Por favor, deme usted su opinión neutral escandinava.

—No sé —dijo el señor Baynes.

—Durante la guerra —dijo el señor Tagomi —fui un funcionario menor en el Distrito de la China. En Shangai. El gobierno imperial mantenía allí un campamento de judíos, y el ministro nazi en Shangai nos exigió que los masacráramos. Pedí consejo a mis superiores. La respuesta fue “nos oponemos por consideraciones humanitarias”. Rechazaron la exigencia como muestra de barbarie. Me impresionó.

—Ya veo —murmuró el señor Baynes. ¿Me está tirando de la lengua? se preguntó. Se sentía despierto ahora. Estaba recobrando la lucidez.

—Los nazis —continuó el señor Tagomi —dijeron siempre que los judíos no son de raza blanca, sino asiáticos. Señor, las autoridades del Japón, aun ciertas gentes del gabinete de guerra, han meditado a menudo en las implicaciones de esta teoría. No he discutido nunca el asunto con ciudadanos del Reich, pero…

El señor Baynes lo interrumpió.

—Bueno, yo no soy alemán. De modo que no puedo hablar en nombre de Alemania. —Se puso de pie y fue hacia la puerta —Continuaremos la discusión mañana. Perdóneme, hoy no puedo pensar.

En realidad, se sentía completamente lúcido. Tengo que salir de aquí, se dijo. Este hombre me está llevando demasiado lejos.

—Perdone usted la estupidez del fanatismo —dijo el señor Tagomi apresurándose a abrir la puerta—. Las preocupaciones filosóficas me han hecho olvidar la realidad humana.

Llamó en japonés y la puerta de calle se abrió. Un joven japonés entró y saludó con una reverencia, echándole una ojeada al señor Baynes.

Mi chofer, pensé, el señor Baynes.

Quizá aquellas observaciones quijotescas en el vuelo de la Lufthansa, se le ocurrió de pronto. Lo que le había dicho a aquel fulano, Lotze. Había hablado con los japoneses de allí seguramente.

Lamentó haber atacado a Lotze de aquel modo, ahora era demasiado tarde.

No soy la persona adecuada, se dijo. De ningún modo. No para esto.

Y sin embargo, un sueco podía decir esas cosas. Todo estaba bien. Era demasiado escrupuloso. Arrastraba aún hábitos del pasado. Pero en realidad podía hablar libremente ahora. Tenia que adaptarse.

No obstante, se resistía totalmente a esa adaptación. La sangre que llevaba en las venas, los huesos, los órganos. Abre la boca, se dijo. Di algo, cualquier cosa. Una opinión, si quieres tener éxito.

—Quizá —dijo —los impulsa un desesperado arquetipo inconsciente. En el sentido jungiano.

El señor Tagomi asintió.

—He leído a Jung. Entiendo.

Se dieron la mano.

—Lo llamaré por teléfono mañana a la mañana —dijo el señor Baynes—. Buenas noches, señor.

Saludó con una reverencia y el señor Tagomi respondió del mismo modo.

El joven y sonriente japonés dio un paso adelante, y dijo algo que el señor Baynes no pudo entender.

—¿Eh? —dijo Baynes mientras recogía el abrigo y salía al porche.

El señor Tagomi explicó: —Le está hablando en sueco, señor. Ha seguido un curso en la Universidad de Tokio sobre la guerra de los treinta años y es un admirador del gran héroe de ustedes, Gustavo Adolfo. —El señor Tagomi sonrió con simpatía. —Es evidente, sin embargo, que no ha logrado dominar una lengua tan extraña. Habrá estudiado conversación con discos de fonógrafo. Un sistema barato, muy popular entre los estudiantes.

El joven japonés, que evidentemente no comprendía inglés, inclinó la cabeza y sonrió.

—Entiendo —dijo el señor Baynes—. Bueno, deséele buena suerte de mi parte.

Yo tengo también mis problemas con la lengua, pensó. No hay ninguna duda.

Dios, el estudiante japonés lo llevaría al hotel y trataría de hablarle en sueco todo el camino. Un idioma que el señor Baynes entendía apenas, y sólo cuando se lo hablaba con mucha corrección, no ciertamente en boca de un estudiante japonés que había tratado de aprenderlo oyendo unos discos.

No conseguirá que yo entienda una palabra, pensó el señor Baynes, pero insistirá una y otra vez. Tiene que aprovechar esta oportunidad, pues es difícil que se encuentre otra vez con un sueco. El señor Baynes gruñó entre dientes. Qué prueba de fuego sería el viaje en auto, para los dos.

Capítulo 6

La señora Juliana Frink había salido a la mañana temprano a hacer sus compras y caminaba ahora por la acera, llevando los dos sacos de papel, deteniéndose delante de los escaparates, y disfrutando del día luminoso y fresco.

¿No tenía que comprar algo en la cafetería? Entró. No comenzaba a trabajar en la academia de judo hasta el mediodía y le sobraba tiempo. Se sentó en un taburete junto al mostrador, dejó sus paquetes a un costado y se puso a mirar las revistas.

El último número de Life, vio, traía un artículo importante titulado: TELEVISIÓN EN EUROPA. UNA OJEADA AL FUTURO. Juliana volvió las páginas, interesada, y vio la fotografía de una familia alemana que miraba televisión. El canal de Berlín, decía el artículo, transmitía ya durante cuatro horas. Un día habría estaciones de televisión en todas las principales ciudades europeas. Y en 1970 instalarían una en Nueva York.

Otra fotografía mostraba cómo unos ingenieros alemanes ayudaban a unos técnicos neoyorquinos. Era fácil descubrir quiénes eran los alemanes. Hombres de aspecto saludable, limpios, enérgicos. Los norteamericanos, por su parte, eran gente, y nada más.