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Uno de los técnicos alemanes señalaba algo, y los norteamericanos trataban de ver qué señalaba. Yo diría que tienen mejor vista que nosotros, decidió Juliana. Una dieta más adecuada durante estos últimos veinte años. Se dice que pueden ver cosas que nadie ve. ¿Vitamina A quizá?

¿Cómo sería eso de estar sentado en la casa de uno y ver todo el mundo en una pantallita, gris? En verdad, si los nazis podían volar entre la Tierra y Marte no era difícil tampoco que consiguieran transmitir imágenes. Me parece que yo preferiría eso, se dijo Juliana, ver esos espectáculos cómicos con Bob Hope y Jimmy Durante. Ir de un lado a otro por Marte no le parecía tan atractivo. Sí, pensó mientras dejaba la revista en el estante. Los nazis no tenían sentido del humor, y la televisión no podía entusiasmarlos mucho. De cualquier modo habían matado a la mayoría de los grandes cómicos, casi todos judíos. En realidad habían matado casi todas las formas de entretenimiento. No se sabía muy bien por qué toleraban a Bob Hope. Por supuesto, Hope tenía que transmitir desde Canadá. Había un poco más de libertad allí. Pero Hope decía cosas realmente. Como aquel chiste sobre Goering… Goering compraba la ciudad de Roma y se la llevaba a su retiro en las montañas y luego la ponía de nuevo en su sitio. Y revivía el cristianismo para que sus leones tuvieran algo que…

—¿Va a comprar esa revista, señorita? —dijo el anciano macilento que atendía el mostrador, mirándola.

Juliana dejó el ejemplar del Reader’s Digest que había empezado a hojear.

Caminando otra vez por la acera con sus paquetes, Juliana pensó: Quizá Goering sea el nuevo Führer cuando muera Bormann. Parece distinto de los otros. Bormann subió antes porque estaba allí esperando mientras Hitler empeoraba. El viejo Goering, en cambio, se pasaba los días en su palacio de los bosques. Goering debía de haber sido Führer después de Hitler, pues su Luftwaffe había destruido los puestos de radar ingleses, y luego la RAF. Hitler hubiera preferido que bombardearan Londres, hasta no dejar una casa en pie, como en Rotterdam.

Pero Goebbels se le adelantaría seguramente, decidió. Eso era lo que decía todo el mundo. Si el espantoso Heydrich no llegaba antes. Heydrich los mataría con gusto a todos. Estaba loco de veras.

El que me gusta, pensó, es von Schirach, el único que parece normal. Pero no tenía ninguna posibilidad.

Dio medía vuelta y subió los escalones del viejo edificio de madera.

Cuando abrió la puerta del dormitorio vio que Joe Cinnadella estaba aún donde lo había dejado, en el centro de la cama, boca abajo, con los brazos colgando a los costados, durmiendo.

No, pensó. No puede estar todavía aquí. El camión se ha ido.

Entró en la cocina y dejó los paquetes en la mesa junto a los platos del desayuno.

¿Habrá esperado a que el camión se fuera a propósito? se preguntó.

Qué hombre raro… Había estado tan activo con ella, casi toda la noche. Y sin embargo, había sido siempre como si él no hubiese estado allí, como si todo el tiempo él hubiera estado pensando en otra cosa.

Guardó lo que había comprado en el congelador, y luego se puso a limpiar la mesa del desayuno. Quizá lo había hecho tantas veces, pensó, que ya era para él como una segunda naturaleza. Se mueve como yo ahora mientras pongo estos platos y estos cubiertos en la pileta, pensó. Podría hacerlo aunque le sacaran tres cuartas partes del cerebro, como la pata de una rana en una clase de biología.

—Eh —llamó—, despierta.

Joe gruñó y se agitó en la cama.

—¿Oíste el programa de Bob Hope la otra noche? —dijo Juliana—. Contó un chiste realmente gracioso. Un mayor alemán se entrevista con unos marcianos. Los marcianos no tienen certificados que prueben la ascendencia aria de la raza, y el mayor informa a Berlín que Marte está habitado por judíos. —Entró en el dormitorio —Y los marcianos miden treinta centímetros y tienen dos cabezas…

Joe había abierto los ojos. No dijo nada. Se quedó mirando a Juliana, sin parpadear. Una sombra de barba en la mejilla, la mirada tenebrosa…, Juliana calló.

—¿Qué pasa? —le dijo —al fin—. ¿Tienes miedo?

No, pensó enseguida, Frank tenía miedo. Esto es en cambio… no sé qué.

—El camión se fue —dijo Joe, sentándose.

—¿Qué vas a hacer?

Juliana se sentó también al borde de la cama y se secó los brazos y manos con el repasador.

—Me recogerá cuando pase de vuelta por aquí. Mi compañero no le dirá nada a nadie. Sabe que yo haría lo mismo por él.

—¿Ya ocurrió antes?

Joe no respondió. Lo dejaste ir, se dijo Juliana. Lo supe enseguida.

—¿Y si toma otra ruta? —preguntó.

-.Siempre toma la cincuenta. Nunca la cuarenta. Tuvo un accidente una vez en la cuarenta. Unos caballos se le cruzaron en el camino y se los llevó por delante. En las Rocosas.

Joe tomó las ropas de la silla y empezó a vestirse.

—¿Cuántos años tienes, Joe? —preguntó mientras le miraba el cuerpo desnudo.

—Treinta y cuatro.

Entonces, pensó Juliana, debes de haber estado en la guerra. Joe no tenía ningún defecto físico evidente. Un cuerpo proporcionado, delgado, con piernas largas. Joe notó que Juliana lo miraba y se volvió, encogiéndose.

—¿No puedo mirar? —dijo Juliana, preguntándose por qué no. Toda la noche juntos y ahora esta pudibundez—. ¿Somos bichos? —dijo—. ¿No toleramos vernos a la luz del día? ¿Tenemos que escondernos en los agujeros de las paredes?

Joe gruñó y fue hacia el baño en calzoncillos y calcetines, frotándose la barbilla.

Esta es mi casa, pensó Juliana. Dejo que te quedes, y tú no permites que lo mire. ¿Para qué te quedas entonces?

Fue también al baño. Joe estaba llenando la palangana con agua caliente, para afeitarse. Tenía un tatuaje en el brazo, descubrió Juliana, una letra C de color azul.

—¿Qué es eso? ¿Tu mujer? ¿Conne? ¿Corinne?

—Cairo —dijo Joe, enjabonándose.

Que nombre exótico, pensó Juliana con envidia. Y sintió enseguida que enrojecía. Soy realmente estúpida, se dijo. Un italiano de treinta y cuatro años que venía de la parte nazi del mundo… Había estado en la guerra, por supuesto, del lado del Eje. Y había combatido en El Cairo. El tatuaje era el sello de los veteranos italianos y alemanes, un recuerdo de la campaña en la que el Afrikan Korps del general Rommel había derrotado a los australianos y a los ingleses comandados por el general Gott.

Salió del baño, volvió al dormitorio, y empezó a hacer la cama con manos rápidas.

Las cosas de Joe estaban apiladas ordenadamente en la silla. La ropa, una valija pequeña, artículos personales. Entre ellos una cajita de felpa, algo parecida a un estuche de anteojos. Juliana la abrió y miró adentro.

Peleaste en El Cairo, realmente, se dijo mientras contemplaba la cruz de hierro con el nombre de Joe y la fecha grabados en la parte superior. No le daban la cruz a todos, sólo a los valientes. Se preguntó qué habría hecho Joe. No tenía entonces más de diecisiete años.

Joe apareció en la puerta del cuarto de baño cuando Juliana sacaba la medalla de la caja. Juliana se sobresaltó, sintiéndose culpable. Pero Joe no parecía enojado.

—Estaba mirándola —dijo Juliana—. Nunca había visto una antes. ¿Te la puso el mismo Rommel?

—Me la dio el general Bayerlein. Rommel había sido transferido a Inglaterra, para que dirigiera allí las últimas batallas.

Joe había hablado con una voz serena, pero había empezado a frotarse la frente de nuevo, con aquel movimiento monótono que parecía un tic nervioso, meciéndose los dedos en el pelo como si se peinara.

—¿Me contarás? —preguntó Juliana.

Joe volvió al baño y mientras se afeitaba y se daba una ducha caliente le contó a Juliana una breve historia, nada parecida a la que ella hubiese querido escuchar. Los dos hermanos mayores habían combatido en la campaña de Etiopía. Él tenía entonces trece años y era miembro de una organización fascista de jóvenes, en Milán, su ciudad natal. Más tarde los dos hermanos se habían enganchado en un batallón de artilleros, a las órdenes de un mayor llamado Ricardo Pardi, y cuando estalló la segunda guerra mundial, Joe se había unido a ellos. Combatieron juntos en el ejército de Graziani. El equipo, los tanques sobre todo, no servía para nada. Cada vez que se encontraban con los ingleses, los soldados y hasta los oficiales de Graziani caían como moscas. Para que las puertas de los tanques no se abrieran las sostenían desde dentro con sacos de arena. El mayor Pardi, sin embargo, consiguió al fin unos proyectiles defectuosos. El batallón los pulió, los engrasó, y los disparó contra el enemigo. La artillería de Pardi detuvo así a los tanques del general Wavell en el 43.