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Un día se acabaría, pensó Childan. La idea misma de posición desaparecería para siempre. No habría gobernados y gobernantes. Sólo gente.

Y sin embargo, temblaba de miedo imaginándose en el momento en que llamaría a la puerta de la pareja. Miró la libreta de notas. Los Kasura. U ofrecerían té, sin duda. ¿Sabría comportarse? ¿Sabría cómo actuar, qué decir en cada momento? ¿O se deshonraría, como un animal, dando un paso en falso?

La muchacha se llamaba Betty. Había tanta comprensión en aquella cara, en aquellos ojos dulces. Apenas había estado un rato en la tienda, pero había alcanzado a ver todas las esperanzas y fracasos del yank.

Las esperanzas… Childan sintió de pronto que la cabeza le daba vueltas. Eran esperanzas que bordeaban la locura, si no el suicidio. Pero sin embargo había relaciones entre japoneses y yanks, se sabía, aunque casi siempre entre un japonés y una yank. En este caso… La idea lo estremeció. Y la muchacha era casada. Apartó bruscamente aquellos pensamientos involuntarios y se puso a abrir las cartas de la mañana.

Le temblaban todavía las manos, descubrió. Y recordó entonces la cita de las dos de la tarde con el señor Tagomi. He de encontrar algo aceptable, se dijo, decidido. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Qué? Un llamado telefónico, consultas y olfato para los negocios, y quizá pudiese descubrir un Ford 1929 restaurado, completo, hasta con capota (negra). Se ganaría el apoyo incondicional del señor Tagomi, para siempre. Quizá pudiese desenterrar también un avión correo trimotor descubierto en un granero de Alabama, o una cabeza momificada de Bufallo Bill con melena blanca, flotante. Algo que difundiera el nombre de Childan como conocedor máximo en todo el Pacífico, incluyendo el Japón.

Para inspirarse encendió un cigarrillo de marihuana de la excelente marca El País de las Sonrisas.

En su cuarto de la calle Hayes, Frank Frink estaba acostado preguntándose cuándo y cómo se levantaría. El sol que entraba por las persianas iluminaba el montón de ropas caído en el piso. Y también los anteojos de Frink. ¿Les pondría los pies encima? Podía tratar de llegar al baño por otro camino, pensó. Arrastrándose o rodando. Le dolía la cabeza pero no se sentía triste. Nunca mires atrás, decidió. ¿La hora? El reloj estaba sobre la cómoda. ¡Las once y media! Qué desastre. Pero siguió acostado.

Me han despedido, pensó.

El día anterior había cometido un error en la fábrica. Le había dicho lo que no debía decirle al señor Wyndam-Matson, que tenía una cara inexpresiva, una nariz socrática, un anillo de diamante. En otras palabras, toda una potencia. Un monarca. Los pensamientos de Frink fueron de un lado a otro, confusamente.

Sí, pensó, y ahora me pondrá en la lista negra. Mi capacidad no tiene valor. Quince años de experiencia que no sirven de nada, y tendría que presentarse ante la Comisión de justificación de Trabajadores, para que le revisaran la categoría. Nunca había llegado a conocer con claridad los lazos que unían a Wyndam-Matson con los pinocs —el gobierno títere blanco de Sacramento—, y nunca había sabido hasta qué punto su ex empleador podía llegar hasta las verdaderas autoridades, los japoneses. La Comisión era manejada por los pinocs. Tendría que enfrentar cuatro o cinco caras blancas y rechonchas, de mediana edad, a las órdenes de Wyndam-Matson. Si no alcanzaba a justificarse ante la Comisión, tendría que recurrir a las Misiones Comerciales Importadoras y Exportadoras que eran manejadas desde Tokio, y con oficinas en California, Oregon, Washington, y las zonas de Nevada incluidas en los Estados del Pacífico. Pero si las misiones no atendían su solicitud…

Los planes se le sucedían en la mente mientras miraba la lámpara antigua del techo. Podía, por ejemplo, irse a vivir a los Estados de las Montañas Rocosas. Pero esas gentes tenían una cierta relación con los Estados del Pacífico y eran capaces de atender un pedido de extradición. ¿Y el Sur? Se estremeció. Oh, eso no. La posición de los hombres blancos era allí superior, pero no quería esa clase de posición.

Y además el Sur tenía una cantidad de lazos económicos, ideológicos, y otros poco conocidos con el Reich. Y Frank Frink era judío. Se llamaba, en verdad, Frank Fink. Había nacido en la costa este, en Nueva York, y en 1941 lo habían enganchado en el ejército de los Estados Unidos de América, poco después del colapso de Rusia. Cuando los japoneses tomaron Hawai lo habían enviado a la costa oeste. Y al terminar la guerra se encontró en territorio ocupado por el Japón. Y allí estaba todavía, quince años más tarde.

En 1947, el día de la capitulación, se había sentido bastante confundido. Odiaba a los japoneses y juró vengarse. Escondió por lo tanto las armas reglamentarias a tres nietros bajo tierra, en un sótano, para el día en que él y sus compañeros se rebelaran. Sin embargo, el tiempo lo cura todo, una verdad que no había tenido en cuenta. Cuando recordaba ahora aquellos planes, los baños de sangre, la purga de los pinocs y de sus amos, creía hojear una vieja agenda de los años de bachillerato, un resumen de las aspiraciones de la adolescencia. Frank Frink, alias Pececito Dorado, va a ser paleontólogo y jura casarse con Norma Prout. Norma Prouf era la schönes Mädchen de la clase, y Frank había jurado realmente casarse con ella. Eso había ocurrido hacía ya tanto tiempo, casi en la época en que escuchaba a Fred Allen o había películas protagonizadas por W.C. Fields. Desde 1947 había visto probablemente a unos seiscientos mil japoneses, y el deseo de destruirlos nunca se había materializado. Ahora ya no importaba.

Sin embargo, recordó, había habido un señor Omuro que había comprado el dominio de una vasta zona de edificios de renta en los barrios bajos de San Francisco, y que durante un tiempo había sido propietario de la casa donde vivía Frank. Una manzana realmente podrida. Un pillo que nunca hacía reparaciones, dividía las habitaciones en unidades cada vez más pequeñas, y elevaba constantemente los alquileres. Había desvalijado así a los pobres, especialmente a los ex militares desocupados, durante los años de depresión, en los comienzos de la década del cincuenta. Al fin una misión comercial japonesa le había cortado la cabeza a Omuro. Una violación semejante de las leyes civiles japonesas, duras, rígidas, pero justas, era algo muy raro. Los oficiales que comandaban las fuerzas de ocupación, especialmente los que habían aparecido luego de la disolución del gabinete de guerra, tenían fama de incorruptibles.

Frink se tranquilizó recordando la moral ruda —y estoica de las misiones comerciales. —Y hasta el mismo Wyndam-Matson podía llegar a ser apartado con un simple ademán, como una mosca molesta. Dueño o no dueño de la Corporación Wyndam-Matson. Por lo menos estas eran las esperanzas de Frink. Le sorprendía en verdad descubrir que tenía fe en la llamada Alianza para la Prosperidad del Pacífico. Era curioso. Cuando recordaba otros tiempos… Había parecido entonces un engaño tan obvio. Pura propaganda. Ahora sin embargo…

Salió de la cama y caminó tambaleándose hasta el baño. Mientras se lavaba y afeitaba escuchó las noticias del mediodía en la radio.

—No ridiculicemos este esfuerzo —dijo la radio cuando Frink cerró un momento el grifo de agua caliente.

No, de ningún modo, pensó Frink con amargura. Sabía muy bien de qué esfuerzo particular hablaba la radio. Sí, al fin y al cabo la imagen no dejaba de ser humorística: unos alemanes estólidos y gruñones que recorrían Marte, caminando por una arena roja donde ningún ser humano había puesto antes la planta. Enjabonándose las mejillas, Frink entonó un recitado satírico: Gott, Herr Kreisleiter. Ist díes vielleichí der Ort wo man das Konzentrationslager bilden kann? Das Wetter ist so schójn. Heiss, aber doch schón…