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—¿Viven aún tus hermanos? —preguntó Juliana.

Los hermanos de Joe habían muerto en el 44. Los comandos ingleses, el grupo del desierto que operaba detrás de las líneas alemanas, los habían estrangulado con alambre. Los comandos habían peleado ferozmente en los últimos días de la guerra, cuando era claro ya que los aliados no podían ganar.

—¿Qué piensas ahora de los ingleses? —preguntó Juliana, titubeando.

Joe habló con un tono inexpresivo. —Me hubiera gustado que hubiesen hecho en Inglaterra lo que hicieron en Africa.

—Pero han pasado… dieciocho años —dijo Juliana—. Sé que los ingleses, especialmente, se comportaron de un modo terrible. Pero,..

—Hablan de las cosas que los nazis les hicieron a los judíos —dijo Joe—. Los británicos los superaron. En la batalla de Londres. —Una pausa —Aquellas armas de fósforo y petróleo. Vi las tropas alemanas, luego. Barcazas y barcazas reducidas a cenizas. Y las cañerías bajo el agua, que incendiaban el mar. Y las incursiones aéreas sobre la población civil. Churchill pensaba que los bombardeos aún podían salvar la guerra, en los últimos días. Los ataques terribles a Hamburgo y Essen…

—No hablemos de eso —dijo Juliana. Se puso a freír jamón, en la cocina, y se volvió al aparatito de radio Emerson, de caja plástica, que Frank le había regalado en un cumpleaños—. Te prepararé algo de comer. —Buscó en la radio una música ligera y agradable.

—Mira esto —dijo Joe, sentado en la cama junto a la valijita. La había abierto sacando un libro gastado por el uso. Le sonrió a Juliana, mostrando los dientes—. Acércate. ¿Sabes qué dicen algunos? Este hombre… —señaló el libro —es muy gracioso. Siéntate. —Tomó a Juliana por el brazo y la obligó a sentarse. —Quiero leerte. Imagina que hubieran ganado ellos. ¿Qué hubiese ocurrido? No tenemos por qué preocuparnos. Este hombre lo ha pensado todo ya.

—Joe abrió el libro y pasó lentamente las hojas —El Imperio Británico controlaría toda Europa. Todo el Mediterráneo. Ni Italia ni Alemania estarían allí. Soldaditos de altos sombreros de piel en todas partes. Los dominios del rey llegarían al Volga.

—¿Eso sería tan malo? —preguntó Juliana, en voz baja.

—¿Leíste el libro?

—No —reconoció Juliana, inclinándose para ver la cubierta. Había oído hablar del libro, sin embargo. Mucha gente estaba leyéndolo—. Pero Frank y yo, mi primer marido y yo, hablábamos a menudo de cómo sería el mundo si los aliados hubiesen ganado la guerra.

Joe no escuchaba, aparentemente. Tenía los ojos clavados en el ejemplar de La langosta se ha posado.

—Y en este libro —dijo—, ¿sabes cómo ganaron los ingleses? ¿Cómo batieron al Eje?

Juliana meneó la cabeza, sintiendo la tensión creciente de Joe. La barbilla le temblaba ahora a Joe; se pasaba la lengua por los labios, y se acariciaba el pelo. Habló al fin con una voz ronca: —Italia traiciona al Eje.

—Oh —dijo Juliana.

—Italia se pasa a los aliados. Se une a los anglosajones y abre lo que este hombre llama el “suave bajo vientre” de Europa. Pero es natural que lo imagine de este modo. Todos sabemos qué cobardes eran los soldados italianos: echaban a correr cada vez que veían a los ingleses. Siempre con la botella de vino en la mano. Hombres blandos, poco amigos de la guerra. Este hombre… —Joe cerró el libro y miró la contratapa. —Abendsen. No lo acuso. Escribe esta fantasía, imagina cómo sería el mundo si el Eje hubiera perdido. ¿Cómo hubiera podido perder sino por la traición de los italianos? —Joe carraspeó —El duce… era un payaso. Nadie lo ignora.

—Tengo que dar vuelta al jamón.

Juliana se apartó y se metió otra vez en la cocina.

Joe fue detrás de ella, llevando el libro.

—Y luego entraron los norteamericanos en la guerra. Después de vencer a los japoneses. Y terminada la guerra, los ingleses y los norteamericanos se dividen el mundo. Exactamente como lo hicieron en la realidad los japoneses y los alemanes.

—Los japoneses, los alemanes y los italianos —dijo Juliana.

Joe se quedó mirándola.

—Te olvidabas de los italianos —dijo Juliana mirándolo, serenamente. ¿Tú también te olvidas?, pensó. ¿Cómo todos los demás? El pequeño imperio del Cercano Oriente… la comedia musical Nueva Roma.

Joe se sentó a la mesa y Juliana le sirvió un plato de jamón con huevos tostados y mermelada, y café. Joe comió rápidamente.

—¿Qué te servían en Africa del Norte? —preguntó Juliana, sentándose.

—Carne de asno —dijo Joe.

—Qué asco.

Torciendo la cara, Joe continuó:

—Asino Morto. Las latas tenían las iniciales estampadas: AM. Los alemanes las llamaban Alter Mann. Hombre Viejo.

Joe se puso a comer otra vez.

Me gustaría leer esto, pensó Juliana mientras tomaba el libro de debajo del brazo de Joe. ¿Se quedará aquí tanto tiempo? El libro tenía manchas de grasa, y páginas rotas, y marcas de dedos en todas partes. Había sido leído por camioneros en las largas paradas, pensó Juliana, a altas horas de la noche… Apuesto a que lees lentamente, Joe, se dijo. Apuesto a que estás metido en este libro desde hace semanas o meses.

Abriendo el libro por cualquier parte, leyó:

—…ahora, en la ancianidad, imaginaba un porvenir tranquilo, un dominio que los antiguos podían haber concebido, pero sin comprender: naves que iban de Crimea a España, y en todas partes la misma moneda, la misma bandera, el mismo lenguaje. La vieja Unión que se extendía de la salida del sol a la puesta del soclass="underline" había sido alcanzado al fin, el sol y la bandera…

—El único libro que llevo siempre conmigo —dijo Juliana —no es realmente un libro: es un oráculo, el I Ching… Frank me acostumbró a usarlo, y recurro a él cada vez que tengo que decidir. —Cerró La langosta se ha posado. —¿Quieres verlo? ¿Quieres que lo consultemos?

—No —dijo Joe.

Apoyando el mentón en los brazos cruzados, sobre la mesa, y mirando a Joe de soslayo, Juliana dijo: —¿Te has mudado aquí para siempre? ¿Qué proyectos tienes?

Todo el tiempo inventando insultos y calumnias, pensó. Joe la horrorizaba, con ese odio a la vida. Pero… tenía algo. Era como un animalito, poco importante, pero listo. Estudiando la cara limitada, morena y desierta de Joe, Juliana se preguntó cómo era posible que en algún momento le hubiese parecido más joven. Pero aun esto era cierto, se dijo. Estaba todavía en la infancia, el hermanito menor que adora a los dos hermanos mayores, al mayor Pardi, y al general Rommel, y que jadea y suda para soltarse y arrojarse sobre los soldados británicos. ¿Habrían ahorcado realmente a los hermanos de Joe, con alambre? Los cuentos de atrocidades y las fotos que se habían publicado luego de la guerra… Juliana se estremeció. Pero los comandos británicos habían sido juzgados y condenados hacía ya mucho tiempo.