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En la radio había cesado la música, y ahora se oía lo que parecía ser un programa de noticias, transmitido en onda corta desde Europa. La voz se apagó y fue sólo un farfulleo. Una pausa, y nada. Silencio. Luego el locutor de Denver, con mucha claridad. Juliana se inclinó para cambiar la estación pero Joe le detuvo la mano.

—…la noticia de la muerte del canciller Bormann ha sorprendido al pueblo alemán, pues ayer apenas se había anunciado…

Juliana y Joe se pusieron de pie de un salto.

—…todas las estaciones de radio alemanas cancelaron sus programas habituales y los oyentes escucharon los compases solemnes, del coro de la división SS Das Reich que entonó el himno del Partido, el Horst Wessel Lied. Más tarde, en Presde, donde se encuentran el Secretario del Partido y los jefes de la Sicherheitsdienst, la policía de seguridad nacional que reemplazó a la Gestapo luego de…

Joe subió el volumen.

—…la reorganización del gobierno, de acuerdo con los consejos del desaparecido Reichsführer Himmler—, Albert Speer y otros, se han proclamado dos semanas de duelo nacional, y se informa que muchas tiendas y oficinas ya han cerrado sus puertas. Y sin embargo nada se ha dicho aún de la convocatoria del Reichstag, el antiguo parlamento del Tercer Reich, que ha de aprobar…

—Será Heydrich —dijo Joe.

—Me gustaría que fuese ese hombre grande y rubio, Schirach —dijo Juliana—. Cristo, de modo que al fin se murió. ¿Crees que Schirach tiene alguna oportunidad?

—No —dijo Joe, secamente.

—Quizá estalle una guerra civil —dijo Juliana—. Pero son tan viejos ahora, Goering y Goebbels, todos los muchachos del viejo Partido.

La radió decía en ese momento:—… entrevistado en su retiro de los Alpes, cerca de Brenner…

—Ese es el gordo Hermann —comentó Joe.

—…dijo simplemente que se sentía muy apenado por la muerte de alguien que no era sólo un soldado, un patriota y un leal jefe del Partido sino también, como lo había dicho muchas veces, un amigo personal, y a quien, como todos recuerdan, apoyó poco después de la guerra, cuando los elementos que se oponían al ascenso de Herr Bormann al poder supremo…

Juliana apagó la radio.

—Pura charla dijo—. ¿Por qué usan las palabras de ese modo? Hablan de esos criminales terribles como si fuesen parecidos a nosotros..

—Son como nosotros —dijo Joe. Se sentó otra vez y volvió a la comida—. No hicieron nada que no hubiéramos hecho nosotros si hubiésemos estado en su lugar. Salvaron al mundo del comunismo. Estaríamos viviendo ahora gobernados por los rojos, si no hubiese sido por Alemania. Estaríamos peor.

—Hablas y hablas —dijo Juliana—. Como la radio. Charla pura.

—He vivido bajo los nazis —dijo Joe—. Sé cómo es. ¿Es sólo charla haber vivido con ellos trece, casi quince años? Conseguí una tarjeta de trabajo de la OT. Trabajé para la Organización Todt desde 1947, en Africa del Norte y los Estados Unidos. Escucha. —sacudió el índice ante la cara de Juliana. —Yo tenía ese talento de los italianos para trabajar los terrenos; la OT me clasificó entre los mejores. No me dedicaba a palear asfalto y a mezclar cemento para los autobahns. Era ayudante de un ingeniero. Un día el doctor Todt vino a inspeccionar el trabajo de la cuadrilla. “Tiene usted buenas manos”, me dijo. Fue un gran momento, Juliana. Te reconocen la dignidad del trabajo, no son sólo palabras. Antes de los nazis. todo el mundo despreciaba el trabajo manual, yo también. Todos éramos aristócratas. El Frente de Trabajo puso fin a todo eso. Me vi las manos por primera vez en la vida. —Hablaba ahora muy rápidamente y con tanto acento que a Juliana le costaba trabajo seguirlo. —Todos vivíamos allá en los bosques, en el norte del Estado de Nueva York, como hermanos. Cantábamos canciones. Íbamos a trabajar entonando marchas. Era el espíritu de la guerra, pero para la construcción, no la destrucción. Aquellos fueron los mejores días, la reconstrucción luego de la lucha, hileras de edificios públicos, sólidos, limpios, hermosos; levantábamos otra vez manzana a manzana todo el centro de las ciudades, Nueva York y Baltimore. Ahora, por supuesto, ese trabajo ha quedado atrás. Los grandes monopolios como Krupp and Sohnen de Nueva Jersey son los que mandan. Pero esto no es nazi; es el viejo poder europeo. Y algo peor. Los nazis como Rommel y Todt son hombres millones de veces mejores que los industriales como Krupp y los banqueros, y todos esos prusianos. Tendrían que haber pasado por las cámaras de gas. Todos esos caballeros de etiqueta.

Pero, pensó Juliana, los caballeros de etiqueta están aquí para siempre. Y tus ídolos, Rominel y el doctor Todt, vinieron aquí luego de la guerra sólo a sacar la basura, a construir los caminos, a poner en marcha las industrias. Hasta dejaron a los judíos con vida, una sorpresa afortunada. Una amnistía, para que los judíos pudieran trabajar también. Hasta el 49 por lo menos… y luego adiós Rommel y Todt, retírense a descansar.

¿No lo sabía acaso? se preguntó Juliana. ¿No se lo había oído todo esto a Frank? Joe no podía decirle nada nuevo acerca de la vida bajo los nazis. Mi marido era —es —judío, pensó; sabían bien que el doctor Todt era un hombre incomparablemente modesto, educado, que sólo pretendía dar trabajo —trabajo decente y respetable —a millones de hombres y mujeres norteamericanos que iban de un lado a otro entre las ruinas, pálidos y sin esperanza. Todt quería dar asistencia médica y habitación y vacaciones a todos los hombres, sin tener en cuenta la raza. Era un constructor, no un pensador… y en la mayoría de los casos había conseguido lo que quería, lo había conseguido realmente. Pero…

Una idea que venía molestándola salió de pronto a la luz.

—Joe. La langosta, ¿no está prohibido en el Este?

Joe asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo puedes leerlo entonces? —Había algo poco claro aquí —¿No fusilan a la gente que lee libros prohibidos?

—Eso depende de tu grupo racial. De la banda que lleves en el brazo.

Por supuesto. Los eslavos, los polacos, los portorriqueños no podían leer o escuchar cualquier cosa. Los anglosajones habían salido mejor del paso. Mandaban a sus niños a las escuelas públicas, iban a los museos, las bibliotecas, los conciertos. Sin embargo… La langosta no era lectura reservada a algunos. Estaba prohibido, y para todos.

—Lo leo en los cuartos de baño —dijo Joe—. Lo escondo en la almohada. En realidad, lo leo porque está prohibido.

—Eres valiente —dijo Juliana.

Joe. titubeó: —¿Me estás tomando el pelo?

—No.

Joe aflojó el cuerpo.

—Es fácil para ustedes aquí. Viven a salvo, sin propósito definido, sin nada que hacer, sin preocupaciones. Fuera de la corriente de la historia, aún en el pasado, ¿no es así?

Miró a Juliana burlonamente.

—Te estás envenenando —dijo Juliana —con tu propio cinismo. Te han llevado todos tus ídolos, uno por uno, y ahora no tienes a nadie a quien querer.

Le alcanzó a Joe el tenedor. Come, pensó. O renuncia también a los procesos biológicos.

—Joe, mientras comía, señaló el libro con un movimiento de cabeza y dijo: —Ese hombre, Abendsen, vive cerca de aquí, según dice la cubierta. En Cheyenne. Desde un sitio tan seguro puede tener realmente una buena perspectiva del mundo, ¿no te parece? Lee lo que dice, léelo en voz alta.

Juliana tomó el libro y leyó en la contratapa: —“Ex marino. En Inglaterra, durante la segunda guerra mundial, fue herido por un sargento nazi del cuerpo de tanques. Escribe en lo que es prácticamente una fortaleza, rodeado de armas.” —Juliana dejó el libro y comentó: —No lo dice aquí, pero he oído que es casi paranoico. Alambre de púa electrizado alrededor de la casa, y eso en plena montaña. Es difícil llegar.