—Quizá tenga razón —lijo Joe —al vivir así. Luego de escribir ese libro. Los jerarcas nazis pusieron el grito en el cielo cuando lo leyeron.
—Ya vivía así antes. Escribió el libro allí. El sitio se llama… —Juliana echó una ojeada a la solapa del libro. —El Castillo. Así lo llama él.
—No lo detendrán —dijo Joe, masticando rápidamente—. Ha de estar siempre atento. Es un hombre listo.
—Pienso que se necesita mucho coraje para escribir un libro así —dijo Juliana—. Si el Eje hubiera perdido la guerra podríamos decir y escribir cualquier cosa, como antes. Éramos un país unido y teníamos un sistema legal justo, igual para todos.
Juliana, sorprendida, vio que Joe asentía.
—No lo entiendo —dijo—. ¿En qué crees? ¿Qué buscas? Defiendes a esos monstruos que asesinaron a los judíos; y luego tú…
Tomó a Joe por las orejas y tironeó. Joe parpadeó sorprendido y dolorido. Juliana se puso de pie, arrastrándolo.
Se miraron, resollando, incapaces de hablar.
—Déjame terminar la comida que me has preparado —dijo Joe al fin.
—¿No me lo dirás? ¿No quieres decírmelo? Lo sabes muy bien, y sigues comiendo como si no tuvieras la menor idea de lo que hablo.
Juliana le soltó las orejas a Joe, brillantes y rojas.
—Charla sin sentido —dijo Joe—. No vale nada. Como la radio, lo que tú dijiste. ¿No recuerdas cómo llamaban los camisas pardas a la gente que se pasa las horas tejiendo filosofías? Eierkofif. Cabeza de huevo. Pues esas cabezas redondas se quiebran muy fácilmente… en los tumultos callejeros.
—Si piensas eso de mí —dijo Juliana—, ¿por qué no te vas? ¿Para qué te quedas?
La sonrisa enigmática de Joe le heló la sangre.
Ojalá nunca te hubiera dejado venir conmigo, se dijo. Y ahora es demasiado tarde. Sé que no puedo librarme de él, es demasiado fuerte.
Algo terrible está pasando, pensó. Algo que sale de él. Y me parece que yo ayudo.
—¿Qué te ocurre? —Joe se acercó a ella, le tocó la barbilla, le acarició el cuello, metió los dedos por debajo de la blusa y le apretó los hombros afectuosamente. —Estás de mal humor. Tienes un problema. Te analizaré.
—Te llamarán analista judío. —Juliana sonrió débilmente. —¿Quieres terminar tus días en un horno?
—Les tienes miedo a los hombres, ¿no es así?
—No sé.
—Lo vi anoche. Porque yo… —Joe se interrumpió bruscamente. —Estuve atento a lo que querías y necesitabas.
—Claro, porque te acostaste con tantas mujeres, eso habías empezado a decir.
—Pero sé que tengo razón. Escucha. Nunca te haré daño, Juliana. Te lo juro por mi madre muerta. Te doy mi palabra. Tendré una consideración especial contigo, y si quieres aprovechar mi experiencia, te ayudaré. Te quitaré los nervios. Puedo hacer que te sientas mejor, y no en mucho tiempo. Has tenido mala suerte, eso es todo.
Juliana asintió, un poco animada. Pero se sentía aún fría y triste, y no sabía realmente por qué.
Antes de empezar el día, el señor Nobusuke Tagomi estaba un rato a solas. Se sentaba en la oficina del edificio del Times nipón y meditaba.
Ya antes de dejar la casa para ir a la oficina, había recibido el informe de Ito sobre el señor Baynes. No había ninguna duda en la mente del estudiante: el señor Baynes no era sueco. El señor Baynes era indudablemente un hombre de nacionalidad alemana.
Pero el conocimiento que tenía Ito de las lenguas germanas nunca había impresionado a Misiones Comerciales ni a la Tokkoka, la policía secreta japonesa. El tonto, posiblemente, no había encontrado nada de qué hablar, se dijo el señor Tagomi. Un entusiasmo torpe, unido a doctrinas románticas. Una sospechosa manía de husmear.
De cualquier modo la conferencia con el señor Baynes y el individuo anciano de las Islas comenzaría pronto, a la hora anunciada, cualquiera que fuera la nacionalidad del señor Baynes. Y al señor Tagomi le gustaba el hombre. Esto era, decidió, el talismán básico del hombre de alta posición, como él mismo. Reconocer enseguida al hombre de valor. Intuición para juzgar a la gente. Saber ver más allá de las ceremonias de cortesía y las formalidades. Descubrir el corazón.
El corazón encerrado entre dos líneas de yin, de pasión oscura. Ahogado a veces, y sin embargo, aun entonces, en el centro, la luz de yang, el resplandor. Me gusta ese hombre, se dijo el señor Tagomi, alemán o sueco. Esperaba que la saracaína le hubiese aliviado el dolor de cabeza. Tenía que preguntárselo, antes que nada.
El intercomunicador del escritorio emitió un zumbido.
—No —dijo el señor Tagomi en el micrófono—. Nada de discusiones. Este es un momento dedicado a la Verdad Interior, la introversión.
La voz del señor Ramsey en el altoparlante minúsculo: —Señor, han llegado noticias del servicio de prensa. El Canciller del Reich ha muerto. Martin Bormann.
La voz de Ramsey se apagó secamente. Silencio.
Los negocios de hoy quedan cancelados, pensó el señor Tagomi. Dejó el escritorio y caminó rápidamente por la oficina, apretándose las manos. Reflexionemos. Habrá que despachar enseguida una nota formal al cónsul del Reich. Item menor: los subordinados pueden continuar sus tareas. Profunda pena, etc. Todo el Japón se une al pueblo alemán en esta hora de tristeza. ¿Luego? Hay que hacerse vitalmente receptivo. Prepararse a recibir inmediatamente información de Tokio.
Apretó el botón del intercomunicador y dijo: —Señor Ramsey, asegúrese de que estamos en comunicación con Tokio. Informe a las señoritas operadoras que estén alertas.
—Sí, señor —dijo Ramsey.
—No me moveré de aquí. Evíteme todos los asuntos de rutina. Retenga todos los llamados comunes.
—¿Señor?
—He de tener las manos libres para poder actuar rápidamente, si es necesario.
—Sí, señor.
Media hora más tarde, a las nueve, llegó un mensaje del más alto oficial imperial en la Costa Oeste, el embajador japonés ante los Estados del Pacífico de América, el honorable barón L. B. Kaelemakule. El ministerio de relaciones exteriores había convocado a una sesión extraordinaria en el edificio de la embajada, en la calle Sutter, y cada una de las misiones comerciales enviaría un alto representante. En este caso eso significaba el señor Tagomi en persona.
No había tiempo de cambiarse de ropa. El señor Tagomi corrió al ascensor expreso, descendió a la planta baja, y un momento más tarde estaba en camino en la limusine de la misión, un Cadillac negro de 1840 conducido por un experto chofer chino.
Los coches de otros dignatarios estaban ya estacionados alrededor de la embajada: doce en total. Funcionarios de alta jerarquía —el señor Tagomi no los conocía a todos —subían por las amplias escalinatas y entraban en el edificio. El chofer mantuvo la portezuela abierta —y el señor Tagomi salió rápidamente del coche, tomando el portafolios, estaba vacío, pues no tenía ningún papel que traer, pero había que evitar por todos los medios la impresión de que era un simple espectador. Subió por los escalones con aire de quien desempeña un importante papel en los acontecimientos, aunque en verdad nadie le había hablado del propósito de la reunión.
En el vestíbulo unos grupos pequeños discutían en voz baja. El señor Tagomi se unió a unos hombres que conocía saludando con un solemne movimiento de cabeza.
Un empleado de la embajada apareció al fin y los llevó directamente a una sala amplia, con sillas plegadizas. La gente se sentó. No se oía otro ruido que unas toses ocasionales y el movimiento de los cuerpos en los asientos. Nadie hablaba.
Un caballero que llevaba en la mano unos papeles se adelantó hasta una mesa que se alzaba en una pequeña plataforma. Pantalones a rayas: representante del ministerio.
Hubo un momento de confusión. Algunos hombres hablaron en voz baja entre ellos, juntando las cabezas.