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El mal es un elemento consustanciado con el mundo, se dijo el señor Tagomi. Se derrama sobre nuestras cabezas, entra en nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestros corazones, hasta en las piedras de la calle.

¿Por qué?

Somos topos ciegos, que se arrastran y se meten en el suelo¡, percibiendo el mundo con nuestros hocicos. No sabemos nada. Lo comprendí de pronto… Y ahora no sé a dónde ir. No hice otra cosa que chillar de miedo, y escaparme. Qué lastimoso.

Se ríen de mí, pensó al ver que los chóferes lo miraban mientras él se acercaba al coche. Me olvidé el portafolios. Lo dejé allá, junto a la silla. Todos los ojos vueltos hacia él mientras saludaba al chofer. El hombre le abrió la portezuela. El señor Tagomi se escurrió en el coche.

Lléveme al hospital, pensó. No, lléveme de vuelta a la oficina.

—Edificio de Times nipón —dijo en voz alta—. Conduzca lentamente.

Observó la ciudad, los coches, las tiendas, los edificios nuevos y altos, muy modernos. La gente. Los hombres y las mujeres que iban a sus distintos asuntos.

Cuando llegó a la oficina le pidió al señor Ramsey que se pusiera en contacto con otra de las Misiones, la de Minerales No Ferrosos. Que el representante ante el ministerio lo llamara tan pronto como estuviera de vuelta.

El llamado llegó poco antes del mediodía.

—Habrá notado usted probablemente que me sentí mal durante la reunión —dijo el señor Tagomi en el teléfono—. Seguramente todos se dieron cuenta, especialmente cuando salí deprisa.

—No noté nada —dijo el hombre de los No Ferrosos—. Pero no lo vi luego y me pregunté qué se habría hecho de usted.

—Tiene usted mucho tacto —dijo el señor Tagomi con voz apagada.

—De ningún modo. Le aseguro que todos estaban demasiado pendientes del orador para prestar atención a alguna otra cosa. En cuanto a lo que ocurrió luego de la partida de usted… ¿Oyó usted el comentario acerca de los aspirantes al poder? Eso fue lo primero.

—Oí hasta la parte del doctor Seyss-Inquart.

—El orador se detuvo luego en el examen de la situación económica del Reich. Las Islas opinan que la pretensión alemana de reducir las poblaciones de Europa y el norte de Asia a la condición de esclavos —esquema completado con el asesinato de intelectuales, elementos burgueses, jóvenes patriotas, etcétera ha sido una catástrofe económica. Sólo se han salvado gracias al formidable progreso tecnológico de la ciencia y la industria alemanas. Un arma milagrosa.

—Sí —dijo el señor Tagomi. Sentado al escritorio, sosteniendo el teléfono con una mano se sirvió una taza de té—. Como las otras armas milagrosas de la guerra, las bombas V-1 y V-2 y los cazas.

—Es todo un juego de manos —dijo el hombre de Minerales No Ferrosos—. La utilización de la energía atómica los ha ayudado a mantener el equilibrio. Y también la diversión circense de esos cohetes que viajan a Marte y a Venus. El hombre del ministerio señaló que aunque esos viajes lean encendido la imaginación popular no han producido ningún beneficio económico importante.

—Pero son dramáticos —dijo el señor Tagomi.

—El pronóstico del hombre del ministerio es sombrío. Opina que la mayoría de los jerarcas nazis se niegan a enfrentar la crisis económica. De este modo se acrecienta la tendencia a aventuras azarosas, cada vez de mayor riesgo, menos seguras. El ciclo comienza con un entusiasmo maníaco, luego sigue el miedo, las soluciones políticas desesperadas. Bueno, todo esto parecería favorecer a los candidatos más irresponsables y más implacables.

El señor Tagomi asintió inclinando la cabeza.

—Podemos presumir por lo tanto que el elegido estará entre los peores y no entre los mejores. Los derrotados en esta lucha serán los elementos sobrios y responsables.

—¿Quiénes serían los peores?

—De acuerdo con la opinión del gobierno imperial R. Heydrich, el doctor Seyss-Inquart, y H. Goering.

—¿Y los mejores?

—Posiblemente B. von Schirach y el doctor Goebbels. Pero fue menos explícito en este punto.

—¿Algo más?

—Nos dijo que debíamos tener fe en el emperador y. en el gabinete, en estas circunstancias más que en ninguna otra. Que tengamos confianza en el Palacio.

—¿Hubo un momento de respetuoso silencio?

—Sí.

El señor Tagomi le dio las gracias al hombre de Minerales No Ferrosos y colgó.

Bebía aún el té cuando el intercomunicador zumbó brevemente. La voz de la señorita Ephreikian dijo: —Señor, usted deseaba enviar un mensaje al cónsul alemán. —Una pausa. —¿Desea dictármelo ahora?

Es cierto, musitó el señor Tagomi. Me había olvidado.

—Venga a la oficina —dijo.

La muchacha entró al rato, sonriendo animadamente. —¿Se siente usted mejor, señor?

—Sí. Gracias a una inyección de vitaminas. —El señor Tagomi meditó —Por favor. ¿Cómo se llama el cónsul alemán?

—Tengo aquí el nombre, señor. Freiherr Hugo Reiss.

—Mein Herr —comenzó el señor Tagomi—. Ha llegado a mí la dolorosa noticia de que el conductor de ustedes, Herr Martin Bormann, ha muerto. Escribo estas palabras y las lágrimas me suben a los ojos. Cuando recuerdo las hazañas audaces perpetradas por Herr Bormann para proteger al pueblo alemán de los enemigos del interior y el exterior, tanto como las medidas extremas de rigor dictadas para enfrentar a los escépticos y los traidores que traicionaban esa esencia de la humanidad que es la visión del cosmos, al que luego de eones se han lanzado al fin las rubias razas nórdicas de ojos azules…

El señor Tagomi se detuvo. No sabía cómo terminar. La señorita Ephreikian detuvo el grabador y esperó.

—Son tiempos de esplendor —dijo Tagomi.

—¿Grabo esto también, señor? ¿Es parte del mensaje?

La muchacha, titubeando, encendió otra vez el aparato.

—Le hablaba a usted —dijo el señor Tagomi.

La muchacha sonrió.

—Hágame escuchar mis palabras —dijo el señor Tagomi.

La cinta del grabador giró. Luego el señor Tagomi se oyó decir con una vocecita metálica que salía del altoparlante de diez centímetros:—… perpetradas por Herr Bormann para proteger al pueblo alemán…

Tagomi escuchó las palabras, que sonaban como chillidos de insecto. Aleteos y rasguños corticales, pensó.

—Ya tengo la conclusión —dijo cuando la cinta dejó de girar—. Decididas a exaltarse y a inmolarse y obtener así un nicho en la historia de donde ninguna forma de vida podrá desalojarlas, por más que se esfuerce. —Hizo una pausa. —Somos todos insectos —le dijo a la señorita Ephreikian—. Escurriéndonos hacia algo terrible o divino. ¿No está usted de acuerdo?

Hizo una reverencia. La señorita Ephreikian, sentada con la grabadora, respondió a su vez con una leve inclinación de cabeza.

—Envíe eso —dijo el señor Tagomi—. Fírmelo, etcétera. Modifique las frases, si le parece, para que signifiquen algo. —La muchacha fue hacia la puerta y el señor Tagomi añadió: —O para que no signifiquen nada. Como usted prefiera.

La señorita Ephreikian abrió la puerta mirando de soslayo al señor Tagomi.

El señor Tagomi, solo otra vez, se puso a trabajar en cuestiones de rutina. Pero la voz del señor Ramsey sonó casi enseguida en el intercomunicador: —Señor, un llamado del señor Baynes.

Bien, pensó el señor Tagomi. Ahora podremos iniciar discusiones importantes.

—Comuníqueme —dijo tomando el teléfono.

—Señor Tagomi —dijo la voz del señor Baynes.

—Buenas tardes. La noticia de la muerte del canciller Bormann me obligó a dejar inesperadamente la oficina, esta mañana. Sin embargo…