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—¿El señor Yatabe se ha puesto ya en contacto con usted?

—No todavía —dijo el señor Tagomi.

El señor Baynes parecía agitado: —¿Les recomendó usted a sus empleados que estén atentos?

—Sí —dijo el señor Tagomi—. Lo harán pasar tan pronto como llegue. —Anotó mentalmente que se lo advertiría al señor Ramsey. Hasta ahora no se había acordado. ¿Las discusiones no comenzarían entonces hasta que llegara el viejo caballero? Se sintió desanimado. —Señor —dijo—, estoy ansioso por empezar. ¿No nos presentará usted esos moldes de inyección? Aunque hoy ha habido mucha confusión…

—Ha ocurrido un cambio —dijo el señor Baynes—. Esperaremos por el señor Yatabe. ¿Está usted seguro de que no ha llegado? Quiero que me dé usted su palabra de que me avisará tan pronto como él llame. No lo olvide, por favor, señor Tagomi.

La voz del señor Baynes parecía ahora tensa, vibrante.

—Le doy mi palabra —dijo el señor Tagomi, sintiéndose también agitado. La muerte de Bormann; eso era la causa del cambio—. Mientras —continuó rápidamente—, me agradaría mucho disfrutar de la compañía de usted, durante el almuerzo quizá. No he tenido aún la oportunidad de almorzar. —Improvisó: —Aunque no discutamos cuestiones específicas podríamos examinar juntos la situación mundial, en particular…

—No —dijo el señor Baynes.

¿No? pensó el señor Tagomi. —Señor —dijo—. Hoy no me siento bien. He tenido un lamentable accidente. Era mi esperanza confiarme en usted.

—Lo siento —dijo el señor Baynes—. Lo llamaré más tarde.

Un golpe seco en el teléfono. El hombre había colgado abruptamente.

Lo he ofendido, pensó el señor Tagomi. Ha tenido que darse cuenta de que no avisé a mi gente acerca del viejo caballero. Pero aquello era una fruslería. Apretó el botón del intercomunicador y dijo: —Señor Ramsey, venga a mi oficina por favor.

Lo corregiría inmediatamente. Había algo más, decidió. La muerte de Bormann había sido un sacudón para el señor Baynes.

Una fruslería, que señalaba sin embargo insensatez y descuido. El señor Tagomi se sintió culpable. No tenía un buen día. Debía de haber consultado el oráculo, descubrir el significado del Momento. Se había alejado del Tao, era evidente.

¿Cuál de los sesenta y cuatro hexagramas estaba dominando ahora su vida? se preguntó. Abrió el cajón, sacó el I Ching y dejó los dos volúmenes sobre el escritorio. Había tanto que preguntarles a los sabios. Tantas preguntas que apenas lograba articular…

Cuando Ramsey entró en la oficina, el señor Tagomi ya había obtenido el hexagrama.

—Mire, señor Ramsey.

Le mostró el libro. El hexagrama era el Cuarenta y siete. Opresión. Agotamiento.

—Un mal presagio, generalmente —dijo el señor Ramsey—. ¿Qué preguntó usted, señor? Espero no ser indiscreto.

—Pregunté acerca del Momento —dijo el señor Tagomi—. El momento para todos nosotros. Ninguna línea móvil. Un hexagrama estático.

El señor Tagomi cerró el libro.

A las tres de la tarde, Frank Frink esperaba aún junto con su socio y amigo a que Wyndam-Matson tomara una decisión acerca del dinero. Decidió al fin consultar el oráculo. ¿Cómo marcha la situación?, preguntó, y arrojó las monedas.

El hexagrama era el Cuarenta y siete. Obtuvo una línea móvil. Un nueve en el quinto lugar.

Le arrancan la nariz y los pies.

Opresión a manos del hombre con bandas rojas en las rodillas.

La alegría viene dulcemente.

Ofrendas y libaciones son aconsejables.

Durante mucho tiempo —media hora por lo menos Frink estudió la línea y sus connotaciones, preguntándose qué podría significar. El hexagrama y especialmente la línea móvil lo perturbaban. Al fin concluyó de mala gana que no recibirían el dinero.

—Te fías demasiado de ese libro —dijo Ed McCarthy.

A las cuatro llegó un mensajero de la Compañía W-M y les entregó a Frink y a McCarthy un sobre de papel de Manila. Lo abrieron y encontraron dentro un cheque certificado por dos mil dólares.

—De modo que estabas equivocado —dijo McCarthy.

Frink pensó: Entonces el oráculo se refería a una consecuencia futura. Esto es lo malo; más tarde, cuando ha ocurrido, uno mira hacia atrás y descubre qué quería decir el oráculo. Pero ahora…

—Podemos empezar a instalar la tienda —dijo McCarthy.

Frink se sintió cansado de pronto.

—¿Hoy? ¿Ahora mismo?

—¿Por qué no? Hemos escrito ya las cartas pidiendo materiales. Sólo falta que las llevemos al correo. Cuanto antes mejor. Y los materiales locales los podemos traer personalmente.

Poniéndose la chaqueta, Ed fue hacia la puerta del cuarto de Frink.

Le habían dicho al propietario que le alquilarían el sótano del edificio. Ahora se lo utilizaba como depósito. Una vez que sacaran los cajones podían armar el banco de trabajo, arreglar la instalación eléctrica, montar los motores. Ya habían preparado los planos, y las listas de materiales. De modo que habían comenzado ya; realmente.

Hemos entrado en el mundo de los negocios, pensó Frank Frink. Hasta estaban de acuerdo a propósito del nombre: JOYAS TRADICIONALES DE EDFRANK.

—Todo lo que podemos hacer hoy —dijo —es comprar la madera para el banco, y quizá las partes eléctricas. Pero no los materiales de las joyas.

Fueron a un depósito de madera en el sur de San Francisco. Media hora después ya tenían la madera.

—¿Qué te preocupa? —dijo Ed McCarthy mientras entraban en una ferretería al por mayor.

—El dinero. Me deprime. Financiar un negocio de este modo.

—El viejo W-M es un hombre comprensivo —dijo McCarthy.

Lo sé, pensó Frink. Por eso mismo me siento deprimido. Hemos entrado en el mismo mundo. Somos como él. No es agradable.

—No mires hacia atrás —dijo McCarthy—. Mira hacia adelante. A los negocios.

Estoy mirando adelante, —pensó Frink. Recordó el hexagrama. ¿Qué ofrendas y libaciones podría hacer? ¿Y a quién?

Capítulo 7

Los Kasoura, la hermosa pareja de japoneses que había visitado la tienda de Robert Childan, le telefonearon a fines de semana y le pidieron que fuera a cenar. Childan había estado esperando oír de ellos, y se mostró encantado.

Cerró Artesanías Americanas S. A. un poco temprano y tomó un pedetaxi hasta el barrio elegante donde vivían los Kasoura. Conocía el barrio aunque allí no había gente blanca. Mientras el pedetaxi lo llevaba por las calles serpeantes enmarcadas de césped y sauces, Childan contempló los modernos edificios admirando la gracia de los diseños. Los balcones de hierro forjado, las atrevidas y sin embargo modernas columnas, los colores de pastel, la utilización de texturas variadas… todo se sumaba en verdaderas obras de arte. Recordaba aún cuando aquel sitio no había sido más que escombros de guerra.

Los niñitos japoneses que jugaban afuera lo observaron sin hacer comentarios y luego volvieron al fútbol o al béisbol. Pero, pensó Childan, no así los adultos; los bien vestidos jóvenes japoneses que estacionaban sus autos o entraban en las casas lo observaron con mayor interés. ¿Vivía él aquí?, se preguntaban quizá. Hombres jóvenes que volvían de las oficinas… Hasta los jefes de las misiones comerciales vivían en el barrio. Childan vio Cadillacs estacionados en la calle. A medida que el pedetaxi lo acercaba a la casa de los Kasoura, se sentía cada vez más nervioso.

Poco después, mientras subía las escaleras del edificio de los Kasoura, pensó: Aquí estoy, no llamado a una reunión de negocios sino invitado a cenar. Se había puesto, claro está, las mejores ropas, y por lo menos confiaba en su propio aspecto. Mi aspecto, pensó. Sí, eso es. ¿Qué aspecto tenía? No engañaba a nadie; no era de allí, de esa zona donde los hombres blancos habían levantado antes una de sus más hermosas ciudades. Un extraño en su propio país.