Reunirse con gentes que lo intimidaban a uno tenía sin duda un efecto terapéutico. Uno descubría cómo eran en realidad, y entonces el miedo desaparecía.
Childan llegó al fin a las puertas de su casa. Le pagó al conductor del pedetaxi y subió por las escaleras familiares.
Allí, en el cuarto de adelante, lo esperaba un hombre que no conocía. Un hombre blanco, de abrigo, sentado en el sofá y que leía el periódico. Childan se detuvo asombrado en el umbral, y el hombre dejó el periódico, se incorporó lentamente, y buscó en el bolsillo del chaleco. Sacó una tarjeta y la mostró.
La Kempeitai.
Era un pinoc. Empleado de la policía de Sacramento, instalada por las autoridades japonesas de ocupación. Childan sintió miedo.
—¿Es usted Robert Childan?
—Sí, señor —dijo Childan.
—Hace poco —dijo el policía consultando unos papeles que había sacado de un portafolios, que tenía en el sofá —lo visitó un hombre, un hombre blanco, que dijo ser representante de un oficial de la marina imperial. Investigaciones posteriores mostraron que esto no era así. No hay tal oficial. No hay tal barco.
El policía miró a Childan.
—Correcto —dijo Childan.
—Nos informaron —continuó el policía —acerca de un tumulto en el área de la Bahía. Este hombre estaba evidentemente complicado. ¿Quiere usted describirlo?
—Menudo, de piel algo oscura —comenzó a decir Childan.
—¿Judío?
—¡Sí! —dijo Childan—. Ahora que lo pienso. Aunque no me di cuenta en el momento.
—Aquí tiene una foto.
El hombre le pasó la fotografía a Childan.
—Es él —dijo Childan. No había duda. Los poderes de detección de la Kempeitai eran bastante asombrosos—. ¿Cómo lo encontraron? No informé personalmente, pero llamé por teléfono a mi socio, Ray Calvin, y le dije…
El policía le indicó que se callara.
—Tiene usted que firmar este papel, y nada más. No lo llamarán a la corte; esto es sólo una formalidad legal y aquí termina la intervención de usted. —Le alcanzó a Childan el papel y luego una lapicera —Se dice aquí que este hombre fue a verlo y trató de engañarlo invocando una representación falsa y todo lo demás. Lea el papel. —El policía se levantó el puño de la camisa y le echó una ojeada al reloj de pulsera mientras Robert Childan leía el papel —¿Es sustancialmente correcto?
Lo era… sustancialmente. Robert Childan no tuvo tiempo de prestar mucha atención al papel, y de todos modos no recordaba muy bien lo que había ocurrido aquel día. Pero sabía que el hombre había tratado de engañarlo, y que esto tenía relación con un tumulto ocurrido en la Bahía. Además, como el policía había dicho, el hombre era judío. Robert Childan miró el nombre debajo de la foto, Frank Frink. Nacido Frank Fink. Sí, ciertamente era judío. Cualquiera podía decirlo, con un apellido como Fink. Y el hombre se lo había cambiado.
Childan firmó el papel.
—Gracias —dijo el policía. Juntó sus cosas, se acomodó el sombrero, deseó buenas noches a Childan, y partió. Todo el asunto había llevado sólo un momento.
Parece que ya le tienen las manos encima, pensó Childan. Cualquiera que fuese el asunto en que estaba metido.
Un verdadero alivio. Trabajaban rápido, de veras. Aquella era una sociedad de leyes y orden, donde los judíos no podían emplear sus sutilezas a costa de los inocentes. Los ciudadanos estaban de veras protegidos.
No entendía cómo no había reconocido enseguida las características raciales. Gente engañosa.
Él, Childan, no era amigo de engaños, evidentemente, decidió, y no tenía muchas defensas. Aquel hombre, por ejemplo, podía haberlo convencido de cualquier cosa. Era una forma de hipnosis, capaz de dominar toda una sociedad.
Mañana tendré que comprar ese libro, La langosta, se dijo. Sería interesante ver cómo el autor describía un mundo gobernado por judíos y comunistas, el Reich en ruinas, y Japón sin duda una provincia de Rusia; y Rusia misma extendiéndose del Atlántico al Pacífico. Se preguntó si el autor —cualquiera fuese su nombre hablaría de una guerra entre Rusia y los Estados Unidos. Un libro interesante, pensó. Raro que a nadie se le hubiese ocurrido escribirlo antes.
Una obra así podía mostrar qué afortunados eran realmente. A pesar de las desventajas obvias… todo podría haber sido mucho peor. Había una verdadera lección moral en aquel libro. Sí, los japoneses estaban allí, gobernándolos, y los norteamericanos eran una nación derrotada. Pero tenían que mirar adelante; tenían que construir. Les esperaban grandes acontecimientos, como la colonización de los planetas.
Recordó que era la hora de las noticias. Se sentó y encendió la radio. Quizá habían elegido ya al nuevo canciller del Reich. Se sintió excitado. Para él Seyss-Inquart era el más dinámico. El más capaz de llevar adelante programas audaces.
Me gustaría estar allá, pensó. Quizá algún día tuviese bastante dinero como para viajar a Europa y ver todo. Era una lástima perdérselo ahora. Clavado allí en la Costa Oeste donde no ocurría nada. La historia lo pasaba por alto.
Capítulo 8
A las ocho de la mañana Freiherr Hugo Reiss, el cónsul del Reich en San Francisco, salió de su Mercedes Benz 224 E y subió apresuradamente los escalones del consulado, seguido por dos jóvenes empleados del Ministerio de Relaciones Exteriores, Los subordinados de Reiss ya habían abierto la puerta, y el cónsul entró saludando con la mano levantada a las dos muchachas recepcionistas, al vicecónsul Herr Frank, y luego, en la oficina, al secretario Herr Pferdehuf.
—Freiherr —dijo Pferdehuf—, acaba de llegar de Berlín un radiograma en código. Prioridad uno.
Esto significaba que el mensaje era urgente.
—Gracias —dijo Reiss, sacándose el abrigo y dándoselo a Pferdehuf.
—Hace diez minutos llamó Herr Kreuz vom Meere. Quiere que lo llame.
—Gracias —dijo Reiss.
Se sentó a la mesita junto a la ventana, sacó la tapa de la fuente del desayuno, vio en un plato unos huevos revueltos, se sirvió café de la cafetera de plata, y desplegó el periódico de la mañana.
El hombre que lo había llamado, Kreuz vom Meere, era jefe del Sicherheitsdienst en el área del Pacífico; tenía sus oficinas bajo un nombre falso, en la terminal aérea. Las relaciones entre Reiss y Kreuz vom Meere no eran fáciles. Las respectivas jurisdicciones se superponían en innumerables asuntos; una política deliberada, sin duda, de las autoridades de Berlín. Reiss tenía un cargo honorario en las SS, el rango de mayor, y esto lo convertía técnicamente en el subordinado de Kreuz vom Meere. El cargo le había sido encomendado hacía varios años, y ya en aquel tiempo Reiss había descubierto el propósito del nombramiento. Pero no podía hacer nada. Sin embargo, el problema lo irritaba todavía.
El periódico, que había llegado en el avión de la Lufthansa de las seis de la mañana, era el Frankfurter Zeitung. Reiss leyó cuidadosamente la primera página. Von Schirach estaba arrestado en su casa, y posiblemente muerto. Malo. Goering esperaba en una base de entrenamiento de la Luftwaffe, rodeado por veteranos de guerra, todos leales al Gordo. Ninguno lo traicionaría. Tampoco los novatos de la SD. ¿Y qué pasaba con el doctor Goebbels?
Quizá en el corazón de Berlín, dependiendo como siempre de su propio ingenio, de sus poderes de persuasión, que podían sacarlo de cualquier dificultad. Si Heydrich le enviaba un escuadrón, reflexionó Reiss, el menudo doctor no sólo discutiría con ellos, también los convencería de que se pasaran a su bando. Los nombraría empleados del Ministerio de Propaganda a Instrucción Pública.
Podía imaginarse al doctor Goebbels en ese momento, en las habitaciones de alguna hermosa actriz, sin prestar atención a las unidades de la Wehrmacht que desfilaban por las calles. Nada asustaba a aquel Quero. Goebbels sonriendo burlonamente continuaría acariciando el hermoso pecho de la dama con la mano izquierda, mientras escribía el artículo para el Angriff de ese día con… El secretario lo llamó interrumpiendo los pensamientos de Reiss. —Lo siento. Kreuz vom Meere está otra vez en el teléfono.