Incorporándose, Reiss se acercó al escritorio y tomó el aparato.
—Habla Reiss.
Los pesados acentos bávaros del jefe local de la SD:
—¿Alguna noticia de ese hombre de la Abwehr?
Sorprendido, Reiss trató de recordar a qué se refería Kreuz vom Meere.
—Hummm —murmuró—. Según parece hay tres o cuatro hombres de la Abwehr en la costa del Pacífico.
—El que llegó por Lufthansa la semana pasada.
—Oh —dijo Reiss, y sosteniendo el tubo del teléfono entre la oreja y el hombro, sacó la cigarrera—. Nunca vino por aquí.
—¿Qué hace?
—Dios, no lo sé. Pregúntele a Canaris.
—Me gustaría que llamara al Ministerio para que ellos hablaran a la Cancillería y se comunicaran con el Almirantazgo, pidiéndoles que la Abwehr retire a su gente o nos digan por qué están aquí.
—¿No puede hacerlo usted?
—Todo es muy confuso.
Le habían perdido completamente la pista al hombre de la Abwehr, decidió Reiss. Alguien de las oficinas de Heydrich les había dicho —a los agentes locales de la SD —que vigilaran al hombre. Y ahora querían hacerlo responsable del caso.
—Si viene por aquí —dijo Reiss —trataré de que lo sigan. No tenga ninguna duda.
Por supuesto había pocas posibilidades de que el hombre apareciera. Y los dos lo sabían.
—El nombre es indudablemente falso —opinó Kreuz vom Meere—. No sabemos cómo se llama, por supuesto. Es un individuo de aspecto aristocrático. Alrededor de cuarenta. Capitán. Se hace llamar Rudolf Wegener. Una de esas viejas familias monárquicas del este de Prusia. Apoya probablemente a von Papen en el Systemzeit. —Reiss se puso cómodo mientras Kreuz von Meere charlaba —La única explicación es que estos monárquicos traten de reducir el presupuesto de la marina, ya que de ese modo les sería posible…
Al fin Reiss consiguió librarse del teléfono. Cuando volvió a la mesa del desayuno descubrió que los huevos estaban fríos. El café sin embargo se conservaba caliente; lo bebió y volvió a la lectura del periódico pensando que aquello no se terminaba nunca. La gente de la SD trabajaba toda la noche. Podían llamarlo a uno a las tres de la mañana.
El secretario Pferdehuf metió la cabeza en la oficina, vio que Reiss no estaba en el teléfono, y dijo: —Acaban de llamar de Sacramento, muy alterados. Dicen que hay un judío suelto por las calles de San Francisco.
Pferdehuf y Reiss se rieron.
—Muy bien —dijo Reiss—, dígales que se calmen y que nos envíen los papeles. ¿Alguna otra cosa?
—Mensajes de condolencia.
—¿Más?
—Muy pocos. Los tengo en mi escritorio, para cuando usted los necesite. Ya hemos mandado las respuestas.
—Hoy tengo que hablar en esa reunión —dijo Reiss—. A la tarde, a esos hombres de negocios.
—Se lo recordaré —dijo Pferdehuf.
Reiss se reclinó en la silla. —¿Una apuesta?
—No a propósito de las deliberaciones del Partido. Si se refiere a eso.
—Elegirán al verdugo.
Morosamente, Pferdehuf dijo: —Heydrich no puede ir más lejos. Nunca tratará de pasar por encima del Partido. Se asustaría mucho. La sola idea los pondría furiosos a los cabecillas del Partido. Habría una coalición en veinticinco minutos, tan pronto como el primer coche de la SS saliera de Prinzalbrechtstrasse. Tienen el apoyo de esos potentados como Krupp y Thyssen…
Pferdehuf se interrumpió. Uno de los criptógrafos se le había acercado con un sobre.
Reiss extendió la mano. El secretario le dio el sobre.
Era un radiograma urgente en código, descifrado y pasado. a máquina.
Cuando Reiss acabó de leer vio que Pferdehuf estaba esperando. Reiss arrugó el papel y lo echó en el cenicero de cerámica del escritorio, acercándole el encendedor.
—Hay un general japonés que está aquí de incógnito. Tedeki. Será mejor que baje a la biblioteca pública y consiga una de esas revistas japonesas del ejercito con el retrato de este hombre. Hágalo discretamente, por supuesto. No creó que tengamos aquí nada sobre él. —Fue hacia el mueble del archivo, y enseguida cambió de parecer. —Consiga la información posible. Las estadísticas. Tienen que estar en la biblioteca. —Añadió: —Este general Tedeki era comandante en jefe hace unos años. ¿Lo recuerda?
—Un poco —dijo Pferdehuf—. Un hombre de agallas. Ha de tener unos ochenta ahora. Me parece que apoyó una especie de programa acelerado, que llevaría al Japón al espacio.
—En eso falló —dijo Reiss.
—No me sorprendería que hubiese venido aquí por cuestiones de salud —dijo Pferdehuf—. Ya han venido otros viejos militares japoneses al hospital de la U.C. De ese modo pueden aprovechar las técnicas quirúrgicas alemanas que no tienen allá. Naturalmente mantienen el secreto. Razones patrióticas, usted sabe. De modo que quizá convenga tener un hombre vigilando en el hospital, si Berlín no quiere perderlo de vista.
Reiss asintió. Era posible que el viejo general anduviese metido en especulaciones comerciales. La gente que había conocido mientras estaba en actividad podía serle útil ya retirado. ¿O no estaba retirado? El mensaje lo llamaba general no general retirado.
—Tan pronto como tenga la fotografía —dijo Reiss —pase unas copias a nuestro agente del aeropuerto y los muelles. Ya ha de estar en la ciudad. Estas cosas tardan siempre un tiempo en llegar a nuestras manos.
Y por supuesto si el general ya estaba en San Francisco, la gente de Berlín estaría furiosa con el consulado de los EEPA. El consulado habría podido interceptarlo… antes que Berlín hubiese enviado la orden.
Pferdehuf dijo: —Sellaré el radiograma de Berlín, y si más tarde hay algún problema mostraremos cuándo lo recibimos. La hora exacta.
—Gracias —dijo Reiss. Los funcionarios de Berlín eran maestros en el arte de transferir responsabilidades, y Reiss estaba cansado de su papel de chivo emisario. Había ocurrido demasiadas veces —Para estar más seguros —dijo —me parece mejor que contestemos el mensaje. Diga: “Instrucciones llegaron demasiado tarde. Individuo visto ya en la zona. Posibilidad de interceptación remota en este momento.” Dele forma y mándelo. Que parezca adecuado y vago a la vez. Ya entiende.
Pferdehuf asintió. —Lo mandaré enseguida y anotaré la fecha y la hora.
Salió del cuarto y cerró la puerta.
Tenía que cuidarse, reflexionó Reiss, o se encontraría de pronto como cónsul de un montón de negros en una isla de la costa de Sudáfrica. Casi sin darse cuenta tendría como amante a una mamá negra, y once o doce negritos lo llamarían papá.
Se sentó de nuevo a la mesa del desayuno y encendió un cigarro egipcio Simon Artz 70, cerrando cuidadosamente la caja de metal.
No parecía que fueran a interrumpirlo durante un rato, de modo que sacó del portafolios el libro que había estado leyendo, lo abrió en la página del señalador, se puso cómodo y continuó.
…¿Había caminado tanto por estas calles de coches silenciosos, en la paz dominical de una mañana del Tiergarten? Otra vida. Helado de crema, un sabor que podía no haber existido nunca. Ahora hervían ortigas y estaban contentos. Dios, exclamó. ¿No pararían nunca? Los enormes tanques británicos continuaban llegando. Otro edificio, podía haber sido una casa habitación o una tienda, una escuela o unas oficinas; quizá… las ruinas se sacudieron, cayendo en fragmentos. Debajo de los escombros otro puñado de supervivientes, enterrados sin ni siquiera el sonido de la muerte. La muerte se había extendido alrededor, sobre los vivos, los heridos, las pilas de cadáveres. El hediondo, estremecido cadáver de Berlín, las torres ciegas todavía en pie, que desaparecían sin una protesta, como ahora este edificio anónimo que el orgullo del hombre había levantado en otro tiempo.