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Una película gris, notó el muchacho, le cubría los brazos. Una ceniza en parte inorgánica, en parte el producto final de la vida, devorado por el fuego. Todo estaba mezclado ahora, sabía él, y se sacudió los brazos. No pensó mucho más; ya tenía otro pensamiento, si es que era posible pensar en medio de los gritos y los estruendos de las granadas. Hambre. Durante seis días no había comido otra cosa que ortigas, y ahora las ortigas habían desaparecido. El campo de matorrales se había hundido en un vasto cráter de tierra. Otras figuras pálidas y delgadas se habían acercado al cráter, como el muchacho, habían estado allí en silencio, y luego se habían ido. Una madre anciana que llevaba una babushka alrededor de la cabeza gris, y una canasta vacía bajo el brazo. Un manco, los ojos vacíos como la canasta.

Una muchacha. Desaparecida ahora entre los árboles desgarrados donde se escondía el muchacho, Eric.

Y la serpiente continuaba acercándose.

¿Terminaría alguna vez? se preguntó él. ¿Y qué ocurriría entonces? ¿Los alimentarían, estos…?

—Freiherr —llegó la voz de Pferdehuf—. Lamento interrumpirlo. Sólo una palabra.

Reiss saltó, cerró el libro. —Adelante.

Cómo escribe este hombre, pensó. Lo había llevado a otro mundo, un mundo real. La caída de Berlín en manos de los ingleses, tan vívida como si hubiese ocurrido de veras. Reiss se estremeció.

Era ese poder de evocación que tienen las novelas, se dijo, aun las novelas populares. No era raro que el libro hubiese sido prohibido en el territorio del Reich, él mismo lo hubiese prohibido. Lamentaba haber empezado a leerlo. Pero era demasiado tarde; tenía que terminarlo ahora.

—Unos marinos de un barco alemán —dijo el secretario—. Se les pidió que se presentaran a usted.

—Sí —dijo Reiss. Fue rápidamente hacia la puerta y entró en la oficina de adelante. Allí esperaban tres marineros con pesados suéteres grises, todos de pelo rubio, caras fuertes, un poco nerviosos. Reiss alzó la mano derecha—. Heil Hitler. —Una breve sonrisa.

—Heil Hitler —farfullaron los hombres, y sacaron los papeles.

Tan pronto como acabó de certificar la visita de los marinos, Reiss corrió de vuelta a su oficina.

Ya solo otra vez reabrió La langosta se ha posado.

Se encontró leyendo una escena donde aparecía… Adolf Hitler. Esta vez ya no pudo detenerse, y continuo, sintiendo un calor en la nuca.

El juicio, comprendió, de Hitler. Luego del fin de la guerra. Hitler en manos de los aliados, Dios. También Goebbels, Goering, todo el resto. En Munich.

Evidentemente Hitler estaba respondiendo al fiscal norteamericano.

…Durante un momento el viejo espíritu oscuro flameó y pareció encenderse. Un estremecimiento sacudió el cuerpo vacilante; la cabeza se alzó. Los labios que babeaban emitieron un murmullo apagado, un ladrido ronco: Deutsche, hier steh’ Ich. Los hombres miraron y escucharon estremeciéndose, algunos ajustaron los auriculares; las caras de los rusos, los norteamericanos, los ingleses y los alemanes se endurecieron, atentas. Sí, pensó Karl. Aquí está una vez más… nos han derrotado, y eso no es todo. Le han quitado la máscara a este superhombre, mostrándolo como es. Sólo… un…

—Freiherr.

Reiss descubrió que el secretario había entrado en la oficina.

—Estoy ocupado —dijo de malhumor. Cerró el libro—. Estoy tratando de leer este libro, ¡Dios santo!

Era inútil. Lo sabía.

—Otro radiograma en código de Berlín —dijo Pferdehuf—. Alcancé a entender algo cuando empezaba a descifrarlo. Se refiere a la situación política.

—¿Qué decía? —murmuró Reiss frotándose la frente con los dedos.

—El doctor Goebbels habló por radio inesperadamente. Un discurso importante. —El secretario estaba excitado. —Recibiremos el texto y tiene que aparecer en la prensa de aquí.

—Sí, sí —dijo Reiss.

El secretario dejó la oficina y Reiss abrió de nuevo el libro. Una ojeada más, a pesar de su resolución… Buscó el párrafo.

…en silencio Karl contempló el ataúd envuelto en una bandera. Ahí yacía, y ahora había desaparecido, realmente. Ni siquiera los poderes demoníacos podían traerlo de vuelta. El hombre —¿o era al fin y al cabo un Uebermensch? —a quien Karl había seguido ciegamente, había adorado… hasta el borde de la tumba. Adolf Hitler había muerto, pero Karl se aferraba a la vida. No lo seguiré, murmuró la mente de Karl. Iré adelante, vivo. Y reconstruiré. Y todos reconstruiremos. Es necesario.

Qué lejos, qué terriblemente lejos lo había llevado la magia del líder. ¿Y qué quedaba ahora que habían puesto punto final a aquella historia increíble, el viaje desde el aislado pueblo aldeano de Austria a la pobreza miserable de Viena, desde la pesadilla de las trincheras, pasando por las intrigas políticas, la fundación del Partido, la cancillería, lo que por un instante había parecido la dominación del mundo?

Karl sabía. Bluff. Hitler les había mentido. Los había gobernado con palabras vacías.

No es demasiado tarde. Nos hemos dado cuenta, Adolf Hitler. Y al fin sabemos qué eres realmente. Y el partido nazi, esa terrible época de crímenes y fantasías megalomaníacas, sabemos qué es. Qué era.

Karl se volvió alejándose del ataúd silencioso…

Reiss cerró el libro y se quedó pensando. A pesar de sí mismo se sentía perturbado. Tenía que haber presionado un poco más a los japoneses, se dijo, para que prohibieran el maldito libro. La obra, obviamente, estaba de parte de ellos. Hubiera podido arrestar también a… como se llamaba… Abendsen. Disponía de poder suficiente en el Medio Oeste.

Lo más perturbador era eso: La muerte de Adolf Hitler, la derrota y destrucción de Hitler, el Partido, y Alemania misma, tal como se describían en el libro de Abendsen… Todo esto, de algún modo, tenía mayor grandeza, estaba más de acuerdo con el viejo espíritu que el mundo actual. El mundo de la hegemonía alemana.

¿Cómo podía ser? se preguntó Reiss. ¿El motivo era sólo la habilidad de Abendsen como escritor?

Conocían un millón de trucos, estos novelistas. El doctor Goebbels, por ejemplo; así había empezado, escribiendo novelas. Los escritores apelaban a los instintos básicos, comunes a todos, aun detrás de las superficies más respetables. Sí, el novelista conocía a los seres humanos, qué poco valían, gobernados por los testículos, empujados por el miedo, vendiéndose a todo en nombre de la codicia… el novelista sólo tenía que tocar el tambor, y obtenía una respuesta. Y observando las reacciones de la gente, el novelista reía, por supuesto, llevándose la mano a la boca.

Ese libro, por ejemplo, reflexionó Herr Reiss, apelaba a los sentimientos, no a la inteligencia; y naturalmente el autor obtenía su paga… Siempre en estos casos había una cuestión de dinero. Era obvio que alguien le había puesto la Hundsfott encima, le dijo qué historia debía escribir, y estos hombres escribían cualquier cosa si les pagaban bien. Contaban un montón de mentiras, y luego el público se tomaba la sopa bien preparada. ¿Dónde habían publicado el libro? Herr Reiss examinó el ejemplar. Omaha, Nebraska. El último reducto de la industria editorial plutocrática, en un tiempo instalada en el centro de Nueva York, apoyada por el oro de judíos y comunistas…

Quizá este Abendsen era judío.

Están todavía acechándonos, tratando de envenenarnos, se dijo Herr Reiss. Este jüdische Buch… Cerró de golpe el ejemplar de La langosta. El nombre real era probablemente Abendstein. La SD ya estaría investigando, sin duda.