Tendrían que enviar a alguien a los EEMR pensó, para que visitara a Herr Abendstein. Se preguntó si Kreuz vom Meere habría recibido instrucciones. Quizá no, a causa de toda aquélla charla en Berlín. Los asuntos domésticos eran graves, no tenían tiempo para otras cosas.
Pero ese libro, pensó Reiss, era peligroso. Si en alguna hermosa mañana alguien encontrase a Abendstein colgando del cielo raso, la noticia devolvería la sensatez a cualquiera que pudiese haber sido influido por el libro. Ellos, los alemanes, tendrían así la última palabra. Habrían escrito el colofón.
Necesitarían un hombre blanco, por supuesto. Herr Reiss se preguntó qué estaría haciendo Skorzeny en esos días.
Releyó la sobrecubierta del libro. El hombre vivía en una barricada. Allá arriba, en un verdadero castillo. No era tonto. Quien entrara allí y llegase a Abendstein no saldría con vida.
Quizá fuese una insensatez. Al fin y al cabo él libro ya estaba impreso. Era demasiado tarde. La zona estaba ocupada por los japoneses… los hombrecitos amarillos harían un escándalo.
Sin embargo, si se llevaba a cabo hábilmente… si se manejaba con cuidado…
Freiherr Hugo Reiss escribió unas palabras en el memorándum. Habría que hablar con el general de la SS, Otto Skorzeny, o mejor aún Otto Ohlendorf del Amt III del Reichssicherheitshauptamt. ¿No comandaba Ohlendorf el Einsatzgruppe D?
Y enseguida, de pronto, sin ningún síntoma previo, Reiss se sintió enfermo de rabia. Pensé que esto había acabado, se dijo. ¿No tendría fin? La guerra había terminado hacía años. Y pensaron que había terminado de veras. Pero el fiasco de África, ese loco de Seyss-Inquart tratando de llevar a la práctica los esquemas de Rosenberg…
Herr Hope tenía razón, pensó Reiss. Ese chiste a propósito de los contactos alemanes en Marte. Marte poblado de judíos. También los verían allí: judíos bicéfalos, quizá, de treinta centímetros de altura.
No podía olvidar las tareas de rutina, decidió. No le quedaba tiempo para aquellas aventuras propias de una cabeza de chorlito; Einsatzkommandos persiguiendo a Abendsen. Tenía las manos ocupadas; saludos de bienvenida a marinos alemanes y respuestas a radiogramas en código. Un asunto semejante correspondía a alguien de mayor jerarquía.
De cualquier modo, pensó, si se metía en algo parecido y todo salía mal no era difícil saber qué le pasaría: miembro de la custodia en el gobierno general del Este, o en una cámara de gas de cianuro hidrogenado Zyklon B.
Extendiendo la mano tachó cuidadosamente la nota del memorándum, y luego quemó la hoja en el cenicero de cerámica.
Llamaron a la puerta y entró el secretario trayendo un puñado de papeles.
—El discurso del doctor Goebbels. Completo. —Pferdehuf dejó las hojas sobre el escritorio. —Tiene que leerlo. Muy bueno; uno de los mejores.
Encendiendo otro cigarrillo Simon Arzt 70, Reiss se puso a leer el discurso del doctor Goebbels.
Capítulo 9
Después de dos semanas de trabajo casi constante, la joyería Edfrank había producido las primeras piezas. Allí estaban los objetos, en dos maderas cubiertas con terciopelo negro, dentro de una canasta japonesa de mimbre. Y Ed McCarthy y Frank Frink habían preparado tarjetas comerciales. Habían grabado los nombres, con tinta roja, sobre papel pesado de color, completando las tarjetas en un juego de imprenta para niños.
Habían demostrado siempre que eran buenos profesionales. En las joyas, las tarjetas y los exhibidores no se descubría la mano del aficionado. ¿Por qué habría de ser de otro modo? Los dos eran profesionales; no en la fabricación de joyas, pero en trabajos de taller en general.
Los estantes mostraban una buena variedad. Pulseras de latón, cobre, bronce, y aun hierro forjado. Pendientes, la mayoría de latón, con unos pocos adornos de plata. Aros de plata. Alfileres de plata o latón. La plata les había costado bastante; aun el soldador de plata había sido demasiado caro. Habían comprado también unas pocas piedras semipreciosas para montar en alfileres: perlas barruecas, espíneles, jade; astillas de ópalo. Y si las cosas iban bien probarían con el oro, y quizá diamantes de cinco o seis puntos.
Era el oro lo que podía darles un verdadero beneficio. Habían comenzado buscando oro de desecho, fundiendo piezas antiguas sin valor artístico, mucho más baratas que el oro nuevo. Pero aún así la inversión había sido considerable. Sin embargo, un alfiler de oro daba más ganancias que cuarenta alfileres de latón. Podían obtener casi cualquier precio en la venta al por menor de un alfiler de oro bien diseñado… siempre que consiguieran venderlo, como había dicho Frink.
Hasta ahora no habían intentado vender nada. Habían resuelto los que parecían ser problemas técnicos básicos; tenían un banco de trabajo, los motores necesarios, ruedas de esmerilar y de pulir, y todo un equipo de herramientas de acabado, desde unos duros cepillos de alambre, pasando por cepillos de latón y ruedas Gratex, hasta muñecas pulidoras de algodón, lino, cuero, gamuza que podían emplearse con compuestos de esmeril y piedra pómez o los colcótares más delicados. Y por supuesto tenían también un soldador oxiacetilénico, tanques, calibradores, mangueras, birolas, máscaras.
El equipo de herramientas de joyería era notable: alicates de Alemania y Francia, micrómetros, taladros de diamante, sierras, pinzas, tenazas, soldadoras de tercera mano, tornos, pulidoras, cizallas, martillos diminutos forjados a mano… hileras de equipos de precisión. Y los repuestos de distinto calibre para el brazo del torno, hojas de metal, engarces de alfileres, clips. Habían gastado ya más de la mitad de los dos mil dólares, y en la cuenta bancaria de Edfrank sólo quedaban ahora doscientos cincuenta dólares. Pero estaban instalados legalmente; hasta tenían los permisos de los EEPA. Ahora sólo faltaba vender.
Ningún comerciante, pensó Frink mientras estudiaba los exhibidores, sería capaz de examinar todo aquello con más atención que ellos mismos. Parecían ciertamente buenas, esas pocas piezas selectas preparadas trabajosamente, sin soldaduras defectuosas, bordes toscos o afilados, o manchas rojizas… El control de calidad era excelente, la más leve opacidad o una raya del cepillo de alambre habían bastado para devolver la pieza al taller. No podían permitirse ningún trabajo tosco a inconcluso; un lunar negro minúsculo en un collar de plata… y era el fin del negocio.
La tienda de Robert Childan era la primera de la lista. Pero sólo Ed podía visitarla; Childan recordaría ciertamente a Frank Frink.
—Tú te encargarás de casi todas las ventas —dijo Ed, pero estaba resignado a visitar él mismo la tienda de Childan. Se había comprado un buen traje, una nueva corbata, una camisa blanca, pensando que así daría una buena impresión. No obstante, no parecía tranquilo—. Sé que somos buenos —dijo por millonésima vez—. Pero… demonios.
La mayoría de las piezas eran abstractas, espirales de alambre, lazos, diseños que hasta cierto punto habían aparecido espontáneamente, durante el proceso de fundición. Algunas tenían la delicadeza, la levedad de una telaraña; otras tenían una pesadez maciza, poderosa, bárbara casi. Las formas eran considerablemente variadas, considerando las pocas piezas que había en las bandejas de terciopelo; y sin embargo una tienda, comprendió Frink, podía comprar todo lo que tenían allí. Visitarían todas las tiendas una vez… si fracasaban. Pero si tenían éxito, si convencían a los comerciantes, se pasarían la vida recibiendo pedidos.
Los dos hombres trabajaron juntos poniendo las bandejas de terciopelo en la canasta de mimbre. Recuperaremos algo vendiendo el metal, reflexionó Frink, si se cumple lo peor. Las herramientas y el equipo; los venderían perdiendo dinero, pero por lo menos algo recuperarían.