Выбрать главу

Sería el momento de consultar el oráculo, se dijo Frink. Pregunta: ¿Cómo le irá a Ed en su primera visita a una tienda? Pero Frink se sentía demasiado nervioso. Era posible que el oráculo le diera una mala respuesta, y no se sentía capaz de enfrentarla. De cualquier modo la suerte estaba echada: Habían fabricado las piezas, habían instalado la tienda… y lo que podía decir el I Ching ya no importaba mucho.

No podía ayudarlos a vender las joyas… no podía darles suerte.

—Iré primero a ver a Childan —dijo Ed—. El resultado no tiene por qué preocuparnos. Y luego tú podrías visitar a otros dos. ¿Vienes conmigo, no es cierto? En el camión. Estacionaré del otro lado de la esquina.

Mientras iban hacia la camioneta llevando la canasta, Frink pensó que eran buenos vendedores, Ed y él mismo; no sería difícil convencer a Childan, aunque tendrían que esforzarse. Si Juliana hubiese estado allí habría ido a la tienda y habría hecho el trabajo sin parpadear. Juliana era hermosa, podía hablarle a cualquiera, y era una mujer. Al fin y al cabo, aquellas eran joyas para mujeres. Juliana hubiera podido ponérselas para ir a la tienda. Frink cerró los ojos y trató de imaginar a Juliana con uno de los brazaletes, o uno de los collares de plata. El pelo negro y la piel pálida, los ojos tristes y penetrantes, un suéter gris, un poco demasiado apretado, la plata sobre la carne desnuda, el metal que subía y bajaba junto con la respiración…

Dios, era casi como si ella estuviese allí. Los dedos fuertes y delgados de Juliana alzaban y examinaban todas las piezas; echando la cabeza hacia atrás, mirando la pieza a la luz. Juliana estaba allí, siempre presente, testigo de todo lo que él hacía.

Lo mejor para ella, decidió, eran los pendientes. Los más largos y brillantes, especialmente de latón. El cabello recogido atrás o bastante corto, mostrando el cuello y las orejas. Y podrían sacarle fotos para los anuncios y los exhibidores. Habían discutido ya la posibilidad de un catálogo, para vender por correo a comerciantes de otras partes del mundo. Juliana tendría un magnífico aspecto… hermosa piel, muy saludable, tersa, y de buen color. ¿Estaría dispuesta ella, si la encontraban? No importa lo que piense de mí, se dijo Frink; ninguna relación con nuestra vida personal. Aquello era estrictamente una cuestión de negocios.

Demonios, ni siquiera él le sacaría las fotografías. Buscarían un fotógrafo profesional. Esto complacería a Juliana, que era quizá tan vanidosa como antes. Siempre le había gustado que la gente la observara, la admirara; cualquiera. Se le ocurrió que casi todas las mujeres eran así. Trataban de llamar la atención todo el tiempo. Eran en este sentido muy infantiles.

Juliana nunca había soportado sentirse sola, pensó Frink. Necesitaba tenerlo siempre cerca, festejándola de algún modo. Los niños pequeños eran así; si los padres no los estaban mirando nada de lo que hacían les parecía real. Era seguro que en este mismo momento Juliana tenía alguien al lado. Diciéndole qué hermosa era. Alabándole las piernas, el vientre terso y chato…

—¿Qué pasa? —dijo Ed, mirando de reojo a Frink—. ¿Estás nervioso?

—No —dijo Frink.

—No me quedaré callado —dijo Ed—. Tengo algunas ideas. Y te diré otra cosa. No tengo miedo. No me siento intimidado porque este sea un lugar de moda y yo haya tenido que ponerme este traje de moda. Admito que no me gusta andar bien vestido. Admito que no me siento cómodo. Pero esto no importa. Iré a. esa tienda y haré mi trabajo.

Felicitaciones, pensó Frink.

—Diablos, si pudiste ir a visitarlo —dijo Ed —y hacerle creer que eras el enviado de un almirante japonés, yo también seré capaz de decirle la verdad, que estas joyas son piezas realmente originales, hechas a mano, y…

—Forjadas a mano —dijo Frink.

—Sí. Forjadas a mano. Quiero decir que iré allí y no saldré hasta obtener un pedido. Tiene que comprar estas piezas. Si no lo hace está realmente loco. He estudiado el mercado; nadie tiene nada parecido. Dios, cuando pienso que puede mirarla y no comprarlas… me siento tan enojado que empezaría a los golpes.

—No te olvides de decirle que no son enchapadas —interrumpió Frink—. Que cobre quiere decir cobre macizo y bronce, bronce macizo.

—Deja que lo haga a mi modo —dijo Ed—. Tengo realmente algunas buenas ideas.

Frink pensó que lo mejor sería tomar un par de piezas —Ed no lo notaría nunca —y mandárselas a Juliana. Así ella vería lo que él estaba haciendo. Los funcionarios del correo la encontrarían de algún modo;, le enviaría el paquete a la última dirección conocida. ¿Qué diría Juliana cuando abriese la caja? Tendría que poner una nota explicándole que las —había hecho él mismo; que era socio de un nuevo negocio de joyería. Le encendería la imaginación; le contaría algunas cosas, trataría de interesarla, y así ella desearía conocer más. Le hablaría de piedras y metales. Los lugares donde estaban vendiendo, las tiendas de moda…

—¿No estamos cerca? —dijo Ed, aminorando la marcha. La calle era de tránsito pesado, en el centro de la ciudad; los edificios ocultaban el cielo—. Será mejor que estacione.

—Otras cinco cuadras —dijo Frink.

—¿Tienes uno de esos cigarrillos de marihuana? —dijo Ed—. Me calmaría fumar un poco.

Frink le pasó el paquete de T’ien-lais, la marca “Música Celestial”, que había aprendido a fumar en la compañía W-M.

Sé que Juliana está viviendo con alguien, se dijo Frink. Durmiendo con un hombre. Como si estuviesen casados. Conocía a. Juliana. No podría sobrevivir en otras condiciones; sabía bien cómo se sentía ella a la caída de la noche. Cuando hacía frío y todo el mundo estaba en su casa, sentado en la sala. Nunca había estado preparada para una vida solitaria. El tampoco, comprendió.

Quizá era un hombre realmente bueno. Algún estudiante tímido que ella había llevado a la casa. Juliana podría ser una buena mujer para cualquier muchacho que nunca hubiese tenido el coraje de acercarse antes a una mujer. No era perversa ni cínica. Le haría mucho bien. Esperaba de veras que no se hubiese complicado la vida con un hombre mayor. Eso no podría tolerarlo. Un hombre experimentado y mezquino que llevaba siempre un palillo de dientes en la boca y que se pasaba las horas molestándola.

Frink sintió que estaba respirando pesadamente. Imaginó un hombre corpulento y velludo que pisoteaba a juliana, estropeándole la vida… En ese caso Juliana terminaría suicidándose, pensó Frink. Era inevitable, si ella no encontraba el hombre adecuado, y eso significaba un joven estudiante amable, sensible, capaz de apreciar las ideas de juliana.

. Fui duro con ella, pensó. Frink. Y no soy tan malo; hay muchos otros hombres peores que yo. No le costaba trabajo adivinar los pensamientos de juliana, lo que ella quería, cuando ella se sentía sola o triste o deprimida. Se había pasado mucho tiempo preocupándose y pensando en ella. Pero no había sido suficiente. Ella se merecía más, mucho más.

—Estacionaré aquí —dijo Ed. Había encontrado un sitio y estaba retrocediendo, mirando por encima del hombro.

—Escucha —dijo Frink—. ¿Puedo enviarle un par de piezas a mi mujer?

—No sabía que fueras casado. —Ed contestó frunciendo el ceño, ocupado en la tarea de estacionar. Por supuesto, siempre que no sean de plata.

Apagó el motor del camión.

—Ya estamos —dijo. Echó una bocanada de humo de marihuana, y luego aplastó el cigarrillo contra el tablero, arrojando la colilla al piso—. Deséame suerte.

—Suerte —dijo Frank Frink.

—Eh, mira. Hay uno de esos poemas waka japoneses en el reverso del paquete de cigarrillos. —Ed leyó el poema en alta voz, sobre los ruidos del tránsito.

Oyendo la llamada del cuclillo

miré hacia el sitio