de donde venía el sonido.
¿Qué vi entonces?
Sólo la luna pálida en el cielo del alba.
Le devolvió a Frink el paquete de T’ien-lais. —¡Criiisto! —dijo. Palmeó a Frink en la espalda, sonrió mostrando los dientes, abrió la puerta del camión, tomó la canasta de mimbre y bajó a la calle—. Ocúpate de poner la moneda en el medidor —dijo, echando a andar por la acera.
En un instante había desaparecido entre los otros peatones.
Juliana, pensó Frink, ¿estás sola como yo?
Salió del camión y puso una moneda en el aparato.
Miedo, pensó. Todo este negocio de las joyas. ¿Qué ocurre si no hay éxito? ¿Qué ocurre si no hay éxito? Así lo había dicho el oráculo. Quejas, lágrimas, golpes en la olla.
Un hombre que enfrenta las sombras de la propia vida, cada vez más oscuras. El paso a la tumba. Si Juliana, estuviese allí no sería tan malo. No sería malo de ningún modo.
Estoy asustado, se dijo Frink. Supongamos que Ed no venda nada. Supongamos que se rían de nosotros.
¿Qué pasa entonces?
Juliana estaba acostada sobre una sábana, en el piso de la habitación de adelante, abrazando a Joe Cinnadella. El sol de la media tarde calentaba el aire sofocante del cuarto. Una gota de transpiración corrió por la frente de Joe le colgó un momento de la mejilla, y cayó al cuello de Juliana.
—Todavía goteas —dijo Juliana.
Joe no respondió. Respiraba de un modo lento, largo, regular… Como el océano, pensó Juliana. No somos más que agua por dentro.
—¿Cómo fue?
Joe balbuceó que había sido muy bueno.
Así me pareció, se dijo Juliana. Una siempre sabe. Ahora tenían que levantarse, y recobrarse. ¿Recobrarse?
¿Había sido malo entonces? ¿Un signo de reprobación subconsciente?
Joe se movió.
—¿Vas a levantarte? —Juliana lo abrazó con fuerza—. No. No todavía.
—¿No tienes que ir al gimnasio?
No iré al gimnasio, se dijo Juliana. Se marcharían a algún sitio. No se quedarían allí mucho más tiempo. Pero sería un sitio donde no habían estado antes. Ahora o nunca.
Sintió que Joe empezaba a soltarse, inclinándose hacia atrás y poniéndose de rodillas. Juliana dejó que las manos se le deslizaran a lo largo de la espalda mojada de Joe, y oyó cómo él se iba caminando descalzo por el piso, hacia el cuarto de baño.
Todo ha terminado, pensó. Oh bueno. Suspiró.
—Te oigo —dijo Joe desde el cuarto de baño—. Gruñes. Siempre deprimida., ¿eh? Preocupaciones, temores, sospechas, acerca de mí y de todo el mundo. —Joe asomó brevemente, chorreando agua jabonosa, la cara encendida —¿Qué te parece un viaje?
Juliana sintió que se le apresuraba el corazón. —¿Adónde?
—A alguna ciudad grande. ¿Qué tal el norte, Denver? Te llevaré a pasear, a algún espectáculo, un buen restaurante. Te conseguiré un vestido de noche o lo que necesites. ¿De acuerdo?
Juliana apenas se atrevía a creerlo.
—¿Te darán permiso en ese estudio tuyo? —preguntó Joe.
—Claro:
—Compraremos ropa para los dos —dijo Joe—. Nos divertiremos, quizá por primera vez en la vida. Te ayudará a mantenerte en pie.
—¿De dónde sacaremos el dinero?
—Lo tengo —dijo Joe—. Mira en mi valija.
Cerró la puerta del baño, y se oyó el ruido del agua.
Juliana abrió el ropero y buscó en el saco de mano manchado y estropeado. En un rincón había un sobre: letras del Reichsbank, de mucho valor y buenas en todas partes. De modo que podemos ir, comprendió Juliana. Quizá no está jugando conmigo, llevándome la corriente. Me gustaría de veras mirar dentro de él y ver qué hay ahí, pensó mientras contaba el dinero.
Debajo del sobre había una lapicera fuente grande, cilíndrica, o por lo menos algo que parecía una. lapicera fuente, pues tenía un clip en un extremo. Pero pesaba demasiado. Juliana la tomó con cuidado, y desenroscó la capucha. Sí, tenía una pluma de oro, aunque…
—¿Qué es esto? —le preguntó a Joe, que salía del baño.
Joe tomó el cilindro y lo puso de nuevo en el saco. Juliana notó que Joe manejaba el cilindro con mucho cuidado y se preguntó por qué, perpleja.
—¿Más —pensamientos mórbidos?. —dijo Joe.
Parecía animado, más que en ninguna otra ocasión en el tiempo que habían estado juntos; con un grito de entusiasmo tomó a Juliana por la cintura, la alzó en brazos, balanceándola a izquierda y derecha, mirándola a los ojos, echándole a la cara el aliento cálido, apretándola hasta que ella baló quejándose.
—No —dijo Juliana—. Soy… lenta para cambiar.
Todavía lo tengo un poco de miedo, pensó. Tanto miedo que ni siquiera puedo decírtelo, contártelo.
—Fuera por la ventana —gritó Joe, cruzando a trancos la habitación con Juliana en brazos—. Allá vamos.
—Por favor —dijo Juliana.
—Era una broma. Escucha. Marcharemos juntos, como en la Marcha sobre Roma, ¿recuerdas? El Duce iba adelante, conduciendo a los otros, como mi tío Carlo, por ejemplo. Ahora nosotros también tendremos nuestra marchita, menos importante, y que no aparece en los libros de historia. ¿De acuerdo? —Joe inclinó la cabeza y besó a Juliana en la boca, con tanta fuerza que los dientes de los dos se entrechocaron. —Qué buen aspecto tendremos, con las ropas nuevas. Y tú me enseñarás a hablar correctamente, a tener buenos modales, ¿no es cierto?
—Tú hablas muy bien —dijo Juliana—. Mejor que yo por lo menos.
—No. —Joe pareció de pronto sombrío —Hablo muy mal. Un acento de inmigrante. ¿No lo notaste así cuando nos encontramos en el café?
Juliana no le daba importancia.
—Quizá —dijo.
—Sólo una mujer conoce de veras las normas sociales —dijo Joe llevándola de vuelta y dejándola caer sobre la cama—. Sin las mujeres nos pasaríamos el tiempo hablando de carreras de autos y caballos y contando chistes verdes. No habría civilización.
Qué raro era él, pensó Juliana. Inquieto y meditabundo hasta que se decidía a actuar; entonces se animaba. ¿La necesitaba a ella de veras? Podía olvidarla, y dejarla allí; había ocurrido antes. Yo lo dejaría, se dijo, si tuviese que seguir mi camino.
—¿Ese es el dinero de tu sueldo? —preguntó mientras se vestía—. ¿Lo ahorraste? —Era demasiado, aunque por supuesto el dinero abundaba en el Este —Todos los otros conductores de camiones que —he conocido nunca…
—¿Piensas que soy un conductor de camiones? —interrumpió Joe—. Sí, viajo en camiones, pero no como conductor sino para ahuyentar a los asaltantes de caminos. Parezco un conductor, dormitando en la cabina. —Joe se sentó en una silla en un rincón del cuarto, echando la cabeza hacia atrás, fingiendo dormir, la boca abierta, el cuerpo flojo —¿Ves?
Al principio Juliana no vio nada. Luego descubrió que en la mano de Joe había un cuchillo, delgado como un cortaplumas. ¿De dónde había salido? De la manga de Joe, del aire.
—Por eso me contrató la gente de Volkswagen. Buenos antecedentes.,Nos protegíamos así contra los comandos de Haselden. —Joe le sonrió de costado a Juliana —No sabes quién cazó al coronel, en los últimos días. Los alcanzamos a orillas del Nilo, a Haselden y a cuatro del grupo, meses después de la campaña de El Cairo. Nos asaltaron una noche en busca de gasolina. Yo estaba de centinela. Haselden salió de las sombras todo pintado de negro: la cara, el cuerpo y hasta las manos. No tenían alambres en esa época, sólo granadas y ametralladoras. Todo muy ruidoso. Trató de romperme el cuello. Yo llegué antes. —Joe saltó de la silla hacia Juliana, riendo. —Haz la valija. Puedes decirles a los del gimnasio que te tomarás unos pocos días. Llámalos por teléfono.
La historia de Joe no había convencido a Juliana. Quizá no había estado nunca en África del Norte, quizá no había combatido en la guerra del lado del Eje, quizá no había combatido nunca. ¿Qué asaltantes de caminos? No había visto jamás ningún camión que atravesara Cannon City desde el Este con un ex soldado como guardián. Quizá ni siquiera había vivido en los Estados Unidos, y lo había inventado todo. Un anzuelo para interesarla, para atraparla, para tener un aire romántico.